Iker contuvo una alegría mezclada con miedo.
—¡Amu, el Anunciador!
Amu era alto, flaco y barbudo. A su alrededor, guerreros sirios armados con lanzas. Los cananeos depusieron sus armas e hicieron una gran reverencia, en señal de sumisión. Iker los imitó, observando a aquel personaje de rostro hosco, responsable del maleficio que afectaba a la acacia.
Haberlo descubierto parecía un milagro, pero también era preciso asegurarse de su culpabilidad y, luego, encontrar el medio de hacer llegar las informaciones a Nesmontu. ¿Le daría tiempo el Anunciador?
—¿De dónde venís, pandilla de harapientos? —preguntó Amu, agresivo.
—Del lago amargo —respondió el decano de los cananeos con voz temblorosa—. Unos merodeadores de las arenas nos atacaron, nuestro jefe resultó muerto. Sin la intervención de este joven egipcio, prisionero nuestro, nos habrían masacrado. Él arengó a los que huían y aseguró nuestras filas. Lo hemos convertido en un buen esclavo, te servirá bien.
—¿Cómo habéis llegado hasta aquí?
—El jefe sabía que habías acampado en la región. Deseaba venderte el rehén; yo te lo regalo como prenda de amistad.
—¡De modo que habéis huido ante el enemigo!
—¡Los beduinos nos agredieron antes de hablar! No es ésa la costumbre.
—Las costumbres de mi tribu imponen la eliminación de los cobardes. ¡Degolladlos a todos salvo al egipcio!
Sanguíneo
se pegó a las piernas de Iker y enseñó los colmillos, impidiendo que nadie se acercara a él.
Los sirios se cargaron alegremente a los cananeos. Entre ambos pueblos no había estima ni amistad, de modo que Amu no perdía ocasión de eliminar a aquella chusma. Los cadáveres fueron desvalijados y abandonados a las hienas.
—Tu protector es temible —dijo Amu al extranjero—. Incluso herido por varias flechas, un perrazo de este tamaño sigue combatiendo. ¿Cómo te llamas?
—Iker.
—¿De dónde te sacaron esas ratas?
—Me liberaron.
Amu frunció el ceño.
—¿Quién te había detenido?
—Los egipcios.
—¿Tus compatriotas? ¡No lo comprendo!
Tras haber intentado en vano acabar con el faraón Sesostris, me he convertido en su enemigo jurado. Conseguí abandonar Menfis y cruzar los Muros del Rey, pero la policía de Nesmontu me encarceló en Siquem. Esperaba que los cananeos me permitieran unirme a la resistencia, pero en vez de ayudarme, me redujeron a la esclavitud.
Amu escupió.
—¡Esos cobardes no valen nada! Aliarse con ellos lleva al desastre.
—Me he fijado un objetivo —afirmó Iker—: servir al Anunciador.
Los ojillos negros de Amu brillaron de excitación.
—¡Tienes ante ti al Anunciador! Y yo cumplo mis promesas.
—¿Seguís decidido a derribar a Sesostris?
—¡Ya está tambaleándose!
—El maleficio que ataca al árbol de vida carece de eficacia.
—¡Lanzaré otros maleficios! Hace mucho tiempo que los egipcios tratan de interceptarme, pero nunca lo conseguirán. Mi tribu domina la región y las mujeres me dan numerosos hijos. Pronto formarán un ejército victorioso.
—¿No pensáis en federar los clanes? De ese modo, lanzaríais una ofensiva capaz de barrer las tropas del general Nesmontu.
Amu pareció ofendido.
—Una tribu es una tribu, un clan es un clan. Si comenzamos a cambiar eso, ¿qué será de la región? El mejor jefe se impone a los demás, ¡ésa es la única ley! Y el mejor soy yo. ¿Sabes manejar el bastón arrojadizo, muchacho?
—Me las apaño.
—Tienes dos días para perfeccionarte. Luego atacaremos un campamento de merodeadores de las arenas que acaban de desvalijar una caravana. Y en mi territorio soy yo el único que puede robar y matar.
Iker dormitaba, protegido por el perro. Se había entrenado durante horas para lanzar el bastón arrojadizo y alcanzar blancos cada vez más pequeños y cada vez más lejanos. Espiado, no podía hacer una actuación mediocre. Concentrado, con gesto amplio y seguro, no decepcionó.
Amu lo dejaba moverse con libertad, pero Iker se sentía constantemente vigilado. Si intentaba huir, sería abatido. La tribu lo juzgaría durante el combate contra los beduinos. So pena de sufrir la suerte de los cananeos, debería superar aquella prueba.
¿Qué estaría haciendo Isis en Abydos a aquellas horas? O celebraba los ritos o meditaba en un templo o, quizá, leía un texto que hablaba de los dioses, de lo sacro y del combate de la luz oponiéndose a la nada. Evidentemente, no pensaba en él. Cuando le comunicaron su muerte, ¿se habría conmovido aunque sólo fuera por un instante?
Algunos de sus pensamientos permanecían, sin embargo, junto a él… En los peores momentos, sólo aquel vínculo, tan tenue, lo salvaba. En lo más hondo de su soledad, Isis seguía dándole esperanza. La esperanza de decirle, con toda la fuerza de su amor, que no podía vivir sin ella.
—Despierta, muchacho, hay que partir. Mi explorador acaba de indicarme el emplazamiento del campamento de los beduinos. Esos imbéciles se creen a salvo.
Amu no se andaba con estrategias. Dio una orden y fue una riada. Como la mayoría de los merodeadores de las arenas dormían a pierna suelta, su capacidad de defensa se redujo al mínimo. Acostumbrados a desvalijar a mercaderes desarmados, opusieron una leve resistencia a los desenfrenados sirios.
Uno de los beduinos consiguió escapar de la matanza arrastrándose hacia el interior del campamento y, luego, haciéndose el muerto. Por el rabillo del ojo vio a Amu presumiendo muy cerca de él. El superviviente quiso vengar a sus camaradas. Estaba perfectamente colocado, y sólo le bastaba con hundirle el puñal en los riñones.
Pasmado ante la ferocidad de sus nuevos compañeros, Iker no había intervenido, y al quedarse atrás descubrió un falso cadáver que se levantaba y se disponía a golpear. El hijo real lanzó su bastón arrojadizo, que alcanzó al beduino en la sien.
Furibundo, Amu pisoteó al herido y le hundió el pecho.
—Esa rata ha intentado matarme, ¡a mí! Y tú, egipcio, me has salvado.
Por segunda vez, Iker corría a socorrer al enemigo. Dejar que el Anunciador muriera sin obtener el máximo de informaciones hubiera sido catastrófico. El hijo real debía ganarse su confianza y saber cómo hechizaba la acacia de Osiris.
Mientras sus hombres saqueaban el campamento, Amu llevó a Iker hacia la única tienda que aún seguía intacta; las demás ardían.
Con su puñal, el jefe cortó la tela, improvisó una entrada y despertó gritos de terror. En el interior había una decena de mujeres y otros tantos niños apretujados unos contra otros.
—¡Mira esas hembras! Las más hermosas entrarán en mi harén y sustituirán a las que ya no deseo. Mis valientes las utilizarán.
—¿Respetaréis a los niños? —preguntó el escriba.
—Los robustos servirán de esclavos, los débiles serán eliminados. ¡Me traes suerte, muchacho! Nunca había conocido un triunfo tan fácil. Y no olvido que te debo la vida.
Rabioso, Amu agarró a una morena del pelo y la atrajo hacia sí.
—¡A ti voy a demostrarte en seguida mi excelente salud!
El clan tomó por un uadi seco que había excavado su lecho entre dos acantilados y parecía no llevar a ninguna parte. Un explorador marchaba muy por delante, la retaguardia permanecía al acecho.
—Te concedo un inmenso privilegio —le anunció Amu al egipcio—. Serás el primer extranjero que ve mi campamento secreto.
Iker no lamentaba haber utilizado su bastón arrojadizo, ya que, ganándose la confianza del Anunciador, iba a descubrir, por fin, su madriguera.
El lugar estaba oculto y era, a la vez, fácil de guardar. En el centro de una región árida y desértica, un pequeño oasis ofrecía agua y alimentos. Ayudados por esclavos, los sedentarios cultivaban legumbres. Un corral albergaba algunas aves.
—Aquí cohabitan sirios y cananeos —aclaró Amu—, pero es una excepción. Estos han aprendido a obedecerme ciegamente y a no lloriquear ya.
—¿No habría que formar una gran coalición para atacar Siquem? —insistió Iker.
—Volveremos a hablar de eso. ¡Celebremos primero nuestra victoria!
Todos los miembros del clan sentían devoción por su jefe, que recibió masajes, fue ungido con aceite aromático e instalado en mullidos almohadones, al abrigo de una vasta tienda. Una procesión de esclavos cananeos sirvió los platos, y corrió a chorros el licor de dátiles.
Cuatro mujeres, cariñosas y metidas en carnes, llevaron a su lecho a un Amu ahíto y borracho como una cuba.
Iker no imaginaba así al Anunciador.
Isis siguió al faraón hasta su templo de millones de años; llevaba una larga túnica blanca sujeta al talle por un cinturón rojo, y los cabellos sueltos.
Entraron en una capilla de techo estrellado. Una sola lámpara la iluminaba.
—Recorrer el camino de los misterios implica cruzar una nueva puerta —reveló el rey—. Peligrosa etapa, pues, para enfrentarte al criminal que maneja contra Osiris la fuerza de Set, debes convertirte en una auténtica maga. Así, el cetro que te he entregado será palabra fulgurante y luz eficaz, capaz de detener los golpes de la suerte. ¿Aceptas correr ese riesgo?
—Lo acepto, majestad.
—Antes de unirte a las potencias de la Enéada, enjuágate la boca con natrón fresco y calza sandalias blancas.
Cumplido el rito, el monarca puso en los labios de Isis una estatuilla de Maat.
—Recibe las fórmulas secretas de Osiris. Las pronunció cuando reinaba en Egipto, y le sirvieron para crear la edad de oro y transmitir la vida. Ahora, perfora las tinieblas.
El monarca levantó un jarrón por encima de la cabeza de Isis. Brotó de él una energía luminosa que envolvió el cuerpo de la sacerdotisa.
Al fondo de la sala, una cobra real se irguió sobre el techo de la nao, en posición de ataque.
—Toca su pecho y sométela —ordenó Sesostris.
El miedo no impidió a la joven avanzar.
La serpiente, por su parte, estaba dispuesta a atacar.
Isis no pensaba en sí misma, sino en el combate a favor del árbol de vida. ¿Por qué el genio del mundo subterráneo, reptil temible y fascinante, iba a pertenecer al bando de los destructores? ¿Acaso, sin él, no sería estéril el suelo?
La mano derecha de la joven se adelantó lentamente y la cobra se inmovilizó.
Cuando le tocó el pecho, un halo de luz rodeó su cabeza y modeló la corona blanca.
—La fuerza creadora de la Grande de magia circula por tus venas —declaró el rey—. Hazla activa, maneja los sistros.
El monarca ofreció a la muchacha dos objetos de oro, el primero en forma de naos flanqueado por dos varillas espirales, el segundo compuesto por unos montantes llenos de agujeros en los que se engastaban unas varillas metálicas.
—Cuando los hagas sonar, oirás la voz de Set, animadora de los cuatro elementos. Así disiparás la inercia. Gracias a las vibraciones, las potencias vitales despiertan. Sólo una iniciada puede intentar semejante experiencia, pues estos instrumentos son peligrosos. Depositarios del perpetuo movimiento de la creación, ciegan a la mala tañedora.
Isis empuñó los mangos cilíndricos.
Los sistros le parecieron tan pesados que estuvo a punto de soltarlos, pero sus muñecas aguantaron, y nació una extraña melodía. Del sistro-carraca emanaban unas notas ácidas y penetrantes; del sistro-naos, un canto dulce, hechicero. Isis buscó el ritmo adecuado y los sones se mezclaron de modo armonioso.
Durante unos instantes, la vista se le nubló. Luego la música fue ampliándose, hasta el punto de que hizo vibrar las piedras del templo, y la sacerdotisa sintió un perfecto bienestar.
Acto seguido devolvió los sistros al rey, que los depositó ante la estatua de la cobra coronada.
Salieron del templo y Sesostris llevó a Isis hasta orillas del lago sagrado.
—Al apaciguar a la Grande de magia, tu mirada ve lo que los ojos profanos no disciernen. Contempla el centro del lago.
Poco a poco, la superficie del agua adoptó unas dimensiones inmensas, hasta confundirse con el cielo. El
Nun
el océano de energía de donde todo nacía, se revelaba a Isis. Un fuego iluminó el agua y, al igual que la primera vez, el loto de oro con pétalos de lapislázuli nació de la isla, inflamándola.
—Que todas las mañanas pueda levantarse en el valle de luz —oró el rey—. Que renazca ese gran dios vivo llegado de la isla de la llama, el hijo de oro salido del loto. Respíralo, Isis, como lo respiran las potencias creadoras.
Un olor suave y hechicero se extendió por el paraje de Abydos.
El loto se esfumó y el lago sagrado recuperó su habitual apariencia. En la superficie del agua se dibujó un rostro, disipado muy pronto por las ondas que engendraba el viento.
Sin embargo, Isis lo había reconocido: era el de Iker.
—Está vivo —murmuró.
—Cuerpo a tierra —ordenó Amu.
Imitando a los guerreros del clan sirio, Iker se lanzó a la arena cálida y dorada.
—¿Los ves, muchacho?
Desde lo alto de la duna, el escriba observaba el campamento de los beduinos, convencidos de estar seguros. Las mujeres cocinaban, los niños jugaban y los hombres dormían, salvo unos pocos centinelas.
—Detesto esta tribu —confesó Amu—. Su jefe me robó una soberbia hembra que me habría dado hijos robustos. ¡Y además posee el mejor pozo de la región! Su agua es dulce y fresca. Me apoderaré de él y aumentaré la extensión de mi territorio.
«He aquí un proyecto digno del Anunciador», estimó Iker, cuyas dudas no dejaban de aumentar. Amu pasaba el tiempo retozando con las beldades de su harén, comiendo y bebiendo. Nunca hablaba de la conquista de Egipto ni de aniquilar al faraón. Mimado por sus mujeres, adulado por sus guerreros, llevaba la tranquila existencia de un bandolero acomodado. ¡Por fin se decidía a actuar!
—Eliminemos primero a los centinelas —propuso Iker.
—¡He ahí una estrategia de egipcio! —ironizó Amu—. Yo no me ando con tantas precauciones. ¡Bajemos por la duna aullando y acabemos con esa chusma!
Dicho y hecho.
Los sílex brotaron de las hondas e hirieron a la mayoría de los beduinos. La jauría sólo encontró una débil resistencia y no respetó a los chiquillos. Divirtiéndose, los sirios reventaron los ojos de los escasos supervivientes, cuya agonía fue interminable. Como el harén de Amu estaba atestado, no se perdonó a mujer alguna.
—No lo lamentes —le confesó a Iker, que estaba a punto de desvanecerse—. ¡Realmente eran demasiado feas! ¿No estás bien, muchacho?