Las casas de Chislehurst tenían invernadero, robles imponentes y aspersores en el césped, y sus habitantes contrataban a gente que cuidaba del jardín. Para gente como nosotros resultaba tan impresionante que cuando paseábamos por esas calles los domingos que íbamos de visita a casa de tía Jean, era como ir al teatro. Todo eran «Ahhh» y «Ohhh» y jugábamos a imaginarnos que vivíamos allí y pensábamos en lo mucho que nos divertiríamos, en cómo decoraríamos la casa, en lo que haríamos en el jardín para jugar a criquet, badmington o ping-pong. Recuerdo que una vez mamá dirigió a papá una mirada cargada de reproches, como si le estuviera echando en cara: «¿Qué clase de marido eres que me das tan poca cosa cuando los Alan, Barrys, Peters y Roys van regalando por ahí coches, casas, vacaciones, calefacción central y joyas? Por lo menos saben cómo fijar una estantería o arreglar una cerca. En cambio tú ¿qué sabes hacer?» Y entonces era cuando mamá tropezaba con un bache, como nosotros en aquel momento, porque dejaban deliberadamente las carreteras sin asfaltar, llenas de piedras y de agujeros, para disuadir a la gente ordinaria de recorrerlas en coche arriba y abajo.
Cuando, por fin, llegamos al camino del garaje que crujía bajo nuestros pies —después de una pausa para permitir que Dios uniera los pulgares y se sumiera en un estado de trance de unos minutos— Dios me contó que la casa pertenecía a Cari y a Marianne, amigos de Eva, que acababan de recorrer a pie buena parte de la India. Eso se me hizo evidente en cuanto vi los budas de madera de sándalo, ceniceros de latón y elefantes de yeso listados que decoraban todos los rincones de la casa, por no mencionar que al entrar Cari y Marianne se detuvieron descalzos junto a la puerta, con las palmas de las manos juntas en actitud de plegaria y las cabezas gachas como si, en lugar de ser socios de la compañía de televisión Rumbold & Toedrip, fueran monjes de un templo.
En cuanto entré, vi a Eva, que estaba esperándonos. Llevaba un vestido rojo muy largo que le llegaba hasta el suelo y un turbante del mismo color. Al verme se abalanzó sobre mí y, después de darme doce besos, me puso tres libros en la mano.
—¡Huélelos! —me exigió.
Hundí la nariz entre las hojas descoloridas. Olían a chocolate.
—¡De segunda mano! ¡Todo un hallazgo! Y eso es para tu padre —añadió y me entregó un tomo nuevo de las
Analectas
de Confucio en una traducción de Arthur Waley—. Guárdaselo tú, por favor. ¿Cómo está?
—Hecho un manojo de nervios.
Eva echó un vistazo a la habitación, en la que había unas veinte personas.
—Son un grupito simpático. Estúpidos de remate. No veo por qué tendría que tener problemas. Mi sueño es presentarle a gente más receptiva, pero en Londres. ¡Estoy decidida a llevaros a todos a Londres! —exclamó—. Y, ahora, deja que te presente a la gente.
Después de unos cuantos apretones de manos conseguí instalarme cómodamente en un sofá de un negro reluciente y reposar los pies en una lanuda alfombra blanca y la espalda contra una hilera de tomos gordísimos forrados de plástico —versiones resumidas (con ilustraciones) de
La feria de las vanidades
y
La dama de blanco
—. Enfrente tenía una especie de puerco espín iluminado —una bombilla transparente con centenares de púas incrustadas de distintos colores que se movían y despedían un resplandor tenue—, un objeto diseñado, estoy seguro, para ser apreciado con la ayuda de alucinógenos.
De pronto oí a Cari decir:
—En el mundo, hay dos clases de personas: las que han estado en la India y las que no.
Y entonces fue cuando me sentí obligado a levantarme y a ponerme fuera del alcance de su voz.
Junto a la puerta de cristal de doble hoja, que se abría al amplio jardín y al estanque lleno de pececillos de colores que resplandecía bajo una luz violeta, había un bar. No se veía a demasiada gente bebiendo dado lo espiritual de la ocasión, aunque yo me habría tomado un par de jarras de cerveza con mucho gusto. Sin embargo, no era de buen tono; eso también lo sabía. La hija de Marianne y otra chica mayor que ella, con shorts ajustados, estaban sirviendo
lassi
y unos tentempiés indios picantes que yo sabía capaces de hacer que uno soltara ventosidades como un anciano de geriátrico a régimen de salvado. Me acerqué a la chica de shorts que estaba detrás de la barra y averigüé que se llamaba Helen y que iba al instituto.
—Tu padre parece un mago —me dijo. Y enseguida me dedicó una sonrisa y dio un par de pasos rápidos a un lado hasta colocarse junto a mí a una distancia bastante íntima.
Su presencia repentina me sorprendió y me excitó; pero fue sólo una sorpresa menor dentro de la escala Richter de sorpresas, de una intensidad de tres y medio, diría yo, aunque apreciable. En aquel momento tenía los ojos puestos en Dios. ¿Parecía un mago de verdad, un taumaturgo?
Había que reconocer que resultaba exótico y seguramente era el único hombre del sur de Inglaterra que en aquel momento llevaba un chaleco rojo y dorado y un pijama indio (salvo, quizá, George Harrison). Además, era un hombre con donaire, un Nureyev de salón comparado con aquellas réplicas de Arbuckle de tez descolorida, camisas sintéticas pegadas a la tripa y pantalones grises John Collier con la entrepierna arrugada y dada de sí. Quizá fuera cierto que papá era un mago que, como el personaje del cuento, con los cordones de los zapatos se había elevado a sí mismo, dejando de ser un funcionario indio que siempre se lavaba los dientes con polvos dentífricos negros Monkey Brand, fabricados por Nogi & Co. de Bombay, para convertirse en el sabio consejero que entonces parecía
Sexy Sadie!
[2]
En aquel momento era la atracción del salón. ¡Si lo hubieran visto en Whitehall!
Estaba hablando con Eva, que había dejado reposar su mano sobre el brazo de papá con indolencia. Aquel gesto era como un pregón. «Sí —decía a voz en grito—, ¡estamos juntos, nos tocamos sin inhibiciones delante de desconocidos!» Un tanto confuso, aparté la vista de ellos y me volví al asunto de Helen.
—¿Y bien? —dijo con simpatía.
Me deseaba.
Lo sabía porque había desarrollado un método infalible para determinar el deseo de los demás. De acuerdo con este método, me deseaba porque yo no estaba interesado en ella en absoluto. Cada vez que encontraba atractivo a alguien, gracias a esas leyes corruptas que gobiernan el universo, podía tener la certeza de que a la persona en cuestión le iba a resultar repelente o, simplemente, demasiado bajito. Esas leyes garantizaban también que cuando estaba con alguien como Helen, alguien a quien no deseaba, lo más probable era que me mirara exactamente como me estaba mirando ella, con una sonrisita traviesa y con cara de querer meneármela, que era lo que más me gustaba en el mundo siempre que la persona resultara atractiva, cosa que no era el caso.
Mi padre, de cuyos labios manaban las enseñanzas como la lluvia en Seattle, nunca me había hablado de sexo. Cuando, para poner a prueba su liberalismo, le había exigido que me contara los hechos de la vida (de los cuales ya me habían puesto al corriente en la escuela, a pesar de que seguía confundiendo las palabras útero, escroto y vulva), se limitó a decir en un murmullo: «Siempre te das cuenta cuando una mujer está dispuesta para el sexo. ¡Ya lo creo! Las orejas se le ponen calientes.»
Observé las orejas de Helen con atención. Llegué incluso al extremo de extender la mano hasta rozar ligeramente una de ellas, por mera comprobación científica. ¡Calentita!
¡Oh, Charlie! Mi corazón suspiraba por sentir sus orejas cálidas sobre mi pecho, pero ni siquiera me había llamado por teléfono desde nuestro último encuentro amoroso, y tampoco se había molestado en presentarse aquel día. También llevaba un tiempo ausente de la escuela, porque estaba preparando una cinta de prueba con su grupo. El dolor que padecía por la ausencia de aquel hijo de puta, el mono que estaba pasando, se veía aliviado tan sólo cuando pensaba que, aquella noche, se presentaría en busca de mayor sabiduría de mi padre. Por el momento, sin embargo, no había ni rastro de él.
Eva y Marianne habían empezado a organizar la habitación. Se dispuso la batería de velas, se bajaron las persianas venecianas, se procedió a la quema de apestosas varitas de madera de sándalo que se colocaron en macetas y hasta se extendió una pequeña alfombra en el suelo para que el buda de los suburbios pudiera volar sobre ella. Eva le saludó con una inclinación de cabeza y le entregó un narciso. Dios sonrió a la gente que recordaba de la última ocasión. Parecía confiado y tranquilo, más desenvuelto, pues no hacía tantos aspavientos y permitía que sus admiradores le iluminaran con el respeto que Eva debía de haber alentado en todos sus amigos.
Entonces tío Ted y tía Jean hicieron su aparición.
Ahí estaban los dos: un par de alcohólicos infelices de lo más corriente, ella con sus zapatos de tacón alto color rosa, él con su americana cruzada, vestidos como para una boda, y se disponían a entrar en una fiesta de un modo casi inocente. Eran la hermana altísima de mamá, Jean, y su marido, Ted, que tenía un negocio de calefacciones que se llamaba Calentadores Peter. La escena les dio en las narices como una bofetada: su cuñado, conocido como Harry, se estaba rebajando a mostrarse en trance delante de sus vecinos. Jean hizo un esfuerzo para dar con las palabras adecuadas, quizá lo único por lo que había hecho un verdadero esfuerzo en su vida, pero Eva se llevó los dedos a los labios y la boca de Jean se fue cerrando lentamente, como el puente de la Torre de Londres. Los ojos de Ted recorrieron la habitación en busca de una pista que explicara lo que estaba ocurriendo. Entonces me vio y yo le saludé con un ademán de cabeza. Estaba desconcertado, pero no enfadado, como tía Jean.
—¿Qué está haciendo Harry?
Ted y Jean nunca llamaban a papá por su nombre indio, Haroon Amir. Para ellos siempre había sido «Harry» y se referían a él como a Harry delante de todo el mundo. Para empezar, ya era lo suficientemente horripilante que fuera indio para que, además, tuviera un nombre rarito. Le habían llamado Harry desde el primer día en que lo vieron y papá no podía hacer nada por impedirlo, así que él los llamaba Gin y Tonic.
Tío Ted y yo éramos muy buenos amigos. A veces me llevaba con él cuando se traía entre manos una instalación de calefacción importante y me pagaba por hacer el trabajo duro. Comíamos emparedados de carne de lata y bebíamos el té que llevábamos en los termos, me pasaba algún soplo para las apuestas y luego me llevaba a las carreras de galgos de Catford y Epsom Downs. Siempre me hablaba de las carreras de palomas. Quería a tío Ted desde que era un renacuajo porque sabía todas aquellas cosas que los padres de los demás chicos sabían y que papá, para mi decepción, ignoraba: pesca y escopetas de aire comprimido, aeroplanos y cómo comer caracoles.
Traté de pensar aprisa y encontrar un motivo que explicara la presencia de Ted y Jean en aquella casa, como personajes salidos de una comedia de Ealing que se cuelan en una película de Antonioni. Bien es verdad que también vivían en Chislehurst, pero entre ellos y Cari y Marianne mediaba un abismo. Me concentré hasta que empecé a verlo claro. ¿Cómo podía haber sucedido? La respuesta iba tomando forma, pero una forma que no me gustaba en absoluto.
Quizá la pobre mamá, al sentirse tan desgraciada, había soltado a su hermana todo el asunto de la primera exhibición de gurú de papá en Beckenham. Jean debía de haberse puesto al borde de un ataque de apoplejía ante la debilidad de una hermana que permitía que hubiera sucedido algo así. Seguro que Jean había odiado a mamá por no haberlo impedido.
Cuando papá había anunciado —o, mejor dicho, me había hecho anunciar apenas hacía unas horas— que iba a hacer su reaparición como visionario, seguro que mamá había telefoneado a su hermanita pequeña. Aquello debía de haberle dejado seca hasta convertirla en la intrigante daga de acero que en realidad era. Y entonces se lanzó a la acción. Seguro que había contado a mamá que conocía a Cari y Marianne. A lo mejor, hasta Calentadores Peter les había instalado los radiadores. Además, Ted y Jean vivían en una casa seminueva de los alrededores. Eso era lo único que podía explicar que una pareja como Cari y Marianne conociera a Ted y Jean. De otro modo, Cari y Marianne, con sus libros, discos y viajes a la India, con su «cultura», habrían sido anatema para Ted y Jean, que únicamente medían a la gente en términos de poder y dinero. El resto no eran más que pamplinas y hacerse notar, un modo de llamar la atención. Para Ted y Jean, Tommy Steele —cuyos padres vivían a la vuelta de la esquina— era cultura, diversión y mundo del espectáculo.
Entretanto, Eva no tenía ni la menor idea de quiénes eran Ted y Jean. Se limitaba a dirigir ademanes nerviosos, enfadada, a aquel par de intrusos respetables y curiosos que habían llegado tarde.
—Siéntense, siéntense —les pidió en un susurro.
Ted y Jean se miraron el uno al otro como si acabaran de pedirles que se tragaran cerillas.
—Sí, ustedes —insistió Eva; sabía mostrarse inflexible.
No tenían elección. Ted y Jean se fueron agachando lentamente. Quizá hacía muchos años que tía Jean no estaba tan cerca del suelo, salvo cuando se daba un trompazo de puro borracha. Saltaba a la vista que no se esperaban una velada tan devota, con todo el mundo sentado alrededor de papá con cara de admiración. Luego lo íbamos a pasar mal, de eso no cabía duda.
Dios estaba a punto de empezar, así que Helen se marchó y fue a sentarse en el suelo con los demás. Yo me quedé detrás de la barra, mirando. Papá pasó revista a la multitud y sonrió, hasta que se encontró sonriendo a Ted y Jean. Ni se inmutó.
A pesar de llamarles Gin y Tonic, Jean no le disgustaba del todo y le gustaba Ted, que le pagaba con su aprecio. Ted comentaba a menudo a papá sus «pequeños problemas personales», pues, aunque le resultara incomprensible que papá no tuviese dinero, sentía que comprendía la vida, que era un sabio. Fue así como Ted contó a papá lo de las borracheras de Jean, el lío que había tenido con un joven concejal, que su vida le empezaba a parecer inútil y que se sentía tremendamente insatisfecho.
Cada vez que se entregaban a una de esas sesiones de contar verdades, papá se encargaba de sacar algún provecho de Ted. «Puedes hablar y trabajar al mismo tiempo, ¿o no?», solía decir papá, mientras Ted, a veces con lágrimas en los ojos, clavaba tacos entre los ladrillos para fijar la estantería de los libros orientales de papá, lijaba una puerta o colocaba azulejos en el cuarto de baño a cambio de la atención de papá, que le escuchaba repantigado en una silla metálica del jardín.