Authors: Italo Calvino
—¡Huy! —dijeron de pronto. Habían visto el espadín que le colgaba detrás—. ¿Veis lo que tiene? —y venga risas—. ¡Una palmeta!
Luego se callaron y ahogaron las risas porque estaba a punto de ocurrir algo como para volverse locos: dos de estos pequeños bribones, sin decir nada, se habían colocado en una rama justo encima de Cósimo y le dejaban caer la boca de un saco en la cabeza (uno de esos sucios sacos que les servían sin duda para meter el botín, y cuando estaban vacíos se ponían en la cabeza como capuchas que bajaban por la espalda). Enseguida mi hermano se encontraría ensacado sin entender siquiera cómo y lo podrían atar como a un melón y molerlo a palos.
Cósimo se olió el peligro, o quizá no se olió nada: se sintió chasqueado por lo del espadín y quiso desenvainarlo por pundonor. Lo blandió en alto, la hoja rozó el saco, él lo vio, y de una sacudida lo arrebató a los dos ladronzuelos y lo echó lejos.
Fue un movimiento oportuno. Los otros dijeron «¡Oh!», a un tiempo, de contrariedad y admiración, y a los dos compinches que se habían dejado coger el saco les lanzaron insultos dialectales como:
«Cuiasse! Belinúi!»
Cósimo no tuvo tiempo de alegrarse de lo sucedido. Una furia opuesta se desencadenó abajo; ladraban, tiraban piedras, gritaban: «Esta vez no os escaparéis, ¡bastardos!, ¡ladrones!», y se alzaban puntas de horcones. Entre los ladronzuelos, sobre las ramas, hubo un agazaparse, un levantar piernas y codos. Había sido todo ese bullicio en torno a Cósimo lo que había dado la alarma a los agricultores que estaban alerta.
El ataque estaba necesariamente preparado. Cansados de dejarse robar la fruta a medida que maduraba, algunos de los pequeños propietarios y arrendatarios del valle se habían confederado; porque a la táctica de los granujillas de escalar todos juntos un huerto, saquearlo y escapar a otro sitio, y allí vuelta a empezar, sólo podía oponérsele una táctica parecida: esto es, ponerse al acecho todos juntos en una hacienda donde tarde o temprano habrían ido, y cogerlos infraganti. Ahora los perros lanzados contra ellos ladraban dando zarpazos al pie de los cerezos con las bocas erizadas de dientes, y en el aire se alzaban las horcas de heno. Tres o cuatro ladronzuelos saltaron al suelo justo a tiempo para que les pincharan en la espalda con las puntas de los tridentes y les agujerearan los fondillos de los pantalones los mordiscos de los perros, y echar a correr gritando y hundirse, con la cabeza gacha, entre las hileras de viñas. De modo que ya nadie se atrevió a bajar: estaban aterrados sobre las ramas, tanto ellos como Cósimo. Los campesinos apoyaban ya las escaleras en los cerezos y subían precedidos por las púas afiladas de los horcones.
Pasaron algunos minutos antes de que Cósimo comprendiera que estar asustado porque estaba asustada aquella banda de vagabundos no tenía sentido, como tampoco lo tenía la idea de que ellos fuesen tan avispados y él no. El que se quedaran allí como unos tontos ya era una prueba: ¿qué esperaban para escapar a los árboles de en torno? Mi hermano podía marcharse del mismo modo que había llegado hasta allí: se encasquetó el tricornio en la cabeza, buscó la rama que le había servido de puente, pasó del último cerezo a un algarrobo, del algarrobo balanceándose se dejó caer sobre un ciruelo, y así sucesivamente. Los otros, al verlo andar por las ramas como Pedro por su casa, comprendieron que debían ir detrás de él sin tardar, si no, antes de encontrar su propio camino, quién sabe cuánto habrían padecido; y lo siguieron callados, a gatas por aquel itinerario tortuoso. Él mientras tanto, subiendo por una higuera, saltaba el cercado del campo, se descargaba sobre un melocotonero, de ramas tan tiernas que había que pasar por él de uno en uno. El melocotonero sólo servía para agarrarse al tronco retorcido de un olivo que asomaba por un muro; desde el olivo con un salto se llegaba a un roble que alargaba un robusto brazo al otro lado del torrente, y podía pasarse a los árboles de allí.
Los hombres de las horcas, que ya creían en su poder a los ladrones de fruta, los vieron escapar por el aire como pájaros. Los persiguieron, corriendo con los perros ladradores, pero tuvieron que rodear el seto, luego el muro, además en aquella parte del torrente no había puentes, y para encontrar un vado perdieron tiempo y los granujas ya estaban lejos, corriendo.
Corrían como cristianos, con los pies en el suelo. Sobre las ramas sólo había quedado mi hermano.
—¿Dónde habrá ido a parar el pájaro solitario con polainas? —se preguntaban, al no verlo delante. Alzaron la mirada: estaba allí, trepando por los olivos—. ¡Eh, tú, baja de ahí, ya no nos pillan! —No bajó, saltó de fronda en fronda, de un olivo pasó a otro, desapareció de la vista entre las espesas hojas plateadas.
La pandilla de pequeños vagabundos, con los sacos por capucha y blandiendo cañas, asaltaba ahora unos cerezos en el fondo del valle. Trabajaban metódicamente, despojando una rama tras otra, cuando, en la cima del árbol más alto, encaramado con las piernas cruzadas, arrancando con dos dedos los rabos de las cerezas y metiéndolas en el tricornio puesto sobre las rodillas, ¿a quién vieron? ¡Al chico de las polainas!
«Eh, ¿de dónde sales?” le preguntaron, arrogantes. Pero se sentían incómodos porque parecía que hubiese llegado hasta allí volando.
Mi hermano cogía ahora una a una las cerezas del tricornio y se las llevaba a la boca como si fueran bombones. Luego escupía los huesos dando un resoplido, poniendo atención en no mancharse el chaleco.
—Ese finolis —dijo uno—, ¿qué pretende de nosotros? ¿Por qué se nos pone delante de las narices?
—Pero estaban un poco intimidados, porque habían comprendido que en los árboles se desenvolvía mejor que todos ellos.
—Entre estos finolis —dijo otro—, de vez en cuando nace por equivocación uno como Dios manda: ya veis la Sinforosa...
Al oír este nombre misterioso, Cósimo aguzó las orejas y, sin saber por qué, enrojeció.
—¡La Sinforosa nos ha traicionado! —dijo otro.
—Pero para ser una finolis también ella era como Dios manda, y si hubiese estado aún para tocar el cuerno esta mañana no nos habrían cogido.
—También un finolis puede quedarse con nosotros, claro, si quiere ser de los nuestros.
(Cósimo comprendió que
finolis
quería decir habitante de las villas, o noble, o, en fin, persona de alta condición social.)
—Oye tú —le dijo uno—, las cosas claras: si quieres estar de nuestra parte, las batidas las haces con nosotros y nos enseñas todos los trucos que sabes.
—¡Y nos dejas entrar en el huerto de tu padre! —dijo otro—. ¡A mí una vez me dispararon con sal!
Cósimo los estaba oyendo, pero como absorto en un pensamiento. Luego dijo: «Pero decidme, ¿quién es la Sinforosa?»
Entonces todos aquellos desarrapados entre las frondas estallaron en carcajadas, y desternillábanse de risa, tanto que alguno por poco se cae del cerezo, y uno se echaba atrás sosteniéndose con las piernas a la rama, y otro se dejaba caer colgado de las manos, siempre riendo y chillando.
Con aquel alboroto, claro, volvieron a tener a los perseguidores pisándoles los talones. Mejor dicho, debía de estar allí mismo, aquella cuadrilla con los perros, porque se levantó un fortísimo ladrido y helos aquí a todos de nuevo con los bieldos. Sólo que esta vez, expertos por la derrota sufrida, para empezar ocuparon los árboles de alrededor y subieron por ellos con escaleras de mano, y desde allí con tridentes y rastrillos los rodearon. Abajo, los perros, con aquella desbandada de hombres por los árboles, no comprendieron enseguida por dónde emprenderla y se quedaron un poco desparramados, ladrando con el hocico al aire. De este modo los ladronzuelos pudieron lanzarse aprisa al suelo, correr cada uno por un lado, entre los perros desorientados, y si alguno de ellos se llevó un mordisco en una pantorrilla o un bastonazo o una pedrada, los más despejaron sanos y salvos.
En el árbol quedaba Cósimo. «¡Baja!, le gritaban los demás huyendo. «¿Qué haces? ¿Estás dormido? ¡Salta al suelo mientras el camino está libre!» Pero él, aguantándose con las rodillas en la rama, desenvainó el espadín. Desde los árboles cercanos los agricultores avanzaban las horcas atadas a la punta de palos para alcanzarlo, y Cósimo, esgrimiendo el espadín, las mantenía alejadas, hasta que le asestaron una en pleno pecho inmovilizándolo en el tronco.
—¡Quieto! —gritó una voz—. ¡Es el baroncito de Piovasco! Señorito, ¿qué hace ahí arriba? ¿Cómo se ha mezclado con esa gentuza?
Cósimo reconoció a Giuá de la Vasca, un colono de nuestro padre.
Los horcones se retiraron. Muchos de la cuadrilla se quitaron el sombrero. También mi hermano levantó con dos dedos el tricornio y se inclinó.
—¡Eh, vosotros, los de abajo, atad los perros! —gritaron—. ¡Ayudadle a bajar! Puede bajar, señorito, ¡pero tenga cuidado que el árbol es alto! Espere, le pondremos una escalera. Después lo acompañaré yo mismo a su casa.
—No, gracias, gracias —dijo mi hermano—. No os molestéis, conozco mi camino, ¡encontraré mi camino yo solo!
Desapareció tras el tronco y volvió a aparecer sobre otra rama, se ocultó otra vez detrás del tronco y reapareció en una rama más arriba, quedó escondido tras el tronco otra vez y se vieron sus pies en una rama aún más alta, pues encima había espesas frondas, y los pies saltaron, y ya no se vio nada.
—¿Adónde habrá ido? —se decían los hombres y no sabían dónde mirar, si arriba o abajo.
—¡Ahí!
Estaba en lo alto de otro árbol, lejos, y volvió a desaparecer.
—¡Ahí!
De nuevo estaba en lo alto de otro, ondeaba como llevado por el viento, y dio un salto.
—¡Se ha caído! ¡No! ¡Está allí! Sólo se veía, sobre el temblar del verde, el tricornio y la coleta.
—Pero ¿qué amo tienes tú? —preguntaron a Giuá de la Vasca—. ¿Es hombre o animal salvaje? ¿O es el diablo en persona?
Giuá de la Vasca se había quedado sin habla. Se santiguó.
Se oyó el canto de Cósimo, una especie de grito modulado.
—¡Oh, la Sin-fo-ro-saaa...!
La Sinforosa: poco a poco, por las conversaciones de los ladronzuelos, supo Cósimo muchas cosas relativas a este personaje. Con ese nombre llamaban a una muchachita de las villas, que paseaba en un caballito blanco enano, y había trabado amistad con aquellos desarrapados, y durante un cierto tiempo los había protegido e incluso, prepotente como era, capitaneado. Corría en su caballito blanco por caminos y senderos, y cuando veía fruta madura en huertos sin vigilancia, los avisaba, y los acompañaba en sus asaltos a caballo como un oficial. Llevaba colgado del cuello un cuerno de caza; mientras ellos saqueaban almendros o perales, iba en su caballito de aquí para allí por el litoral, desde donde se dominaba la campiña, y en cuanto veía movimientos sospechosos de amos o campesinos que podían descubrir a los ladrones y caerles encima, soplaba el cuerno. A ese son, los granujas saltaban de los árboles y echaban a correr; de este modo no los pillaron nunca, mientras la niña estuvo con ellos.
Lo que había ocurrido después, era más difícil de entender: aquella «traición» que Sinforosa había cometido en contra de ellos parecía consistir en haberlos atraído a su villa a comer fruta y luego hacerlos apalear por los criados; o quizá en haber preferido a uno de ellos, un tal Bel-Loré, por lo que todavía le gastaban chanzas, y al mismo tiempo a otro, un tal Ugasso, y haberlos puesto uno en contra otro; o que precisamente aquella paliza de los criados no hubiese tenido lugar con ocasión de un robo de fruta sino de una expedición de los dos favoritos celosos, que finalmente se habían aliado contra ella; o bien se hablaba de unas tortas que ella les había prometido repetidas veces y dado al fin, pero a las que había agregado aceite de ricino, por lo que estuvieron con retortijones de tripa durante una semana. Algún episodio de éstos o parecidos a éstos o bien todos ellos juntos, habían producido la ruptura entre Sinforosa y la banda, y ellos hablaban ahora de ella con rencor, pero al mismo tiempo con añoranza.
Cósimo escuchaba estas cosas todo oídos, asintiendo como si cada detalle se fuera recomponiendo en una imagen conocida por él, y al fin se decidió a preguntar:
—Pero ¿en qué villa vive esta Sinforosa?
—Pero cómo, ¿quieres decir que no la conoces? ¡Si sois vecinos! ¡La Sinforosa de la villa de los Ondariva!
Cósimo no tenía, desde luego, necesidad de esa confirmación para estar seguro de que la amiga de los vagabundos era Viola, la niña del columpio. Era precisamente —creo yo— porque ella le había dicho que conocía a todos los ladrones de fruta de los alrededores, por lo que se había puesto enseguida a buscar a la banda. Y desde ese momento, el anhelo que bullía en él, aunque indeterminado, se agudizó todavía más. Habría querido ora llevar a la banda a saquear los árboles de la villa de los Ondariva, ora ponerse al servicio de ella contra ellos, acaso incitándoles primero a ir a enojarla para después poderla defender, ora realizar hazañas para que indirectamente le llegasen a los oídos; y en medio de estos propósitos seguía cada vez de más mala gana a la banda, y cuando ellos bajaban de los árboles se quedaba solo y un velo de melancolía pasaba sobre su rostro, como las nubes pasan sobre el sol.
Luego, de improviso, saltaba y veloz como un gato trepaba por las ramas y corría sobre huertos y jardines, canturreando entre dientes quién sabe qué, un canturreo nervioso, casi mudo, con la mirada fija al frente que parecía que no viese nada y mantuviera el equilibrio por instinto como los gatos.
Trastornado de este modo lo vimos pasar distintas veces por las ramas de nuestro jardín. «¡Allí! ¡Allí!», estallábamos, pues aún, sea lo que fuere aquello que intentásemos hacer, estaba siempre en nuestro pensamiento, y contábamos las horas, los días que llevaba en los árboles, y nuestro padre decía: «¡Está loco! ¡Está endemoniado!», y la tomaba con el abate Fauchelafleur. «¡No hay más remedio que exorcizarlo! ¿Qué esperáis? ¡Os estoy hablando a vos,
l'abbé!
¿Qué hacéis ahí mano sobre mano? Tiene el demonio en el cuerpo, mi hijo, ¿entendéis?,
sacré nom de Dieu!»
El abate parecía reanimarse de repente, la palabra «demonio» parecía despertarle una precisa concatenación de pensamientos, e iniciaba un discurso teológico muy complicado sobre cómo debía entenderse rectamente la presencia del demonio, y no se comprendía si lo que quería era contradecir a mi padre o bien hablar en general: en suma, no se pronunciaba sobre el hecho de si una relación entre el demonio y mi hermano podía estimarse posible o excluirse
a priori.