El barrio maldito (21 page)

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Authors: Félix Urabayen

Tags: #Clásico, Drama

BOOK: El barrio maldito
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Efectivamente, el primer domingo, durante la misa mayor, al llegar el momento de subir al púlpito para dirigir palabra a los fieles, el párroco, volviéndose hacia el fondo oscuro de la escalerilla en que se arrodillan los agotes, recordó por primera vez en su vida las sublimes frases del Sermón de la Montaña; «Amad a vuestros enemigos; orad por los que os ultrajan—y os persiguen para que seáis hijos de vuestro Padre celestial, el cual hace nacer el sol sobre los buenos y sobre los malos y hace llover sobre justos y pecadores…» Luego, dirigiéndose a los bancos de la primera fila, ocupados por los arizcundarras, siguió vertiendo el divino Verbo en un vascuence musical: «No juzguéis para que no seáis juzgados, porque con el juicio con que juzguéis seréis juzgados y con la medida con que midiereis os volverán a medir…»

Al llegar a este pasaje, la voz del orador tembló con la fuerza de un trueno, a pesar de lo cual las testas blancas y las brillantes calvas de los arizcundarras no se movieron lo más mínimo ante la ráfaga de emoción sentimental que venía del pulpito. Desde la alta vidriera y a través de la roja cortina una estela de luz iba a morir sobre la pelada cabeza del alguacil de Arizcun, que dormía sosegadamente. Aquel cráneo inclinado hacía pensar en la serenidad con que se debe dormir en el Limbo…

El predicador, viendo la escasa curiosidad de sus amados feligreses, tornó hacia la masa agote: «
Mirad las aves del cielo, que no siembran ni siegan, ni allegan en alfofíes, y vuestro Padre celestial les alimenta. Reparad en los lirios del campo cómo crecen. No trabajan ni hilan, y ni Salomón con toda su gloria fue vestido como uno de ellos. Así que no os acongojéis por el día de mañana, que el día de mañana traerá su fatiga; basta al día su afán
…»

Tampoco los agotes parecían entender muy a fondo los conceptos del orador; mas al fin, pueblo de artistas y raza esclavizada, sabían compenetrarse de la emoción que desprendía la voz del párroco. Los ojos melancólicos volvíanse hacia el púlpito, temblaban las manos alargadas al acariciar las cuentas del rosario, y escondida en el último rincón, Rut dejaba caer silenciosas lágrimas sobre el humilde libro de misa.

«¡Ay de vosotros! —seguía declamando el cura—. ¡Ay de vosotros los ricos! ¡Ay de vosotros los que estáis hartos, porque tendréis hambre! ¡Ay de vosotros lo que ahora reís, porque lamentaréis y lloraréis!…»

Todo inútil. Los arizcundarras no parecían darse por enterados. Unos dormían, otros se acordaban de las cosechas o de que olvidaron dar de beber al ganado. ¡Es tan difícil que el montañés se desprenda de la tierra, ni aun estando por medio el Sermón de la Montaña! Ahora, cuando el sacerdote un tanto quemado empezó a aludir directamente al pueblo de Arizcun, sacando a colación su semejanza con los idumeos y moabitas, todos aguzaron el oído, despabilándose en el acto.

El alma aldeana, acostumbrada a la reticencia, aprisiona en seguida los matices más tenues de la conversación. Así es que apenas concluyó la misa, reunidos los viejos
aitonas
, se discutió el sermón con la cachaza y la pausa del buen vasco, intercalando los comentarios entre alusiones tortuosas que parecían no venir a cuento sobre el ganado, pastos y cosechas.

Mas allí estaba Pello el casuístico, decidido a que no se desvirtuase la corriente. Bien sabía él que con sus paisanos era inútil intentar que se despertase la piedad. Junto a un paisaje romántico, los espíritus se endurecen; ante un paisaje duro, el alma se hace esencialmente romántica. Y el contrabandista sabía esto, y otras cosas más hondas acerca de la psicología baztanesa. Toda su dialéctica se encaminó, pues, a demostrar a sus oyentes que las autoridades del valle estaban dispuestas a actuar con energía para concluir con aquel odio infundado hacia el barrio maldito. La Iglesia y el Concejo marchaban en este punto de perfecto acuerdo. Pello había sido siempre muy liberal; se le había elegido por liberal, ¿no? Ante semejante bola, los arizcundarras miraron si el alcalde sonreía; pero él continuaba impávido, proclamando su liberalismo con la frescura de un hayedo de las cumbres…

—Para eso soy alcalde, para modificar las malas costumbres. En todo el valle no hay pueblo que dé escándalo más que Arizcun. Los derechos políticos son iguales en todo el concejo; en Arizcun no. Aquí hay siervos aún; aquí hay un barrio que ni en el Ayuntamiento ni en la Parroquia tiene voz ni voto, y esto lo prohíbe terminantemente la Constitución española…

Ninguno de los oyentes conocía a la tal Constitución que el alcalde tremolaba como un truco de gran efecto. Todos se daban a pensar cuál sería, no la Constitución, sino el móvil soterrado que dictaba tan enérgicas palabras al ejemplar alcalde. A todo esto, Pello seguía perorando serio como un huso, y hermético como buen contrabandista.

—Yo soy, ante todo, un alcalde liberal que no puede consentir estas cosas. El valle del Baztán, y lo mismo el del Roncal, no dieron ningún carlista en la guerra civil. Son los dos valles más ricos de Navarra, y los más liberales por consiguiente. Todos los ricos… son liberales. ¿Y queréis que yo no extirpe nuestras costumbres reaccionarias, atrasadas y feudales? ¡Ay Ené! No, y no. Si antes eran los agotes leprosos, que yo eso no lo sé, allá… las autoridades reaccionarias de la Edad Media. Vosotros podéis seguir despreciándolos; pero mientras yo sea alcalde, la igualdad política es un hecho, lo juro. El credo liberal es el código de la fraternidad humana; no se os olvide—

Gracias a que dieron las doce se cortó la arenga. Rezaron amigablemente las avemarias, y cada cual se fue bien a su casa, bien a la taberna, hasta la hora de vísperas. Apenas Pello entró en su alcoba dejó la vara sobre una silla, y, a pesar de sus años, las piernas trenzaron en el aire el brioso compás del aurresku, mientras murmuraba «Nunca me agradecerá Pedro Mari lo bien que les voy a dar la castaña a estos mutiles de Arizcun…»

Durante muchos domingos, los sermones se sucedieron; las arengas político—legislativas también. Desde el púlpito, sin pronunciar la palabra «agotes», el párroco enviaba ondas de ternura, de piedad y de santo idealismo sobre el rebaño arrodillado junto a la escalerilla del coro. Después Pello remachaba el clavo agote en el Ágora. La táctica genial habría triunfado lo mismo en el Partenón que en el Capitolio; mas en el valle del Baztán era preciso contar con el carácter socarrón de los de Arizcun.

No en vano el párroco y el alcalde tenían sus dudas. La atmósfera estaba muy cargada, podía surgir algún versolari aguafiestas, quizá una pulla ingeniosa. Temían sobre todo a las mujeres de Arizcun, tan prudentes, tan religiosas, tan llenas de amor hacia sus espigadas, sensuales y hermosas vecinas…

A pesar de todo, la intriga se iba desarrollando lentamente, con la suavidad de una barca que se desliza sobre un río libre de presas. Las aguas parecían tranquilas; un domingo, al presentar la ofrenda de la Olada, se colaron tras las mujeres de Arizcun media docena de agotas con Noemí a la cabeza. Ni el más ligero murmullo oyó el párroco. Al mes siguiente murió un agote casi centenario y se le enterró en el cementerio de Arizcun, permitiéndose a la familia decir sus responsos al concluir la misa. Poco después se quitó la pila de agua bendita destinada a los parias; nadie dijo palabra y el alcalde y el cura respiraron satisfechos. A lo que no se atrevieron fue a que los agotes besaran la Paz. Había que ir despacio. Prudencia, que todo vendría a su tiempo.

Conseguir tanto en un par de meses era un verdadero éxito, y al párroco le rezumaba la satisfacción hasta la punta de su roja nariz. Desde el púlpito seguía soltando nuevas homilías, en las que sacaba a relucir las brillantes victorias de los Macabeos sobre sus enemigos gentiles, o la fortaleza de Débora ante los pueblos invasores. Mas el Antiguo Testamento no tuvo mejor fortuna que el Nuevo. Las citas bíblicas corrieron idéntica suerte que la dulce llama de los Evangelios. Los arizcundarras encontraba los sermones demasiado largos, y en vez de dormirse sólo el alguacil, echaban su sueñecito desde el alcalde al último vecino. Ahora, que cualquiera le quitaba al párroco la satisfacción de creer que a fuerza de arengas religiosas había destruido los prejuicios y pulverizado aquellos odios milenarios…

Quien realmente conseguía algo práctico era Pello. Su vara de alcalde iba destrozando las desigualdades legislativas y la dañosa hierba de la rutina medieval. Logró que los agotes bailaran en las eras mezclados a los indígenas. Pudo convencer a los mozos para que admitiesen agotes en sus rondas, o al menos que pagasen igual cantidad que los de Arizcun. Claro que Pello no iba a pedir peras al olmo; hombre práctico ante todo, ahí se detuvo. En las fiestas de agosto, a las que concurren todos los pueblos de la cuenca del Bidasoa y algunos vascofranceses, los agotes se encerraban en su barrio. Tampoco se les autorizó a bailar la danza del pañuelo. Pello sabía ser enérgico y diplomático a la vez. Su vara de alcalde encarnaba la transición histórica…

Llegada la plenitud de los tiempos, como diría el evangelista, es decir, cuando Rut entró en el sexto mes de embarazo, volvieron los tres conspiradores a sus antiguos cabildeos en casa de Pello. Allí se comentaban los triunfos conseguidos y se tanteaba el terreno para un nuevo asalto. Todo ello colacionado con su café bien cargadito y unos puros muy largos que Pedro Mari traía del puerto de Pasajes; ya se sobrentiende que de contrabando. ¡Aunque para contrabando el que se iban a tragar los de Arizcun!, como decía el liberal alcalde, sazonando la frase de alegres y saludables carcajadas.

Sin perjuicio de tanta algazara ninguno de ellos desconocía el peligro que amenazaba al pacífico ex tabernero. Pello Joshepe no se las prometía muy felices ante el momento de aparecer el protagonista, agazapado hasta ahora tras el prestigio de las autoridades. En cambio, el párroco, desbordado por los carriles románticos de la evolución pacífica y cristiana, veía en Echenique al héroe que por medio de un sencillo casamiento podía concluir con la guerra civil latente entre los dos barrios. Y para refrendar su convicción, se apropiaba la frase de César
Alea jacta est
. Había que pasar, no el Rubicón, sino aquel Bidasoa de odios que dividía Arizcun en dos barrios artificiales: el maldito y el puro; uno corrompido y el otro austero…

IV
Rut de Bozate

Arizcun entero vibró al confirmarse el rumor de que Pedro Mari se casaba con Rut, la de Bozate. Hubo unos días de estupor ante aquel caso inaudito; luego los comentarios se encenagaron entre un análisis moral de que no se libraba ni el cura. En medio de la calle, en el hogar, en el frontón o en el mercado, las lenguas trabajaban con febril actividad. Desde luego a estilo de pueblo, esto es, a espaldas de los protagonistas. En las tabernas, sobre todo, se rajaba empleando toda la acritud compatible con el vascuence.

—Ahora —decía un viejo casero con las cartas del mus en alto— se explican aquellos sermones del párroco. ¡A nosotros ya nos cuesta entender, ya! Si Echenique no tendría un cuarto, no se habría podido casar pues. En cambio, como es muy rico, todo está bien…

—¿Y Pello? Tampoco ha trabajado mal, ¿eh? —gritaban desde otra mesa—. No se cansaba de pedir mucha libertad. No es tonto, no; cuanta más libertad haya, más contrabando se podrá pasar…

—¡Quita allá! ¡Valiente cosa hizo Pello! —replicaba un mozo—. La ternera es joven y guapa, y el otro es un buey viejo con mucho dinero. Esa maldita Noemí, esa bruja es la que ha engatusado al indiano. La debíamos quemar…

Dentro del hogar, las mujeres, mientras atizaban la lumbre donde hervía el caldero de la comida, cuidaban también de mantener vivo el otro fuego del odio sagrado y tradicional.

—¡Qué orgullosa estará la agota! —decían—. Ya es una como nosotras; pero si se cree que va a poder vivir en Arizcun se lleva chasco. Eso, los hombres no lo podéis consentir. Hay que defender la religión de nuestros mayores, las costumbres de nuestros padres, la honra de Arizcun puesta en entredicho por ese tabernero traidor. Y si no, desaparecerá el pueblo y desaparecerá el valle, y todos seremos iguales: gitanos, agotes y baztaneses…

Los hombres no se indignaban gran cosa. Oían los lamentos rascándose sosegadamente la cabeza, conforme al hábito ancestral heredado de los abuelos. Alguno se aventuraba a darles prudentes consejos: «Debían ser razonables; eso era cosa de las autoridades; los vecinas no podían meterse en nada…»

Entonces las mujeres volvían a la carga amenazando con la anarquía del hogar, la guerra entre las familias y el derrumbamiento del valle. Arizcun era un hervidero, ahora que un hervidero legal. Ni una riña, ni un grito, ni la menor estridencia —como diría Pello— contra la santa legislación. Se acataba todo mansamente, pero de todo se murmuraba; desde lo divino, personificado en el párroco, hasta lo demasiado humano, simbolizado en el redondo vientre de Rut. Se decían pestes de las autoridades, de la pasividad de los vecinos, de la honradez de los protagonistas y de sus encubridores amigotes. Se adulteraba la biografía del ajamonado viudo, presentándole excesivamente tonto o excesivamente listo. Nadie buscaba en el amor los móviles de aquella aproximación de dos barrios enemigos; nadie veía el agua clara del manantial, sino el légamo inconfesable, la broza y el fango de un río desbordante de malas pasiones.

En un paisaje reseco esta excitación de odios habría traído fatalmente la algara y el derramamiento de sangre. Mas en Arizcun llueve mucho; aquí todo es tierno, jugoso, pacífico, hasta los sentimientos, hasta la calumnia. Con razón decía Pello: «¡Ya se cansarán de hablar!»

No se cansaron, sin embargo; pues también aquí es todo constante, como la lluvia. Cada semana surgía un nuevo episodio bastante para alimentar vivo el fuego sagrado de la murmuración. La entrevista de Pello con su hermana sirvió de pasto durante muchos días. Se sabía algo y se fantaseó más. Pedro

Mari había querido comprarles el caserío a cualquier precio; el cuñado dudaba; en cambio la hermana se revolvió hecha una víbora, negándose a venderle ni un palmo del terreno.

—Bastante nos has deshonrado —le escupió—, ¡Vete de una vez al maldecido barrio; en Arizcun no has de encontrar quien te dé un árbol para ahorcarte!…

Ahí era donde le dolía a Echenique. Su amor propio le mandaba ser precisamente vecino de este pueblo; pasear su mestizo amor ante las narices de la sacerdotal Arizcun. Y esto pasaba de la raya. El plan de Pello Joshepe fue siempre que los novios fuesen a vivir a Elizondo, por ejemplo, y ahora Noemí y Pedro Mari se oponían. Había que vivir en Arizcun, ¡no faltaría más!… Rut callaba y cosía pañales—

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