El beso de la mujer araña (6 page)

BOOK: El beso de la mujer araña
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—…

—¿Te gustó?

—Sí…

—¿Mucho o poco?

—Me da lástima que se terminó.

—Pasamos un buen rato, ¿no es cierto?

—Sí, claro.

—Me alegro.

—Yo estoy loco.

—¿Qué te pasa?

—Me da lástima que se terminó.

—Y bueno, te cuento otra.

—No, no es eso. Te vas a reír de lo que te voy a decir.

—Dale.

—Que me da lástima porque me encariñé con los personajes. Y ahora se terminó, y es como si estuvieran muertos.

—Al final, Valentín, vos también tenés tu corazoncito.

—Por algún lado tiene que salir… la debilidad, quiero decir.

—No es debilidad, che.

—Es curioso que uno no puede estar sin encariñarse con algo… Es… como si la mente segregara sentimiento, sin parar…

—¿Vos creés?

—… lo mismo que el estómago segrega jugo para digerir.

—¿Te parece?

—Sí, como una canilla mal cerrada. Y esas gotas van cayendo sobre cualquier cosa, no se las puede atajar.

—¿Por qué?

—Qué sé yo… porque están rebalsando ya el vaso que las contiene.

—Y vos no querés pensar en tu compañera.

—Pero es como si no pudiese evitarlo,… porque me encariño con cualquier cosa que tenga algo de ella.

—Contame un poco cómo es.

—Daría… cualquier cosa por poder abrazarla, aunque fuera un momento sólo.

—Ya llegará el día.

—Es que a veces pienso que no va a llegar.

—Vos no estás a cadena perpetua.

—Es que a ella le puede pasar algo.

—Escribile, decile que no se arriesgue, que vos la necesitás.

—Eso nunca. Si vas a pensar así nunca vas a poder cambiar nada en el mundo.

—¿Y vos te creés que vas a cambiar el mundo?

—Sí, y no importa que te rías. … Da risa decirlo, pero lo que yo tengo que hacer antes que nada… es cambiar el mundo.

—Pero no podés cambiarlo de golpe, y vos solo no vas a poder.

—Es que no estoy solo, ¡eso es!… ¿me oís?… ahí está la verdad, ¡eso es lo importante! … En este momento no estoy solo, estoy con ella y con todos los que piensan como ella y yo, ¡eso es!,… y no me lo tengo que olvidar. Es ésa la punta del ovillo que a veces se me escapa. Pero por suerte ya la tengo. Y no la voy a soltar. …Yo no estoy lejos de todos mis compañeros, ¡estoy con ellos!, ¡ahora, en este momento!…, no importa que no los pueda ver.

—Si así te podés conformar, fenómeno.

—¡Mirá que sos idiota!

—Qué palabras…

—No seas irritante entonces… No digas eso, como si fuese yo un iluso que se engaña con cualquier cosa, ¡sabés que no es así! No soy un charlatán que habla de política en el bar, ¿no?, la prueba es que estoy acá, ¡no en un bar!

—Perdoname.

—Está bien…

—Me ibas a contar de tu compañera y no me contaste más nada.

—No, mejor nos olvidamos de eso.

—Como quieras.

—Aunque no tendría por qué no hablar. No me tiene que hacer mal hablar de ella.

—Si te hace mal no…

—No me tiene que hacer mal… Lo único que mejor no te digo es el nombre.

—Yo ahora me acordé el nombre de la artista que hace de arquitecta.

—¿Cómo es?

—Jane Randolph.

—Nunca la oí nombrar.

—Es de hace mucho, del cuarenta, por ahí. A tu compañera le podemos decir Jane Randolph.

—Jane Randolph.

—Jane Randolph en…
El misterio de la celda siete.

—Una de las iniciales le va…

—¿Cuál?

—¿Qué querés que te cuente de ella?

—Lo que quieras, el tipo de chica que es.

—Tiene veinticuatro años, Molina. Dos menos que yo.

—Trece menos que yo.

—Siempre fue revolucionaria. Primero le dio por… bueno, con vos no voy a tener escrúpulos… le dio por la revolución sexual.

—Contame por favor.

—Ella es de un hogar burgués, gente no muy rica, pero vos sabés, desahogada, casa de dos pisos en Caballito. Pero toda su niñez y juventud se pudrió de ver a los padres destruirse uno al otro. Con el padre que engañaba a la madre, pero vos sabés lo que quiero decir…

—No, ¿qué querés decir?

—La engañaba al no decirle que necesitaba de otras relaciones. Y la madre se dedicó a criticarlo delante de la hija, se dedicó a ser víctima. Yo no creo en el matrimonio, en la monogamia más precisamente.

—Pero qué lindo cuando una pareja se quiere toda la vida.

—¿A vos te gustaría eso?

—Es mi sueño.

—¿Y por qué te gustan los hombres entonces?

—Qué tiene que ver… Yo quisiera casarme con un hombre para toda la vida.

—¿Sos un señor burgués en el fondo, entonces?

—Una señora burguesa.

—Pero ¿no te das cuenta que todo eso es un engaño? Si fueras mujer no querrías eso.

—Yo estoy enamorado de un hombre maravilloso, y lo único que quisiera es vivir al lado de él toda la vida.

—Y como eso es imposible, porque si él es hombre querrá a una mujer, bueno, nunca te vas a poder desengañar.

—Seguí con lo de tu compañera, no tengo ganas de hablar de mí.

—Y bueno, como te decía, a… ¿cómo se llamaba?

—Jane. Jane Randolph.

—A Jane Randolph la criaron para ser una señora de su casa. Lecciones de piano, francés, y dibujo, y terminado el liceo la Universidad Católica.

—¡Arquitectura!, por eso la asociabas.

—No, Sociología. Ya ahí empezó el lío en la casa. Ella quería ir a la facultad estatal pero la hicieron inscribir en la Católica. Ahí conoció a un pibe, se enamoraron y tuvieron relaciones. El muchacho vivía también con los padres pero se fue de la casa, se empleó de telefonista nocturno y tomó un departamento chico, y ahí empezaron a pasar todo el día.

—Y no estudiaron más.

—Ese año estudiaron menos, al principio, pero después ella sí estudió mucho.

—Pero él no.

—Exacto, porque trabajaba. Y un año después Jane se fue a vivir con él. En la casa de ella hubo lío al principio pero después se conformaron. Pensaron que como los pibes se querían tanto se iban a casar. Y el pibe se quería casar. Pero Jane no quería repetir ningún esquema viejo, y tenía desconfianza.

—¿Abortos?

—Sí, uno. Eso la afianzó más en vez de deprimida. Vio claro que si tenía un hijo ella misma no iba a poder madurar, no iba a poder seguir una evolución. Su libertad iba a quedar limitada. Entró a trabajar en una revista como redactora, como informante mejor dicho.

—¿Informante?

—Sí.

—Qué palabra fea.

—Es un trabajo más fácil que el de redactor, en general vas a la calle a buscar la información que después se va a usar para los artículos. Y ahí conoció a un muchacho de la sección política. Sintió enseguida que lo necesitaba, que la relación con el otro estaba estancada.

—¿Por qué estancada?

—Ya se habían dado todo lo que podían. Se tenían mucho apego, pero eran demasiado jóvenes para quedarse en eso, no sabían bien todavía… lo que querían, ninguno de los dos. Y… Jane, le propuso al pibe una apertura de la relación. Y el pibe aceptó, y ella empezó a verse con el compañero de la revista también.

—¿Seguía durmiendo en casa del pibe?

—Sí, y a veces no. Hasta que se fue a vivir del todo con el redactor.

—¿De qué tendencia era el redactor?

—De izquierda.

—Y le inculcó todo a ella.

—No, ella siempre había sentido la necesidad del cambio. Bueno, sabés que es tarde, ¿no?

—Ya las dos de la mañana.

—Mañana te la sigo, Molina.

—Sos vengativo.

—No, pavote. Estoy cansado.

—Yo no. No tengo nada de sueño.

—Hasta mañana.

—Hasta mañana.

....................................................

—¿Te dormiste?

—No, te dije que no tenía sueño.

—Yo estoy un poco desvelado.

—Dijiste que tenías sueño.

—Sí, pero después me quedé pensando, porque te dejé colgado.

—¿Me dejaste colgado?

—Sí, no te seguí conversando.

—No te preocupes.

—¿Te sentís bien?

—Sí.

—¿Y por qué no dormís?

—No sé, Valentín.

—Mirá, yo sí tengo un poco de sueño y me voy a dormir enseguida. Y para que vos agarres el sueño te tengo una solución.

—¿Cuál?

—Pensá en la película que me vas a contar.

—Fenómeno.

—Pero que sea buena, como la pantera. Elegila bien.

—Y vos me vas a contar más de Jane.

—No, eso no sé… Hagamos una cosa: cuando yo sienta que te pueda contar algo te lo voy a contar con todo gusto. Pero no me lo pidas, yo solo te voy a sacar el tema. ¿De acuerdo?

—De acuerdo.

—Y ahora pensá en la película.

—Bueno.

—Chau.

—Chau.

III

—Estamos en París, hace ya unos meses que los alemanes la tienen ocupada. Las tropas nazis pasan bien por el medio del Arco del Triunfo. En todas partes, como en las Tullerías y esas cosas, está flameando la bandera con la cruz esvástica. Desfilan los soldados, todos rubios, bien lindos, y las chicas francesas los aplauden al pasar. Hay una tropa de pocos soldados que va por una callecita típica, y entra en una carnicería, el carnicero es un viejo de nariz ganchuda, con la cabeza en punta, y un gorrito ahí en el casco puntiagudo.

—Como un rabino.

—Y cara de maldito. Y le viene un miedo bárbaro cuando ve a los soldados que entran y le empiezan a revisar todo.

—¿Qué le revisan?

—Todo, y le encuentran un sótano secreto lleno de mercaderías acaparadas, que por supuesto vienen del mercado negro. Y se junta la chusma afuera del negocio, sobre todo amas de casa, y franceses con gorra, con pinta de obreros, que comentan el arresto del viejo atorrante, y dicen que en Europa ya no va a haber hambre, porque los alemanes van a terminar con los explotadores del pueblo. Y cuando salen los soldados nazis, al muchacho que los dirige, un teniente jovencito, con cara de muy bueno, una vie- jita lo abraza, y le dice gracias hijo, o algo así. Pero a todo esto había una camioneta que venía por esa callecita, pero uno que va al lado del que maneja al ver a los soldados o a la gente amontonada le dice al chofer que pare. El chofer tiene una cara de asesino bárbara, medio bizco, cara entre de retardado y de criminal. Y el otro, que se ve que es el que manda, mira para atrás y acomoda una loneta que tapa lo que llevan de carga, que es comida acaparada. Y dan marcha atrás y se escapan de ahí, hasta que el que manda se baja de la camioneta y entra en un bar típico de París. Es un rengo, tiene uno de los zapatos con una plataforma altísima, con un remache muy raro, de plata. Habla por teléfono para avisar del agiotista que cayó preso, y cuando va a colgar como saludo dice viva el maquis, porque son todos del maquis.

—¿Y vos dónde la viste?

—Acá en Buenos Aires, en un cine del barrio de Belgrano.

—¿Y daban películas nazis antes?

—Sí, yo era chico pero durante la guerra venían las películas de propaganda. Pero yo las vi después, porque a esas películas las seguían dando.

—¿En qué cine?

—En uno chiquito que había en la parte más alemana del barrio de Belgrano, la parte que era toda de casas grandes con jardín, en la parte de Belgrano no que va para el río, la que va para el otro lado, para Villa Urquiza, ¿viste? Hace pocos años lo tiraron abajo. Mi casa está cerca, pero del lado más chusma.

—Seguí con la película.

—Bueno, de golpe se ve un teatro bárbaro de París, de lujo, todo tapizado de terciopelo oscuro, con barrotes cromados en los palcos y escaleras y barandas también siempre cromadas. Es de music-hall, y hay un número musical con coristas nada más, de un cuerpo divino todas, y nunca me voy a olvidar porque de un lado están embetunadas de negro y cuando bailan tomándose de la cintura y las enfoca la cámara parecen negras, con una pollerita hecha toda de bananas, nada más, y cuando los platillos dan un golpe muestran el otro lado, y son todas rubias, y en vez de las bananas tienen unas tiritas de strass, y nada más, como un arabesco de strass.

—¿Qué es el strass?

—No te creo que no sepas.

—No sé que es.

—Ahora está otra vez de moda, es como los brillantes, nada más que sin valor, pedacitos de vidrio que brillan, y con eso se hacen tiras, y cualquier tipo de joya falsa.

—No pierdas tiempo, contame la película.

—Y cuando termina ese número queda el escenario todo a oscuras hasta que por allá arriba una luz se empieza a levantar como niebla y se dibuja una silueta de mujer divina, alta, perfecta, pero muy esfumada, que cada vez se va perfilando mejor, porque al acercarse va atravesando colgajos de tul, y claro, cada vez se la va pudiendo distinguir mejor, envuelta en un traje de lamé plateado que le ajusta la figura como una vaina. La mujer más más divina que te podés imaginar. Y canta una canción primero en francés y después en alemán. Y ella está en lo alto del escenario y de repente a los pies de ella como un rayo se enciende una línea recta de luz, y va dando pasos para abajo y a cada paso, ¡paf! una línea más de luz, y al final queda el escenario todo atravesado de estas líneas, que en realidad cada línea era el borde de un escalón, y se formó sin darte cuenta una escalera toda de luces. Y en un palco hay un oficial alemán joven, no tan joven como el teniente del principio, pero muy buen mozo también.

—Rubio.

—Sí, y ella es morocha, blanquísima pero de pelo renegrido.

—¿Cómo es de cuerpo?, ¿flaca o bien formada?

—No, es alta pero bien formada, aunque pechugona no, porque en esa época se usaba la silueta llovida. Y al saludar se cruzan las miradas con el oficial alemán. Y cuando va al camarín encuentra un ramo hermoso de flores, sin tarjeta. Y en eso le golpea la puerta una de las coristas rubias, bien francesa. Bueno, lo que no te dije es que lo que cantó fue algo muy raro, a mí me da miedo cada vez que me acuerdo de esa pieza que canta, porque cuando la canta está como mirando fijo en el vacío, y no con mirada de felicidad, no te vayas a creer, no, está asustada, pero al mismo tiempo no hace nada por defenderse, está como entregada a lo que le va a pasar.

—¿Y qué es lo que canta?

—No tengo idea, una canción de amor, seguro. Pero a mí me impresionó. Bueno, y en el camarín una de las coristas rubias viene toda ilusionada y le cuenta lo que le pasa, porque quiere que sea ella, la artista que más admira, la primera que sepa lo que le está pasando. Es que va a tener un hijo. Y claro, la cancionista, que se llama Leni, nunca me voy a olvidar, se alarma porque sabe que la chica es soltera. Pero la otra le dice que no se preocupe, que el padre del bebé es un oficial alemán, un muchacho joven que la quiere mucho y van a arreglar todo para casarse. En eso el semblante se le nubla un poco a la corista, y le dice a Leni que tiene miedo de otra cosa. La Leni le pregunta si cree que el muchacho la va a dejar. La chica le dice que no, que tiene miedo de otra cosa. Leni le pregunta de qué, pero la chica le dice que de nada, de tonterías, y se va. Entonces Leni se queda sola y piensa si ella podría querer a un invasor de su patria, y se queda pensando… y por ahí ve las flores que le han mandado, y pregunta a su mucama personal qué son esas flores, y resulta que son de los Alpes alemanes traídas especialmente a París, carísimas. A todo esto la corista rubia va por las calles de París, unas calles oscuras de noche por tiempos de guerra, pero mira para arriba y ve que en el último piso de un edificio antiguo de departamentos hay luz, y se le ilumina la cara con una sonrisa. Tiene un relojito antiguo, ella, como prendedor sobre el pecho, y lo mira y ve que es justo la medianoche. Entonces se abre una ventana ahí donde hay luz y se asoma el mismo muchacho del principio, el tenien- tito alemán, y le sonríe con una cara de enamorado perdido, y le tira la llave, que cae en el medio de la calle. Y ella va a levantarla. Pero desde el principio que se vio esa calle había pasado como una sombra. No, había un auto estacionado cerca, y en la oscuridad apenas se entrevé que hay alguien en ese auto. ¡No, ahora me acuerdo!, cuando la chica va caminando por ese barrio le parece que alguien la sigue, y es un paso raro lo que se oye, primero una pisada y después algo que se arrastra.

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