Read El caballero del jubón amarillo Online
Authors: Arturo Pérez-Reverte
Tags: #Aventuras. Histórico.
Me quedé hecho mármol. El capitán Alatriste estaba ante mí espada en mano, un cadáver a los pies y el barro corriéndole por la cara como una máscara. Parecía salido de un pantano de Flandes, o un fantasma vuelto del más allá. Cortó en seco mis exclamaciones de alegría, mirando a Rafael de Cózar, que acababa de aparecer a mi espalda pisoteando charcos y quebrando ramas que sonaban como pistoletazos.
—Por Cristo —dijo, envainando—… ¿Qué hace ése aquí?
Lo expliqué en pocas palabras; pero antes de que yo hubiese acabado, el capitán dio media vuelta y se puso a caminar, cual si de pronto hubiera dejado de interesarle la presencia del comediante.
—¿Has dado aviso?
—Creo que sí —respondí, recordando inquieto la cara abotargada del cochero.
—¿Crees?
Caminaba a grandes zancadas entre los arbustos, y yo le iba detrás. A mi espalda oía a Cózar murmurando cosas ininteligibles, que a veces parecían versos y a veces maldiciones. Sus y a ellos, repetía de vez en cuando, hecho un racimo de uvas. Sus y a ellos, juro a dix y vive Dux. Santiago y cierra España. A veces, cuando nos deteníamos un momento para que el capitán se orientara, mi amo volvía el rostro, echándole al representante un vistazo malhumorado antes de seguir camino.
Sonó cerca un cuerno de caza —me había parecido oí de lejos antes del encuentro— y nos quedamos quietos b la lluvia. El capitán se llevó un dedo al mostacho, miran a Cózar y luego a mí. Después me mostró una mano con la palma vuelta hacia abajo —el gesto silencioso que usábamos en Flandes para esperar mientras alguien hacía la descubierta— y se alejó cauteloso, desapareciendo entre los arbustos Hice que Cózar se arrimara conmigo al tronco de un árbol y nos quedamos allí, esperando. El actor, visiblemente mirado de todos aquellos gestos y del entendimiento militar que se daba entre mi amo y yo, iba a decir algo; p le tapé la boca. Asintió, comprensivo, mirándome con respeto que, antes, y tuve la certeza de que ya nunca me moría chico. Sonreí, y me devolvió la sonrisa. Sus ojos re cían de excitación. Lo contemplé: menudo, sucio, chorro de agua, con sus patillas mostacho tudescas y la mano en espada. Tenía un chocante aire bravo, como el de esos individuos de poca estatura y talante pacífico que, de pronto, pegando un salto y te arrancan a mordiscos una oreja. Desde luego fuese por el vino o por lo que fuera, Cózar no parecía ten ni pizca de miedo. Aquélla, confirmé, era su gran representación. La aventura de su vida.
El capitán apareció al fin, silencioso como se había ido. Me miró y alzó la mano, esta vez con la palma vuelta hacia mí y extendidos los cinco dedos. Cinco hombres, traduje mentalmente. Luego giró el pulgar hacia abajo: enemigos. A continuación movió la mano de un hombro a la cadera opuesta, como indicando una banda, y acto seguido alzó el índice. Oficial, traduje. Uno. Pulgar hacia arriba. Amigo. Entonces comprendí a qué se refería. La banda roja era señal de jerarquía en los tercios. En aquel bosque, el oficial de alta jerarquía sólo podía ser uno.
Diego Alatriste volvió a asomarse a la linde del claro, resguardado tras un árbol. A veinte pasos había una peña entre retamas, al pie de una encina enorme; y junto a ella, un hombre joven con una escopeta en las manos. Era espigado, rubio, vestido con tabardo y calzones de paño verde, y tocado con sombrero de visera. Llevaba polainas altas, manchadas, de barro; y al cinto, desprovisto de espada, unos guantes doblados y un cuchillo de monte. Estaba inmóvil, erguido, de espaldas a la peña; la cabeza alta y un pie ligeramente adelantado. Como si con esa actitud pretendiera tener a raya a los cinco hombres que lo rodeaban en semicírculo.
Las voces del grupo llegaban hasta Alatriste, apagadas por el rumor de la lluvia. Sólo, a veces, una palabra aislada. El hombre vestido de cazador callaba, y era Gualterio Malatesta, cuya capa y sombrero negros relucían de agua, quien llevaba el gasto de la conversación. El italiano era el único que conservaba la espada en su vaina; a uno y otro lado, estrechando el semicírculo en torno al cazador, los otros sicarios, dos de ellos vestidos de monteros reales, tenían las espadas en las manos.
Alatriste se quitó el capotillo. Luego, olvidándose de pistola que llevaba al cinto, en cuyo cebo no podía confiar apoyó las manos en las empuñaduras del cuchillo y de la espada mientras, estudiando el terreno con ojo plático, calculaba distancia y tiempo para recorrerla. El hombre rubio, pensó con amargura, no parecía de mucha ayuda: seguía inmóvil, hierático, la escopeta en las manos, mirando a los asesinos que lo cercaban, el aire tan indiferente como si nada de aquello lo concerniese. Observó que, por hábito de cazada mantenía un faldón del tabardo sobre la llave de la escopeta para protegerla del agua. De no ser por la lluvia, el barro los cinco hombres amenazantes, se habría dicho que posaba para un retrato cortesano de Diego Velázquez. El capitán compuso una mueca a medio camino entre la admiración; el desprecio. Valor tal vez, se dijo. Pero también, y sobre toda estupidez y absurda compostura a la borgoñona. Al menos quedaba un amargo consuelo: ni siquiera sabiéndose en peligro de muerte, el rey por el que arriesgaba la vida perdía las maneras. Y eso estaba bien. Aunque quizá lo que ocurría era que aquel figurín palaciego no terminaba de creerse lo que estaba pasando, ni lo que iba a pasar.
A fin de cuentas, reflexionó Alatriste, qué infiernos le iba a él mismo en ello. Quién lo obligaba a jugársela por un fulano que no era capaz de mover una mano para defenderse; cual si esperase que bajaran los ángeles del cielo o salieran de la maleza sus arqueros de la guardia o sus tercios, apellidando a Dios y a España. Malas costumbres, las palatinas. Peor crianza. Lo pintoresco era que, en efecto, allí en el bosque estaban los tercios: él, Iñigo, Cózar, con la sombra de María de Castro suspendida en las gotas de lluvia. Siempre había algún imbécil a mano, dispuesto a dejarse matar. El r cuerdo lo estremeció de cólera. Voto a Dios y a quien lo engendró, que seria no poca justicia que aquel boquirrubio, aficionado a gozar de lances sin riesgo y mujeres ajenas, le viera los colmillos al jabalí. Allí no había Guadalmedinas para sacarle las castañas del fuego. Pardiez. Que pagara el precio que, tarde o temprano, pagaban todos. Con Gualterio Malatesta enfrente, aquel precio iba a ser al contado.
—Entregue la escopeta vuestra majestad.
Esta vez las palabras del italiano llegaron claras hasta Alatriste, que se mantuvo oculto tras el árbol, contemplando la escena con malsana curiosidad. Las posibilidades del rey eran mínimas: el cuchillo de montero no contaba, carecía de espada, y en el mejor de los casos todo se reduciría a un tiro de escopeta, si estaba cargada y la pólvora seca.
—Entregadla —repitió uno de los sicarios, impaciente, acercándose al rey con la espada dispuesta.
Entonces Felipe IV hizo algo extraño. Impasible, sin mudar la expresión del rostro, inclinó un poco la cabeza para mirar el arma como si hasta ese momento la hubiera olvidado. Lo hizo con la indiferencia de quien observa algo sin la menor importancia. Tras un instante de inmovilidad, echó atrás el percutor de la llave de chispa y se llevó la escopeta a la cara. Luego, tras apuntar al sicario con una pasmosa frialdad lo derribó de un escopetazo en la frente.
Ahora sí, pensó Alatriste sacando la temeraria. Qué más da el trapo del que esté hecha la bandera. Ahora sí merece la pena morir por ese rey.
El estampido fue como una señal. Yo estaba con Cózar al otro lado del claro, obedeciendo las últimas indicaciones del capitán para que flanquease a Malatesta y los suyos, y desde allí vi que mi amo abandonaba su resguardo corriendo al descubierto, espada en una mano y cuchillo en la otra. Saqué la mía y fui adelante también, sin comprobar si Cózar llegaba hasta el final y me seguía.
—¡Favor al rey! —lo oí gritar de pronto, a mi espalda—… ¡Ténganse, que yo lo digo!
Virgen santa, pensé. Lo que faltaba. El italiano y los bravos oyeron los gritos y el chapoteo de nuestros pasos sobre los charcos y el barro, y se volvieron, sorprendidos. Eso fue lo último que pude apreciar con nitidez: la cara de Malatesta vuelta hacia nosotros, su gesto de furia gritando órdenes a los suyos mientras metía mano con la celeridad de un rayo, los aceros de los sicarios alzándose entre la lluvia. Y detrás, inmóvil, con la escopeta humeante en las manos, el rey que nos miraba.
—¡Favor al rey! —seguía vociferando Cózar, hecho un tigre.
Éramos dos contra cuatro, pues el representante, supuse, no contaba mucho. Había que andar listo y precaverse. Así que me vi frente a uno de los monteros, le tiré al pasar una cuchillada tan recia que le hizo soltar el arma. Luego, escurriéndome por su lado como urda ardilla, me enfrenté al que estaba detrás. Éste acometió, acero por delante. Me afirmé lo mejor que pude mientras sacaba la daga con la zurda, rogando a Dios no resbalar en el barro. Paré fijando de daga con bastante buena fortuna, gané pies cambiando a la guardia contraria, y agachándome hasta sus rodillas le metí la espada de abajo arriba; lo menos tres palmos por lo blando de vientre. Cuando eché atrás el codo para sacar la hoja, el bravo cayó de bruces mirándome asombrado, con cara de que nada de aquello podía haberle pasado al hijo de su madre. Pero quien me preocupaba ya no era él, sino el que había dejado atrás, sin espada mas con una daga en la otra mano; de manera que me revolví, esperando encontrármelo encima. Entonces vi que estaba trabado con Cózar, reparándose como podía, un brazo estropeado y la daga en la zurda, de los terribles mandobles que el representante le asestaba.
No pintaba mal el lance, después de todo. En lo que a mí se refiere, la herida de Angélica me dolía espantosamente, y confié en que no se abriera con el ejercicio, desangrándome como un puerco. Me volví para socorrer al capitán, y en ese instante, mientras mi amo arrancaba su espada del cuerpo de un bravo que había doblado y echaba sangre por la boca como un jarameño, observé que Gualterio Malatesta, negro y firme bajo la lluvia, se pasaba la espada a la otra mano, sacaba del cinto una pistola, y tras una breve vacilación entre mi amo y el rey apuntaba a este último a cuatro pasos. Yo estaba demasiado lejos para intervenir, y hube de ver, impotente, cómo el capitán, recobrado su acero, intentaba interponerse en la trayectoria del disparo. Pero también él estaba lejos. Alargó Malatesta la mano armada, apuntando con sumo cuidado; y vi que el rey, mirando a la cara a su asesino arrojaba la escopeta, erguía el cuerpo y cruzaba los brazos, resuelto a que el pistoletazo lo hallase con la debida compostura.
—¡A mí esa bala! —gritó el capitán.
El italiano ni se inmutó. Seguía apuntando al rey. Apreté el gatillo y golpeó el pedernal en la cazoleta.
Nada.
La pólvora estaba mojada.
Acero en mano, Diego Alatriste se interpuso entre Malatesta y el rey. Nunca había visto al sicario con aquel semblante. Estaba descompuesto. Movía la cabeza incrédulo, contemplando la inútil pistola que tenía en la mano.
—Tan cerca —le oyó decir.
Luego pareció volver en sí. Miró al capitán como si lo viera por primera vez, o no recordara que estuviese allí, y al cabo sonrió un poco, siniestro, bajo el ala goteante del sombrero.
—Estuve tan cerca —repitió, amargo.
Al fin encogió los hombros y tiró el arma, empuñando la espada con la mano diestra.
—Me habéis arruinado el negocio.
Se soltaba el lazo de la capa, que le estorbaba los movimientos. Señaló con el mentón al rey, pero seguía mirando a Alatriste.
—¿De veras creéis que tal amo merece la pena?
—Venga —respondió el capitán, seco.
Lo dijo en tono de vamos a lo nuestro. Mostraba su espada, señalando con ella la que Malatesta empuñaba. El italiano estudió los aceros y luego al rey, considerando si quedaba alguna manera de terminar el trabajo. Después encogió, de nuevo los hombros mientras doblaba con parsimonia la capa mojada sobre el brazo izquierdo.
—¡Ténganse al rey! —seguía gritando Rafael de Cózar, trabado con su enemigo.
Malatesta miró en aquella dirección, el aire entre divertido y fatalista. Entonces vino la sonrisa. El capitán advirtió e peligroso trazo blanco en el rostro picado de viruela, el destello de crueldad en los ojos sombríos. Y se dijo: esta serpiente no está vencida todavía. La certeza vino de golpe, haciéndolo reaccionar y precaverse un momento antes de que, el italiano arrojase la capa sobre su espada, para estorbársela. Aun así, Alatriste perdió un instante desembarazándose del paño mojado; mientras lo hacía, el acero de Malatesta centelleó ante sus ojos cual si buscara dónde clavarse, pasó de largo y se dirigió hacia el rey.
Esta vez el monarca de ambos mundos retrocedió un paso. Alatriste alcanzó a leer la incertidumbre en sus ojos azules mientras, ahora sí, el augusto belfo austríaco se crispaba esperando la estocada. Demasiado cerca para seguir impertérrito, supuso el capitán, con los ojos negros de Malatesta encarnando la mirada misma de la Muerte. Pero el instante que él había ganado adivinando la intención fue suficiente. El acero se interpuso al acero, desviando el antuvión que parecía inevitable. La hoja de Malatesta resbaló a lo largo de su espada, pasando a menos de una cuarta de la real gorja.
—Puerca miseria —maldijo el italiano.
Y eso fue todo. Luego volvió la espalda, corriendo como un gamo entre los árboles.
Yo había asistido a la escena de lejos, impotente, pues todo ocurrió en medio avemaría. Al ver huir a Malatesta, mientras el capitán se volvía hacia el rey para comprobar que no estaba herido por la cuchillada del italiano, salí detrás sin pensarlo, pisoteando charcos, espada en mano. Corrí así, agachando el rostro y el brazo alzado para protegerme de las ramas que me arrojaban encima ráfagas de agua. La figura negra de Malatesta llevaba poca ventaja; yo era joven y de buenas piernas, de manera que le fui dando alcance. De pronto miró atrás, me vio solo y se detuvo, recobrando el aliento. Llovía con tanta fuerza que el barro parecía hervir a mis pies.
—Quédate ahí —dijo, apuntándome con su espada.
Me detuve, indeciso. Tal vez el capitán venía a los alcanes pero de momento estábamos solos.
—Ya está bien por hoy —añadió.
Empezó a caminar de nuevo, esta vez de espaldas, s quitarme la vista de encima. Entonces me di cuenta de que cojeaba: al apoyar el pie derecho, el mentón se le descomponía en una mueca de dolor. Sin duda estaba herido de la escaramuza, o se había lastimado al correr. Parecía cansado bajo el aguacero, empapado y sucio. Había perdido el sombrero en la carrera, y el cabello, largo y mojado, se le pega a la cara. Tal vez su rotura y su fatiga, pensé, iguale destreza y me dé una oportunidad.