El bokor (50 page)

Read El bokor Online

Authors: Caesar Alazai

Tags: #Terror, #Drama, #Religión

BOOK: El bokor
3.2Mb size Format: txt, pdf, ePub

Amanda caminó con bamboleo de modelo de pasarela. Sus largas y estilizadas piernas se entrecruzaban en cada paso cautivando al sacerdote de una manera que no pasó inadvertida para la recepcionista que sonrió abiertamente.

Por un segundo a Adam le pareció mirar en aquel rostro de la recepcionista a una verdadera bestia del infierno, de dientes filosos y dispares, con una maldad en los ojos que no era de este mundo y una sonrisa enigmática que lo mismo podía ser de coquetería que de reprensión por lo que de seguro estaba pensando respecto al sacerdote y a Amanda Strout.

Adam bajó la vista como un niño sorprendido en una travesura. Estaba perdiendo la partida.

—¿Desea usted tomarme a mi mientras espera a la señorita Strout? Puedo servirle de preparación.

—¿Qué?

—¿Qué si desea usted tomar algo? —repitió la recepcionista que había vuelto a su forma original.

—Quizá un café… no, déjelo, está bien así.

—¿Está usted seguro, padre Kennedy? Los mayores placeres de la isla los puede disfrutar usted aquí mismo. No hace falta que salgamos a los jardines, puede usted tomarme aquí sobre este escritorio. ¿Verdad que lo ha pensado?

—No deseo el café, gracias.

—Como usted diga, padre.

Amanda no tardó mucho en regresar y Adam se sintió aliviado de marcharse de aquella recepción. Al salir la chica le lanzó una sonrisa enigmática, como si fuera capaz de leerle la mente.

—Hasta pronto, Adam —dijo con un tono sensual y empalagoso.

—Se toma muchas libertades, ¿No es así?

—¿A qué se refiere? —Preguntó Amanda con genuino interés.

—A la chica de la recepción.

—¿Ha dicho algo que esté fuera de lugar?

—¿No la ha escuchado llamarme por el nombre y el tono…?

—Lo siento, Adam. Solo la escuché despedirse de usted, pero no noté nada extraño, incluso me pareció que lo llamó padre Kennedy…

—Deje, es posible que haya escuchado mal.

—Bien, no quiero que nada le preocupe. Quiero tener toda su atención cuando le muestre algunas maravillas de esta tierra.

El salir de aquel ambiente cargado parecía haberle devuelto la cordura a Kennedy que incluso había olvidado lo que lo había llevado a aquel lugar y se estaba placiendo en escuchar a Amanda hablar de las plantas tropicales que parecían existir solo en los límites de aquella mansión.

—La naturaleza de Haití era rica y variada, con predominio de regiones húmedas y poco elevadas en las que florecía el bosque tropical, aun pueden verse en estos jardines y zonas cercanas a la mansión las maderas nobles como el ébano y la caoba.

Padre, ¿sabía que el territorio haitiano albergaba más de cuatro mil especies de plantas y que más de mil de ellas eran endémicas? Es el mismo paisaje que se puede ver aun en el resto del continente, ya que proceden de las eras geológicas en las que la isla estaba unida a la masa continental. Mis preferidas son las orquídeas, existen en la mansión más de cuarenta géneros de los sesenta y siete que hay en la isla y más de trescientas variedades clasificadas, mi favorita es esta —dijo acercándose a un árbol que albergaba a la parásita— es la Leochilus Laniatus, verdad que su flor aparenta una monjita.

—Tendría que decir que una monja muy bien vestida.

—Nunca se me habría ocurrido convertirme en monja. Adam, ¿qué lo llevó a hacerse sacerdote? No es que cuestione su fe, pero es usted un hombre bien parecido y un excelente psiquiatra según he investigado, las mejores notas en la universidad y un tratado excelente sobre los mitos alrededor de las personalidades múltiples…

—Estudié gracias a la iglesia.

—No es lo que escuché.

—¿Ah no?

—Parece ser que usted heredó una buena fortuna y la donó a las causas de la iglesia.

—No crea todo lo que lee.

—No me quitará fácilmente la imagen de santo moderno que me he formado de usted.

—¿Yo, un santo?

—Uno poco milagroso si me lo pregunta.

—¿Y por qué cree eso?

—Por que me parece que es usted uno de los que acerca a las mujeres al pecado, lejos de alejarlas de él.

—¿El santo patrono de las mujeres libidinosas?

—Todas necesitamos un santo.

—No creo que sea su caso.

—Hay muchas cosas que usted no conoce de mí.

—Quizá eso sea porque no es usted una mujer a la que le guste ser escrutada.

—Pero si soy un libro abierto.

—Pero en un lenguaje que desconozco.

—¡Hombres! ¿Cuándo será que hablen el mismo lenguaje de las mujeres?

—No se si eso sea conveniente.

—No me dirá que teme usted el comprender a las mujeres.

—Temo más el no hacerlo. En este preciso momento, no sé bien a que juego juega usted conmigo.

—No juego con usted, Adam, no sea aprensivo.

—¿Si le hiciera preguntas directas, respondería de igual forma?

—¿Verdad o castigo?

—¿Qué?

—Un juego que solía hacer de niña, te hacen una pregunta y debes decir la verdad o en caso de que no quieras o puedas hacerlo, debes enfrentar un castigo.

—Algo así.

—Bien, Adam, dispare usted, pero sepa que jugaremos ambos. No sería justo si la única que debe responder preguntas comprometedoras sea yo.

—Acepto.

—¿Aunque esto signifique responder cosas que reñirían con su posición de sacerdote?

—Las responderé como hombre que soy.

—Excelente. Comience usted padre.

—Bien. Hasta ahora sé de su padre, Benjamin Strout, que fue asesinado en esta isla, pero no sé nada de su madre.

—Mi madre murió al darme a luz. Era una mujer preciosa e inteligente según me cuentan. Al morir mi padre no me quedó más familia. Soy por así decirlo una mujer que no tiene parientes, lo cual no es muy común. Se llamaba Ester.

—¿Cómo la Ester bíblica?

—Exacto, su nombre deriva de la flor del mirto. ¿Sabía que de sus hojas y flores se obtienen aceites aromáticos muy utilizados en perfumería?

—He escuchado que también hace alusión a Ishtar, la diosa de la sexualidad babilónica.

—No lo sabía, pero es interesante, una flor aromática, una estrella, una diosa y para mejor, la de la sexualidad, no se podría tener mejor madre.

—Existe una leyenda muy interesante que recuerdo haber leído acerca de Ishtar, ¿Quiere escucharla?

—Solo si acepta que nos sentemos bajo ese árbol de caoba.

—Bien —dijo Kennedy sentándose tan cómodo como se lo permitía su sotana. —Ishtar, señora del firmamento, poderosa diosa del amor y de la guerra. Se dice que su primer esposo fue su hermano Tammuz. Al morir Tammuz, Ishtar descendió a los infiernos para arrancarle a su hermana, la terrible Ereshkigal el poder sobre la vida y la muerte.

—Creo que eso es algo que desean todos los que aman ¿No es verdad? Poder arrancar de la muerte a los seres que se aman.

—Es algo peligroso.

—Dios mismo arrancó a su hijo de las garras de la muerte.

—Pero no por un deseo mezquino, sino para darle fe a la humanidad.

—Una fe en Él mismo. No me resulta muy dadivoso. Pero siga, ha logrado usted intrigarme.

—Después de darle instrucciones a su sirviente Papsukal, de ir a rescatarla si no regresaba, Ishtar descendió a la tierra de las tinieblas, Irkalla. Comenzó valiente y desafiante, gritando al portero que abriera la puerta antes de que la echase abajo. Pero en cada una de las siete puertas se le iba despojando de una de sus prendas, y con ellas se iba despojando de su poder, hasta que llegó desnuda e indefensa ante Ereshkigal, que la mató y colgó su cuerpo en un clavo.

—Como castigo a su desnudez. Todos los hombres son unos mojigatos. Hasta los dioses lo son.

—Con su muerte, todo el mundo comenzó a languidecer —continuó Kennedy sin detenerse a dar explicaciones— pero el fiel Papsukal llegó hasta los dioses y les pidió que creasen un ser capaz de entrar en el mundo de los muertos y resucitase a Ishtar con la comida y el agua de la vida. Así es como Ishtar volvió a la vida, pero tenía que pagar el precio: durante seis meses al año, Tammuz debe vivir en el mundo de los muertos. Mientras está allí, Isthar ha de lamentar su pérdida; en primavera, vuelve a salir y todos se llenan de gozo.

—Había escuchado algo parecido en Perséfone y su relación con Hades, su madre Deméter debió pagar el precio por hacerla volver de la vida luego de que había comido en el inframundo.

—Es también otra versión para el origen de la llamada «Danza de los siete velos», la cual cuenta que el amor de Ishtar por Tammuz era tan grande que decidió también ir al reino de Ereshkigal. Con pasión y determinación, cruzó los siete vestíbulos del submundo, y en cada uno de ellos era despojada de una de sus pertenencias: un velo o una joya. En esta historia el velo representa lo oculto, las cosas que nosotros ocultamos de los otros y de nosotros mismos. Al dejar el velo, Isthar revela sus verdades, y entonces consigue reunirse con su amor.

—Muy bonita historia. ¿De cuántos velos cree que debería desprenderme yo para que llegare a conocerme?

—Es usted una mujer de al menos mil velos.

—Demasiada ropa encima, prefiero vestir más ligero.

Kennedy la miró a los ojos intentando escudriñar sus intenciones.

—¿Le gustaría padre? Arrancarme uno a uno todos los velos que me cubren y dejarme desnuda. Tomarme aquí mismo y hacer el amor conmigo.

—¿Qué dice?

—Que si le gustaría que saliéramos de la mansión. Mi casa no está muy lejos de aquí y creo que es un sitio más apropiado para hablar de leyendas. Además, es mi turno de preguntar.

—Puede preguntar lo que guste.

—Lo haré cuando lleguemos a mis dominios, quiero tenerlo en mis manos.

Adam ya no quiso volver a preguntar si había escuchado bien lo que Amanda había dicho, su mente revoloteaba como una abeja ante la flor del mirto.

Capítulo XXXIV

Francis Bonticue saboreaba la última bocanada de humo de la marihuana que había encontrado en el árbol, justo en el escondite donde Jeremy y él solían escaparse a hablar del profundo rencor que ambos sentían por sus padres. Jeremy odiaba a McIntire porque siempre quiso hacer de él un marine, una especie de soldado automatizado que bailara al ritmo que el hombre de férrea autoridad le impusiera. Su madre, nunca supo oponerse a la voluntad de aquel hombre que lo castigaba rudamente como si se tratara de un sargento de la marina y no de su padrastro. Era hijo de un don nadie, un traficante de drogas que a muy temprana edad dejó embarazada a Jenny, este hombre jamás le dio el apellido, ni su madre lo quiso para él, según su madre le había contado, había muerto en prisión a los dos años de haber nacido. Con McIntire había sido diferente, su madre deseaba los apellidos de aquel hombre para su hijo, pero Jeremy nunca lo permitió, quizá fue un alivio para Alexander que tampoco insistió mucho en que aquel joven desgarbado llevara los apellidos de su familia. Alexander tenía dinero, mas no para satisfacer los antojos de Jeremy. Era un auténtico tacaño tratándose de las necesidades de aquel chico a quien parecía cobrarle los pecados de su padre, o quizá, como solía decir, no mantendría viciosos. Llegó a la vida de Jeremy cuando este tenía ya diez años y era, de alguna manera, un espíritu libre que no soportó los grilletes que la relación con su padrastro significaba.

La única autoridad que de alguna manera Jeremy soportaba era la de su madre, que no era una mujer que se impusiera a sus deseos, sino que trataba de congeniar con su hijo, posiblemente por la certeza de que toda su rebeldía era debida a los errores que ella misma había cometido, primero al darle por padre a un adicto y narcotraficante y segundo por haberlo expuesto a la disciplina militar que Alexander ejercía sobre su hijo.

Por su parte, Francis también odiaba a su padre. Trevor Bonticue siempre antepuso sus aspiraciones políticas al bienestar de la familia y Francis, como hijo único, había pagado el precio de las pretenciones de su padre. Nunca fue suficiente para él. De nada habría valido ser el primero en la clase o destacar en el equipo de debates, su padre siempre quería más. Quería todo aquello que un Bonticue era capaz de dar. Su abuelo y sus dos tíos mayores habían sido senadores o congresistas, solo Trevor parecía tener la suerte de espaldas en aquellas aspiraciones, ahora que se presentaba la oportunidad, surgía todo aquel problema de los muertos en la iglesia, la desaparición del cadáver de Jeremy y las posibilidades de que sus adversarios lo ligaran con aquel caso através de su desastroso hijo. Francis no sentía lástima por él, por el contrario, parecía que aquel contratiempo que significaba la resurrección de Jeremy le extasiara los sentidos al presentir que no solo cobraría venganza de Alexander McIntire, sino que de paso, acabaría con las aspiraciones políticas de su padre.

Jeremy se lo había dicho apenas un par de días antes de que se encontrara su cuerpo, regresaría para tomar venganza de aquellos que le hicieron la vida imposible. Los dos hombres encontrados en la iglesia habían sido solo el principio de un mar de sangre que se derramaría en aquella ciudad.

Desde el árbol en que estaba se dominaba una buena parte del camino. Si Jeremy llegaba por la zona más espesa del bosque lo vería cuando estuviera a unos veinte metros, si venía por el sur, lo tendría al alcance de la vista cuando mucho a cincuenta metros de distancia. Esperaba que Kennedy hubiese recibido su mensaje, de ser así también llegaría en cualquier momento. Francis desconocía si el sacerdote había sido liberado por el crimen de los dos traficantes a los que su amigo había colgado por los pies desde el techo de la iglesia, si aun no lo habían hecho sería solo cuestión de tiempo, justo el que se llevaría que encontraran las huellas de Jeremy en los cuerpos de aquellos hombres. De eso si estaba seguro, Jeremy se había convertido en un vengador y las muertes de aquellos sujetos no serían las únicas o más espeluznantes.

Le había costado creer cuando su madre le dijo lo que había encontrado en la iglesia cuando fue a buscar al padre Ryan, ahora se arrepentía de no haberla acompañado cuando se lo pidió, debió haber sido espectacular la imagen de aquellos hombres desangrados por el cuello como si aquella iglesia se tratara de un rastro. Jeremy había cumplido su promesa, la última vez que hablaron se lo había dicho, volvería de la muerte para vengarse de esos hombres, de su padrastro y de otros sujetos a los que Francis no conocía. Él mismo lo había ayudado con los planes y aunque al final había cambiado el método, los resultados eran exactamente los mismos.

Other books

Collision Course by David Crawford
Holly Jolly by Violet, Silvia
Devil on Your Back by Max Henry
Freaks Under Fire by Maree Anderson
Daughter of Destiny by Lindsay McKenna
Haunted Hearts by John Lawrence Reynolds