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Authors: Elaine Cunningham

El bastión del espino (38 page)

BOOK: El bastión del espino
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Dag había elegido ser lo que era. Disfrutaba de un gran poder, otorgado por un dios malévolo y ejercido de un modo que un hombre como sir Gareth jamás habría podido concebir. Y pretendía conseguir más de lo mismo, utilizando los mismos métodos, o peores, si se daba el caso. Lo que era, lo había elegido. Y sabía cómo era. Su vida se regía por una honestidad básica que sir Gareth ni siquiera podía empezar a comprender ni imitar.

Mientras Dag apartaba la esfera, una sonrisa irónica le curvó los labios al darse cuenta de que, al menos en aquel asunto, él poseía más virtud que un hombre elogiado como uno de los grandes caballeros de Tyr.

Para Bronwyn, los tres días de viaje de regreso transcurrieron con demasiada rapidez. Pasaba muchas horas con la pequeña Cara, respondiendo a su, en apariencia, interminable serie de preguntas. La chiquilla tenía una profunda curiosidad por el mundo y cuando escuchaba los relatos de Bronwyn se pintaba en su rostro su anhelo por descubrir lugares lejanos.

La verdad era que Cara tenía más cosas con las que ocupar su tiempo. Jugaba con los cinco niños enanos, y se defendía sorprendentemente bien en peleas y discusiones con los pequeños, mucho más fuertes que ella. Ebenezer también parecía mostrar un interés especial por la niña, y se pasaba horas contándole historias de sus aventuras y respondiendo a sus preguntas. Llegó incluso a tallarle una muñeca de un pedazo de madera; una muñeca con las orejas ligeramente puntiagudas cuyas articulaciones estaban unidas y conectadas con cuerdas, de modo que pudiese moverlas. Bronwyn, que lo pilló cosiendo un pedazo de vela para hacerle ropa, hizo un comentario sobre lo bien que quedaba la muñeca y de inmediato deseó haberse quedado callada. El enano le recordó la conveniencia de meterse en sus propios asuntos con una sarta de imprecaciones que en parte sirvieron para cubrir el embarazo que le había causado que lo pillaran con las manos en la labor y el corazón enternecido.

Para su sorpresa, Bronwyn descubrió que disfrutaba estando con Cara. Nunca había tratado con niños, ni siquiera cuando ella misma era niña, pero le complacía la curiosidad de la chica, aprobaba su tozudez y admiraba su entereza. Cuando las islas exteriores que protegían la bahía de Aguas Profundas aparecieron en el horizonte, Bronwyn había decidido ya que, si algún día tenía una hija, le haría feliz que se pareciese a Cara.

Pero Cara tenía una familia propia, un padre que casi con toda probabilidad era pariente de Bronwyn. La necesidad que ambas tenían de encontrarlo se intensificaba en Bronwyn como si fuera una fiebre.

Por desgracia, Cara era de poca ayuda. Sólo conocía a su padre por el nombre de «Doon» y la descripción que dio de él era la que cabía esperar de cualquier semielfa de nueve años: era un adulto. Tenía el pelo negro. Era grande.

No era mucho, para empezar.

Sí que tenía muchas cosas más que contar del hombre que la había secuestrado de la única casa que nunca había conocido. Tenía una espada, que había usado para matar a sus padres adoptivos. Era un hombre alto, con el pelo rubio muy corto. Montaba un caballo blanco y lucía una túnica con una marca azul en el pecho. Siguiendo las indicaciones de Bronwyn, Cara intentó hacer un dibujo del símbolo, pero el garabato apenas les aclaró nada. Habían cabalgado durante mucho tiempo y se habían detenido en una casa hermosa. Después de eso, Cara no recordaba nada. Se había quedado dormida y se había despertado en la bodega del barco con un fuerte dolor de cabeza y el estómago dolorosamente vacío. Bronwyn, que escuchaba las explicaciones con tácita rabia, supuso que la chiquilla había sido drogada. Prometió en silencio encontrar a quien había hecho eso y asegurarse de que no pudiese condenar a más chiquillos a aquellos momentos que a ella le había tocado sufrir.

Al final, el
Narval
entró en la bahía por el paso situado más hacia el sur, más allá del faro conocido como la Torre de la Antorcha Este: un cono de granito blanco, alto y estilizado, que centelleaba como indicaba su nombre. Bronwyn habría preferido entrar por el acceso norte porque los impuestos de la bahía eran un poco más económicos y, además, habrían estado mucho más cerca de su tienda, pero el capitán Orwig se negó en redondo a acercarse a un lugar conocido como la Torre de la Perdición de los Contrabandistas.

Un par de pequeños botes salieron a recibirlos a la entrada, cruzada por una cadena, y una mujer ataviada con el uniforme negro y dorado de la Vigilancia pidió subir a bordo. Al oír eso, el capitán ogro dejó los colmillos al descubierto en una mueca de desprecio e hizo un gesto para desenvainar su daga, pero antes de que pudiese hablar, Bronwyn lo cogió del brazo e hizo un gesto para que mirara el agua por detrás de los botes. Orwig siguió el rumbo de su mirada y una expresión de derrota se adueñó de sus diminutos ojos rojos. Varias cabezas rompían la superficie del agua aquí y allí y se deslizaban sombras de formas vagamente humanas alrededor del barco: eran tritones, dispuestos a ayudar a las autoridades si era preciso. Orwig valoraba demasiado su barco para arriesgarse a que se lo hundieran.

—Permiso concedido —accedió de mala gana y, tras lanzar una mirada a Bronwyn para dejar todo el asunto en sus manos, se alejó.

Bronwyn se encargó de detallar su cargamento y, en nombre de Orwig, pagó la tasa con parte de las monedas que habían encontrado en el barco de esclavos. Escribió una nota para pagar el impuesto del muelle, comprometiéndose a liquidar la deuda con el capitán del puerto en el plazo de tres días. Bajaron la cadena y permitieron que el
Narval
se introdujese en la bahía. Para complacer al capitán Orwig, que se encontraba a todas luces incómodo en aquel puerto, Bronwyn solicitó que dejaran atracar al barco en el muelle más cercano.

En menos de una hora, los pasajeros habían desembarcado en un muelle pequeño, con la superficie recubierta de percebes, justo al lado de la calle del Cedro. El
Narval
volvió a zarpar con tanta prisa que el último enano en desembarcar estaba todavía en la pasarela cuando se puso en marcha. El enano se precipitó en el agua de la bahía con un estruendoso chapoteo y se hundió como un hacha. Cuatro tritones consiguieron arrastrarlo hasta la superficie, aunque sudaron de lo lindo para cumplir su cometido. Un bracero sonriente lanzó una cuerda al agua. Contentos de encontrar algo para hacer, una docena de miembros del clan Lanzadepiedra agarraron la cuerda y fueron tirando de ella con tanto entusiasmo que el infortunado enano salió despedido del agua y aterrizó de panza sobre el malecón.

En cuanto se calmaron los ánimos tras aquel pequeño incidente, los enanos se apiñaron en el muelle y se quedaron contemplando con ojos embobados la ajetreada escena que los rodeaba, así como las atestadas y estrechas callejuelas que había más allá. Por una vez, los cincuenta enanos se quedaron callados y sus voces, en perpetua discusión, se acallaron ante la admiración que les causaba la ciudad.

—Tienes que perdonarlos —murmuró Ebenezer a Bronwyn—. Yo soy la única persona que ha salido a menudo de los dominios del clan. El resto, bueno, podría decirse que son como peces fuera del agua.

—Cuanto antes los instalemos, mejor —corroboró Bronwyn. Detuvo a un hombre alto y calvo que llevaba la insignia de la Cofradía de Transportistas bordada en la casaca. Tras un breve regateo, alquiló tres carromatos para llevar a los enanos a través de la ciudad hasta su tienda.

—Podríamos haber ido andando —se quejó Ebenezer en cuanto estuvieron instalados en un carromato de madera cerrado que despedía un fuerte olor a pescado y queso rancio.

—¿Cincuenta enanos en marcha por el distrito de los Muelles? —se burló—.

Parecería casi una invasión. No necesitamos atraer tanto la atención.

El enano meditó la respuesta, y luego accedió a regañadientes.

—¿Cuál es tu plan, entonces?

—Por ahora, iremos a mi tienda. Luego, enviaré a unos cuantos mensajeros para pedir algunos favores. Conseguiremos un alojamiento tranquilo para todos.

Ebenezer miró a sus espaldas y vio que dos de los chiquillos enanos se habían enzarzado en una pelea a puñetazos.

—No será fácil.

Tal como les habían indicado, los conductores dejaron a los enanos en el callejón de atrás de El Pasado Curioso. A pesar de las súplicas de Bronwyn para que actuaran con discreción, los enanos recorrieron la estrecha callejuela con gran estrépito, sintiéndose más a gusto en aquel pasillo que parecía un túnel de lo que se habían sentido durante muchos días.

Se precipitaron en El Pasado Curioso como si fueran una plaga de cuervos. La respuesta de Alice dejó atónita a Bronwyn. La gnoma sacó una espada de debajo del mostrador y una pistola y se plantó ante la primera pareja de enanos que había en la puerta.

—No pasaréis —aseguró con tanta convicción que Bronwyn creyó lo que decía—.

Id a saquear otro sitio.

—¡Alice, soy yo! —gritó Bronwyn por encima de las cabezas de los enanos—. No pasa nada. Vienen conmigo.

Los ojos de la gnoma estuvieron a punto de salírsele de las órbitas.

—¿Todos?

Bronwyn alzó las manos en un gesto de impotencia, consciente de que le estaba pidiendo demasiado a la gnoma. Los delicados hombros de Alice se alzaron y descendieron al compás de un suspiro, pero se apartó de la puerta.

Los enanos se precipitaron al interior, con los ojos abiertos como platos ante las maravillas que veían alrededor.

—Vaya botín —musitó Tarlamera con envidiosa admiración mientras cogía un brazalete con incrustaciones de piedras preciosas. En vez de deslizárselo por la muñeca, pasó los dedos a través de la abertura y cerró el puño de modo que las piedras aumentaban el tamaño de sus nudillos. Alzó el puño para admirar el efecto—. Muy bonito. ¿Es tuyo, gnoma?

—¡Yo diría que no! Esta pieza fue encargada por lady Galinda Raventree.

Los ojos de Tarlamera centellearon.

—¿Crees que es posible que quiera hacer uno o dos asaltos? Tanto tiempo sentada en ese barco me ha dejado un poco inquieta y con ganas de divertirme.

La imagen de la reina de hierro de la sociedad enzarzada en una batalla contra la enana hizo que Bronwyn esbozara una maliciosa sonrisa. Pagaría gustosa por ver un combate semejante.

—Alice, ¿por qué no vas al mercado a comprar algo para nuestros invitados? Un poco de pan y carne, y un barril de cerveza. Di que te lo traigan.

—Desde luego, no pienso volver cargada —gruñó la gnoma. Luego, cogió el chal que tenía colgado en un gancho y se marchó, supuso Bronwyn que aliviada.

Uno de los chiquillos empezó a subirse por un estante en busca de un hacha que había llamado su atención, pero una lustrosa y negra forma emergió de las sombras y aterrizó en su hombro.

—¡Piénsatelo! —advirtió
Gatuno
.

El joven enano soltó un chillido y se precipitó al suelo. El cuervo aleteó en el aire y fue a posarse en una urna alta.

—¡Habla! —exclamó, encantada, una hembra enana mientras señalaba con uno de sus rollizos dedos al cuervo. En sus ojos centelleó un deseo de combate y se acercó a
Gatuno
—. Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que me zampé un ave asada — aseguró en tono desafiante.

El cuervo se quedó mirándola.

—¡Piénsatelo!

Los enanos prorrumpieron en carcajadas.

—Quizá podamos seguirle el juego un rato, Morgalla, si haces la preguntas oportunas —intervino Ebenezer.

Ella se encogió de hombros y sonrió, antes de mirar a su alrededor y toquetear una larga cadena de perlas rosáceas que había expuesta en un busto de madera.

Se pasaron una hora la mar de entretenidos contemplando los objetos de la tienda e intercambiando insultos con el cuervo. En el preciso instante en que unos cuantos empezaban a inquietarse, Alice regresó con media docena de porteadores y el refrigerio que le habían encargado.

En cuanto el primer barril tocó el suelo, aparecieron enanos de todos los rincones de la tienda y fueron pillando todo cuanto les venía a mano: jarras de plata o copas con incrustaciones de piedras. La gnoma creyó morir al ver la indiferencia con que cogían los tesoros que con tanto celo guardaba.

—Podemos contratar a alguien que nos ayude a limpiarlo todo —le dijo Bronwyn.

—Si te queda dinero —le espetó Alice mientras hacía un gesto en dirección a sus visitantes, que estaban dando buena cuenta del montón de comida. Dos de los enanos estaban abriendo ya el tercer barril.

Ebenezer debía de estar pensando en lo mismo porque intervino.

—No dudes que pagaré hasta la última moneda de cobre —prometió en voz baja—. Dime qué puedo hacer para ayudarlos a que se ganen el sustento.

Bronwyn echó una ojeada a Cara, que estaba jugueteando con
Gatuno
y canturreando por lo bajo. Se le conmovió el corazón ante la imagen de la chiquilla con el cuervo, que estaba encantado con las caricias.

—Hay enanos en la ciudad, pero para el tipo de trabajo que vuestro clan puede hacer siempre hay demanda. Conozco gente que puede proporcionarnos todo lo que necesitamos.

—Tendrás un montón de amigos, si crees que puedes colocar a toda esta pandilla —comentó Ebenezer.

—Es una forma de hablar. —Aquello le hizo pensar en un asunto en el que Bronwyn había estado pensando los últimos días. A bordo del barco se había dado cuenta de que tendría que recurrir a los recursos de los Arpistas para instalar a todos aquellos enanos. Confiar a alguien que pertenecías a esa organización secreta estaba prohibido, salvo en casos de extrema gravedad o a amigos de mucha confianza. Aunque hacía relativamente poco que conocía a Ebenezer, lo contaba entre sus mejores amigos, así que decidió confiar en el enano.

Lo cogió del brazo y lo condujo a un rincón donde reinaba una calma relativa.

—¿Qué sabes de los Arpistas?

Ebenezer frunció el entrecejo y soltó un escupitajo, que fue a parar a la escupidera de bronce de la entrada con precisión y estrepitosa fuerza.

—Nada bueno. Por lo que he oído, no suelen ocuparse de sus asuntos.

—Eso es bastante cierto —repuso ella, dubitativa—. Pero son muy buenos recopilando información y transmitiéndola. Si me pongo en contacto con los Arpistas adecuados aquí en la ciudad, mañana a mediodía tendré a todos los miembros de tu clan trabajando como herreros de espadas, joyeros o panaderos. Sean cuales sean sus especialidades, les encontraremos trabajo.

—¿Cómo sabremos a quién acudir...? —El enano se interrumpió, con expresión recelosa—. Tú eres uno de ellos.

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