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Authors: Jan Guillou

El Caballero Templario

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Segunda parte de la aventura de las cruzadas en un escenario inédito: el norte de la Europa del siglo XII.

Año de gracia de 1177. Arn de Gothia ya es todo un aguerrido veterano entre los cruzados de Tierra Santa. Después de diez años, ha aprendido a llevarse bien incluso con los seguidores de Mahoma, a los que debería combatir. En su Suecia natal, Cecilia ha dado a luz a su hijo recluida en el convento y sueña con su regreso a casa.

Jan Guillou

El Caballero Templario

Trilogía de las Cruzadas II

ePUB v1.0

jubosu
15.12.11

Título original: Tempelriddaren

Autor: Jan Guillou

ISBN: 9788408046660

Editorial: EDITORIAL PLANETA, S.A.

¡EN NOMBRE DE DIOS, EL PIADOSO, EL MISERICORDIOSO!

Grande es Dios en su magnificencia, Él, que durante la noche condujo a sus servidores desde el sagrado lugar de oraciones de Kaaba hasta el más alejado lugar de oraciones, cuyos alrededores hemos bendecido, para mostrarle nuestros símbolos; Dios es Quien todo lo oye, Quien todo lo ve.

El Sagrado Corán (sura 17, verso 1)

Prólogo

Aquella noche, Gabriel, el arcángel de Dios, fue junto a Mahoma lo tomó de la mano y lo condujo hasta el sagrado lugar de oraciones de Kaaba. Allí esperaba Al Buraq, el alado, para llevarlos hasta el lugar que Dios había determinado.

Y Al Buraq, que con un solo paso podía caminar de horizonte en horizonte, extendió sus blancas alas y ascendió en línea recta hacia el espacio estrellado y condujo a Mahoma, que la paz acompañe su nombre, y a sus seguidores hasta la sagrada ciudad de Jerusalén y hasta el lugar en que una vez existió el templo de Salomón. En este punto estaba el más alejado lugar de oraciones del muro occidental.

Y el arcángel Gabriel condujo de la mano al mensajero de Dios hasta aquellos que lo precedieron, hasta Moisés, hasta jesús, hasta Yahía, a quien los infieles llaman Juan Bautista, y hasta Abraham, que era un hombre alto con cabello negro y un semblante exactamente como el del Profeta, que la paz lo acompañe, mientras que Jesús era un hombre más bajo con cabello castaño y pecas.

Los profetas y el arcángel Gabriel ofrecieron ahora al mensajero de Dios que escogiese bebida, y le dieron a elegir entre leche y vino, y optó

por la leche. Entonces el arcángel Gabriel dijo que ésta era una sabia decisión y que de ahora en adelante todos los fieles seguirían este ejemplo.

Luego el arcángel Gabriel acompañó al mensajero de Dios hasta la roca donde una vez Abraham estuvo dispuesto a sacrificar a su hijo, y en esta roca había apoyada una escalera que llevaba hasta los siete cielos de Dios. Y así Mahoma, que la paz lo acompañe, ascendió a través de los siete cielos hasta el trono de Dios, y observó en su camino cómo el ángel Malik abría la puerta al infierno donde los condenados, con los labios partidos al igual que los camellos, eran obligados en sus eternos suplicios a comer brasas que seguían siendo fuego al salir por sus traseros.

Pero durante su ascenso al cielo de Dios, Su mensajero también contempló el paraíso con sus jardines en flor y atravesados por agua fresca y vino de aquel que no trastorna los sentidos.

Cuando Mahoma regresó a La Meca tras su viaje celestial llevaba instrucciones de Dios de predicar la Palabra entre las personas, y con ello empezó la escritura del Corán.

Una generación más tarde, la nueva fe y sus guerreros surgieron como una tormenta desde los desiertos de Arabia y un nuevo imperio fue creado.

El califa de Ummayad, sucesor del Profeta, Abul Malik ibn Marwan hizo construir, entre Anni Domini 685 y 691, primero una mezquita en el «más alejado lugar de oraciones», que es exactamente lo que significa Al Aksa, y una mezquita sobre la roca en la que Abraham pensó sacrificar a su hijo y Mahoma ascendió al cielo, Qubbat al Sahkra, la mezquita de la Roca.

En el Anno Domini 1099, la tercera ciudad más sagrada de los fieles y el tercer lugar de oraciones más importante sufrió una catástrofe. Los francos cristianos conquistaron la ciudad profanándola del modo más espantoso. Con espadas y lanzas, asesinaron a todo ser vivo, excepto a los judíos de la ciudad, a quienes quemaron vivos en la sinagoga. La sangre corría tan espesa por las calles que hubo un tiempo en que alcanzaba a cubrir los tobillos de un hombre. Nunca más en esta conflictiva parte del mundo volvió a realizarse una masacre como aquélla.

La mezquita de la Roca y Al Aksa fueron convertidas por los francos en templos de oración propios. Y al poco tiempo el rey cristiano de Jerusalén, Balduino II, cedió Al Aksa como cuartel y establo para los enemigos más temidos de los fieles, los templarios.

Un hombre rezó un juramento sagrado prometiendo que recuperaría Al Quds, la ciudad sagrada llamada Jerusalén por los infieles. En el mundo cristiano y en nuestros idiomas, ese hombre es conocido con el nombre de Saladino.

I

E
n el sagrado mes de luto del Moharram, que esta vez coincidió con la época más calurosa del verano del año 575 tras Hijra, Anno Domini 1177, según los infieles, Dios envió su más peculiar salvación a aquel de Sus fieles a quien más amaba.

Yussuf y su hermano Fahkr cabalgaban como si en ello les fuera la vida y, tras ellos, a un lado, protegiéndolos de las flechas del enemigo, los seguía el emir Moussa. Los perseguidores eran seis y poco a poco los iban alcanzando. Yussuf maldijo su propia soberbia, que le había hecho creer que algo así jamás sucedería, puesto que él y su séquito tenían los caballos más rápidos. Pero el paisaje aquí en el valle de la muerte era tan inhóspito y seco como pedregoso. Eso, unido a la sequía al oeste del mar Muerto, hacía que fuese peligroso cabalgar demasiado de prisa, aunque parecía que este hecho no les preocupaba en absoluto a los perseguidores. Si alguno de ellos tenía que caer, tampoco resultaría tan fatídico como si caía uno de los perseguidos.

De repente Yussuf decidió dar un brusco giro hacia el oeste, hacia las montañas, donde albergaba la esperanza de hallar protección. Pronto los tres jinetes perseguidos seguían un wadi, una ría seca, en una pronunciada pendiente hacia arriba. Pero el wadi se estrechaba y profundizaba de modo que pronto parecía como si montasen por un alargado cuenco, como si Dios los hubiese cazado en su huida y ahora los dirigiese en una única dirección. Sólo había un camino que los llevaba por una subida cada vez más pronunciada y que hacía que fuese más difícil mantener el ritmo. Los perseguidores se iban aproximando, pronto estarían a tiro. Los perseguidos ya se habían atado los escudos redondos y herrados a las espaldas.

Yussuf no tenía por costumbre rezar por su vida, pero ahora que se veía obligado a reducir la velocidad entre las traicioneras rocas en el fondo del wadi, lo invadió un verso de las palabras de Dios que recitaba jadeando y con los labios rotos:

Quien ha creado la vida y la muerte para poneros a prueba y mostraros quién de vosotros en sus actos es el mejor. Aquél es el Todopoderoso, quien siempre perdona.

Y entonces Dios puso a su amado Yussuf a prueba mostrándole, primero como un espejismo en la luz de la puesta del sol, y luego con una tremenda claridad, la más espantosa visión que un fiel en esta complicada situación podía llegar a tener.

Arriba, desde la otra dirección del wadi se acercaba un templario con la lanza bajada y, detrás de él, su sargento. Los dos enemigos de todo lo vivo y todo lo bueno cabalgaban con tal velocidad que sus mantos ondeaban tras ellos en forma de grandes alas de dragón, venían como los djins del desierto.

Yussuf detuvo su caballo en seco, buscando a tientas el escudo que ahora debía coger de la espalda para enfrentarse a la lanza del infiel. No sentía miedo, sino la fría excitación que comportaba la proximidad de la muerte y acercó su caballo a la escarpada pared del wadi para reducir así la superficie sobre la que golpear y aumentar el ángulo de la lanza del enemigo.

Pero entonces el templario, que ahora estaba a poca distancia, alzó su lanza e hizo con el escudo unos gestos en señal de que Yussuf y los otros fieles se apartaran para no entorpecer el camino. Así lo hicieron y al instante siguiente pasaron tronando los dos templarios, que soltaron sus mantos y los dejaron caer revoloteando en la polvareda que surgía tras ellos.

Yussuf se apresuró a gesticular una orden a su séquito, de modo que ascendieron con muchas dificultades y los cascos de los caballos resbalando por la pronunciada pendiente del wadi hasta llegar a un lugar donde verían con toda claridad el panorama. Ahí, Yussuf dio media vuelta a su caballo y se detuvo, pues quería comprender lo que Dios pretendía con todo aquello.

Los otros dos querían aprovechar la ocasión para retirarse mientras los templarios y los bandoleros se las apañaban entre ellos. Pero Yussuf interrumpió todos esos razonamientos con un irritado gesto con la mano, porque realmente quería ver lo que estaba a punto de suceder. Jamás había estado tan cerca de un templario, aquellos viles demonios, y tenía una fuerte sensación, como si la voz de Dios se lo aconsejase, de que debía ver lo que ahora sucedería y que el sentido común se lo impidiese. Lo sensato habría sido continuar cabalgando hacia Al Arish mientras que la luz lo permitiese, hasta que la oscuridad llegase con su manto protector. Pero lo que veía a continuación no lo olvidaría nunca.

Los seis bandoleros no tenían mucha alternativa cuando descubrieron que ahora, en lugar de perseguir a tres hombres ricos, se enfrentaban a dos templarios lanza contra lanza. El wadi era demasiado estrecho para que pudiesen detenerse, dar media vuelta e iniciar la retirada antes de ser alcanzados por los francos. Tras dudar un instante, hicieron lo único que podían hacer: se agruparon de forma que cabalgaban de dos en dos y espolearon a sus caballos para no enfrentarse detenidos al ataque.

El templario vestido de blanco que cabalgaba delante de su sargento hizo primero un amago de atacar al que iba a la derecha de la primera pareja de bandoleros, y cuando éste alzó su escudo para recibir el terrible golpe de lanza —Yussuf tuvo tiempo de preguntarse si el bandolero comprendía lo que le esperaba—, el templario invirtió el galope de su caballo con un rápido movimiento que debería haber sido imposible en tan difícil terreno, tomó un ángulo completamente diferente y atravesó con su lanza el escudo y el cuerpo del bandolero de la izquierda, soltando su lanza en ese mismo instante para no ser empujado él mismo del caballo. En ese preciso momento, el sargento se enfrentó al sorprendido bandolero de la derecha, que se había encogido tras su escudo esperando un golpe que no llegó y ahora sacaba la cabeza para, desde el lado contrario, recibir la lanza del otro enemigo en la cara.

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