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Authors: Nalini Singh

Tags: #Fantástico, infantil y juvenil, romántico

El beso del arcángel: El Gremio de los Cazadores 2 (36 page)

BOOK: El beso del arcángel: El Gremio de los Cazadores 2
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—Algunos, por lo que parece, se ven más favorecidos que otros. —Rafael deslizó las manos por sus brazos antes de estrecharla contra su pecho—. Mañana por la mañana me reuniré con la Cátedra. Ten mucho cuidado cuando pasees por los alrededores... Puede que a Lijuan le parezca divertido enviar a uno de ellos contra ti.

—¿Quién es mi guardaespaldas?

—Aodhan. —Una pausa—. No te hace gracia.

—No me hace ninguna gracia necesitar que me protejan.

—Es preciso.

—Por ahora.

Una tranquilidad peligrosa. Elena supo que esta sería una batalla que tendría que luchar de nuevo. Eso podía soportarlo... y también Rafael, pensó.

—Elegiste a una guerrera, ¿lo recuerdas?

Un beso en esa piel sensible situada justo por debajo de su oreja.

—Y tú elegiste a un arcángel.

Siempre había sabido que Rafael no sería un amante fácil. No obstante, ella tampoco lo era.

—Nunca he entrenado contigo. —Una invitación juguetona—. ¿Te gustan los cuchillos?

Un leve asomo de sonrisa apareció en los labios que rozaron el mismo lugar que tantas veces habían atormentado.

—Danzaremos con espadas después del baile.

Resultaba difícil pensar con él tan cerca y la belleza de la Ciudad Prohibida más abajo.

—No has traído a muchos hombres contigo. —Jason había volado con ellos, y también Aodhan, pero ellos solo eran dos de los Siete.

—Si la cosa acaba en una batalla, será demasiado tarde.

Elena terminó de hacerse ese elegante moño francés que Sara le había enseñado (con los escurridizos mechones sujetos con lo que le parecían quinientas horquillas) y se examinó en el espejo. El vestido azul hielo de manga corta no tenía espalda, le llegaba a medio muslo (con aberturas a ambos lados) y, a pesar de que el tejido estaba cuajado de incrustaciones de cristal, se pegaba a su cuerpo como una segunda piel. Había fulminado al sastre con la mirada la primera vez que se lo mostró, pero el vampiro no era ningún idiota. Si se combinaba con unas botas altas ajustadas y unas mallas, siempre de color negro, una pasaba de ser una bonita acompañante a ser una elegante asesina, ya que le daba libertad de sobra para moverse.

Sintió unas manos cálidas sobre las caderas.

—Perfecta. —La pasión hambrienta que destilaba esa única palabra se deslizó sobre su cuerpo como una caricia perezosa. Sus pezones se irguieron contra la suavidad del tejido.

—Falta el maquillaje —gimoteó ella.

Rafael aflojó las manos lo suficiente como para que ella pudiera aplicarse unos polvos bronceadores en los pómulos y la máscara de pestañas en los ojos. Al abrir la cajita que venía con la ropa, Elena encontró una barra de labios. Le quitó la tapa y descubrió que tenía un tono rojo intenso.

—Esto no es de mi estilo.

—Considéralo una especie de camuflaje —dijo Rafael, que volvió a estrecharla contra su cuerpo semidesnudo y apretó la polla contra su espalda. Las alas de Elena ardían con la más erótica de las sensaciones—. Algo que te permitirá pasar desapercibida en el territorio enemigo.

—No me parezco en nada a los vampiros o los ángeles que he visto ahí fuera. —Su vestido-túnica no era comedido en modo alguno. Y luego estaban los cuchillos. Por no mencionar la pistola. No obstante, esa noche los llevaba ocultos, una molestia que no tenía por qué haberse tomado después de los jueguecitos de Lijuan. Pero estaba aprendiendo a elegir sus batallas—. Yo no sabría cómo mover un abanico ni aunque me dieras con uno en la cabeza.

—No, tú eres una cazadora. —Una mirada tan tórrida que Elena creyó que el espejo se derretiría. Una mirada que le hizo apretar los muslos en un intento por contener el impulso de arrojarlo sobre el suelo y montarlo hasta gritar de placer—. Pero ella no se dará cuenta —murmuró Rafael—. Solo verá a un ángel joven e indefenso..., peculiar por la forma en que ha llegado a ser lo que es, pero por lo demás, indigno de atención.

—Estupendo. —Eso le daría la libertad necesaria para vigilar a Lijuan sin que nadie se diera cuenta. Elena no se hacía ilusiones: sabía muy bien que físicamente no tenía nada que hacer contra la más antigua de los arcángeles, pero tal vez pudiera echarle un vistazo a su psique, averiguar algo que pudiera serle de ayuda a Rafael.

El arcángel la liberó y se acercó a la mesa auxiliar.

—Illium me ha pedido permiso para entregarte un regalo.

Curiosa, Elena se dio la vuelta... y encontró una mirada de color azul metálico.

—¿Qué ha hecho para cabrearte esta vez?

Una sonrisa lenta. El peligroso sentido del humor de un arcángel.

—Cuchillos y vainas —murmuró.

Elena tocó la parte superior de su bota derecha.

—Yo tengo los míos...

—Mmm... —Rafael cogió algo del interior de una caja de madera suave y se aproximó a ella—. Pero no los míos. —Le colocó la mano en la nuca y le dio un beso tan sombrío, tan posesivo, que Elena deseó reclamarlo también.

—Si sigues con esto no iremos a cenar. —Elena enfrentó su mirada, soportó su belleza y su crueldad, antes de apoyar la mano sobre su pecho.

El arcángel deslizó la mano sobre la parte posterior de su muslo y rozó con los dedos la carne sensible situada entre sus piernas. Elena aspiró con fuerza.

—¿Tienes ganas de provocar, arcángel?

Unos dientes rozaron sus labios.

—Quiero que entiendas una cosa, Elena: jamás llevarás el cuchillo de otro.

Ella parpadeó, perpleja.

—¿Quería regalarme una daga? ¿Qué hay de malo en eso?

—Las dagas —susurró él— y las vainas van siempre juntas. Y tu vaina solo conocerá mi daga.

Elena tardó un segundo en entenderlo, ya que el deseo le había nublado la mente. Se ruborizó por completo.

—Rafael, eso es... —Sacudió la cabeza, incapaz de encontrar las palabras adecuadas—. La lucha no es algo sexual.

—Ah, ¿no? —Ojos llenos de tormentas marinas violentas, salvajes y excitantes.

Dentro de Elena, el rubor se transformó en ascuas ardientes. La lujuria se apoderó de ella al saber que ese ser hermoso y peligroso era suyo.

—La posesión va en ambos sentidos, arcángel.

—Entendido, cazadora. —Retrocedió un paso y abrió la mano.

Elena contempló el obsequio obnubilada, fascinada.

—¿Esos pedruscos son de verdad? —Ya se la había quitado de la mano, y estaba sacando la preciosa hoja de acero de una vaina que había sido especialmente diseñada para ella. Tenía un brillo afilado bajo la luz, un brillo que competía con el de las joyas de la empuñadura.

—Por supuesto.

Por supuesto. Elena giró la daga una y otra vez en la mano para probar el peso, el equilibrio. Era perfecta.

—Dios, es maravillosa. —Las joyas eran espectaculares, pero era la hoja lo que la interesaba, su fuerza y su delicadeza—. Lánzame ese pañuelo.

Rafael cogió un vaporoso pañuelo de gasa y se lo arrojó. El tejido descendió como si fuera bruma... y se deslizó a ambos lados de la hoja, dividido en dos.

—Madre mía. —Tan afilada, tan deliciosamente afilada—. ¿Pediste que la hicieran para mí? —Atravesó la distancia que los separaba y le dio un beso sin aguardar la respuesta.

Cuando se apartó de él, los ojos de Rafael brillaban lo suficiente como para rivalizar con los diamantes y los zafiros azules de la empuñadura y de la funda.

—Cualquiera diría que acabas de practicar sexo.

—Una daga tan maravillosa como esta es tan buena como el sexo. —Dio la vuelta a la vaina para examinarla, admirada... No era codiciosa por naturaleza. Solo con su apartamento (una dolorosa puñalada) se había mostrado diferente. Pero esa daga rozaba esa misma fibra sensible. Es mía, se dijo—. Necesito una...

Rafael ya estaba sacando una cartuchera de la caja. Estaba fabricada en cuero negro suave y flexible, y tenía una correa que encajaba en las ranuras que había a ambos lados de la vaina para que asentara a la perfección sobre la parte superior del brazo.

—Perfecta. —Colocó el arma en su lugar—. Tanto la daga como la vaina son lo bastante ligeras como para no resbalarse. Y son tan bonitas que parecerán un adorno.

Rafael observó a su cazadora jugar con su regalo y se quedó atónito al percatarse del placer que sentía al verla feliz. Ese regalo significaba mucho para ella. Era un acierto.

Había estado a punto de matar a Illium por atreverse a inmiscuirse en algo que era suyo.

«—¿Crees que no he adquirido ya un regalo semejante para mi compañera?

—Sire, no pretendía ofenderte.

—Vete, Illium. Vete antes de que olvide que ella te quiere.»

Había sido una reacción irracional frente a un ángel que había demostrado su lealtad mucho tiempo atrás, que había derramado su sangre por Elena. Rafael no estaba acostumbrado a perder el control ante nadie ni por nadie.

«En ese caso, ella te matará. Te convertirá en mortal.»

Creyó que al decirle eso, Lijuan hacía referencia a un debilitamiento físico, pero la arcángel hablaba de otra cosa: le estaba advirtiendo que su corazón se ablandaría, tanto que al final enturbiaría los fríos razonamientos que habían distinguido su gobierno durante tanto tiempo.

—Razón o emoción —le dijo a Elena mientras ella volvía a meter la daga en su funda tras una complicada serie de movimientos—. ¿Qué elegirías?

Ella lo miró por encima del hombro con una sonrisilla.

—No es tan sencillo. La razón sin emoción es a menudo una máscara de la crueldad; la emoción sin razón permite a la gente excusar todo tipo de excesos.

—Sí —replicó él, recordando al monstruo implacable en el que se había convertido durante el estado Silente.

Elena se dio la vuelta y se acercó a él moviendo las caderas de una forma muy provocativa. Los tacones de aguja de las botas le daban varios centímetros más de estatura, así que ahora le llegaba justo por encima de la mandíbula.

—¿Recuerdas lo que te dije acerca de que la posesión iba en ambos sentidos?

—No te traicionaré, Elena. —Que a ella se le hubiera ocurrido formular esa pregunta lo enfureció un poco.

—No te pongas gruñón conmigo, arcángel. —Pasó a su lado y abrió una de las cremalleras laterales de la bolsa que contenía sus armas, para sacar una cajita—. Yo también tengo un regalo para ti.

La sorpresa y el placer extendieron sus alas en el corazón de Rafael. Había recibido muchas, muchas cosas a lo largo de los siglos. Sin embargo, la mayoría de ellas no había significado nada para él, ya que tanto los mortales como los inmortales lo adulaban en busca de poder, de prestigio o de riquezas.

—¿Lo conseguiste en el Refugio?

—No.

—¿De dónde lo has sacado, entonces?

—Tengo mis contactos. —Se situó delante de él y abrió la cajita para sacar un anillo.

Un anillo con un engaste de ámbar.

—Tú —dijo ella al tiempo que le colocaba el anillo en el dedo apropiado de la mano izquierda— estás cierta y verdaderamente comprometido.

Rafael sintió una presión en el corazón con la que no estaba familiarizado. Se acercó al anillo a los ojos y vio que se trataba de una banda de platino, gruesa y sólida, con una piedra cuadrada de ámbar pulido. Pero era un ámbar oscuro, el más oscuro que había visto en su vida con un núcleo de puro fuego blanco. Intrigado, se quitó el anillo para situarlo bajo la luz. Los colores cambiaban constantemente, de modo que en un momento dado eran oscuros, y al siguiente, claros.

Fue entonces cuando la vio. Cuando vio la inscripción que había en el interior.
Knhebek
.

Había vivido en el Magreb durante un tiempo, y había viajado a través de Marruecos antes de Convertirse en arcángel. Había escuchado esa palabra susurrada en los labios de jóvenes ardientes, dirigida a bellezas en ciernes.

Te amo
.

La tensión del pecho se hizo más y más intensa. Volvió a ponerse el anillo en el dedo y le dijo:

—S
hokran
.

En el rostro de Elena se dibujó una sonrisa radiante.

—De nada.

—¿Hablas el idioma de tu abuela? —Cerró los dedos sobre la palma. Por primera vez en muchos siglos, se sentía posesivo con un objeto.

—Solo conozco unas cuantas palabras que mi madre solía decir. —Una sonrisa cargada de recuerdos... de recuerdos felices—. Ella mezclaba el árabe de Marruecos, el francés de París y el inglés todo el tiempo. Pero crecimos a su lado, así que todas la entendíamos. —Y también Jeffrey.

En aquel entonces su padre reía, pensó Elena. Se había reído con el batiburrillo de idiomas de su madre, pero se reía de sí mismo, no de ella.

«—Apiádate de mí. —Tenía la cabeza apoyada en las manos—. Soy un pobre chico de campo. No conozco tantos idiomas.

—Niñas. —Ojos brillantes, plateados y con un destello malicioso—. No creáis una palabra de lo que dice vuestro padre. Habla francés como si fuera su lengua nativa.

—Me hieres,
ma chérie
. —Unas manos dramáticas colocadas sobre el corazón.»

—¿Dónde estás, Elena? —Unos dedos que alzaron su barbilla hasta que pudo enfrentar unos ojos azules en los que podría haberse ahogado para siempre.

—En casa —susurró ella—. En la casa que era antes de que todo ocurriera.

—Construiremos nuestro propio hogar.

Esa promesa se enredó alrededor de su corazón como un brillante rayo de sol.

—En Manhattan.

—Por supuesto. —Una sonrisa muy, muy lenta—. ¿Qué tipo de mansión quieres?

Mierda, ese arcángel le estaba tomando el pelo otra vez. El rayo de sol se hizo más intenso y comenzó a recorrer sus venas.

—En realidad, me gusta bastante la tuya. —Le rodeó el cuello con los brazos—. ¿Puedo quedármela? Ah, ¿y puedo quedarme con Ambrosio también? Siempre he querido tener un mayordomo.

—Sí.

Elena parpadeó, incrédula.

—¿Así de fácil?

—Solo es un lugar.

—Bueno, pues lo convertiremos en algo más —le prometió antes de unir sus labios a los de él—. Haremos que sea nuestro.

Pero primero, pensó Elena cuando oyó un golpe en la puerta, tendrían que sobrevivir a la locura de Lijuan.

33

A
Elena se le cayó la baba al ver a Rafael con ropa formal. Su perfil destacaba con perfecta claridad contra el cielo nocturno mientras caminaban por las sinuosas calles de la Ciudad Prohibida siguiendo a su escolta hasta la cena. Su arcángel llevaba una camisa blanca con pantalones negros, pero esa camisa era una obra de arte, ya que el tejido a ambos lados de las ranuras para las alas estaba bordado con un diseño negro que se curvaba y flotaba... sin llegar a perder ese toque que, según se decía, era típico del arcángel de Nueva York.

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