Poco a poco, la distancia se redujo.
Y el fugitivo cayó, incapaz de levantarse.
Cuando Iker llegó a su altura, vio que se alejaba una víbora cornuda, de ancha cabeza, cuello estrecho y gruesa cola.
Lo había mordido en el pie, por lo que el infeliz no sobreviviría mucho tiempo.
Un joven nubio, de mirada perdida.
—¡Los dioses me han castigado! No debería haber desvalijado los cadáveres en los fortines de Ikkur y de Kuban… ¡No sabía que ella volvería para devorarlos!
—¿De quién estás hablando?
—¡De la leona, de la enorme leona! Acabó con las dos guarniciones, las flechas no la alcanzaban, los puñales no la herían…
El moribundo quería seguir describiendo la monstruosa fiera, pero su respiración se bloqueó y el corazón falló.
—El muchacho decía la verdad —afirmó Iker tras haber relatado las frases del nubio.
—La situación es mucho más grave de lo que yo imaginaba —reconoció Sesostris— Las tribus nubias se han rebelado, conducidas por el Anunciador. Ha preparado una serie de trampas para exterminarnos y, luego, invadir Egipto. ¿Quién sino él habría despertado a la leona destructora que ningún ejército podría derribar? La Terrorífica recorre ahora el gran sur. Estamos, pues, vencidos de antemano.
—¿Existe algún medio de dominarla? —preguntó Sehotep.
—Sólo la reina de las turquesas puede apaciguarla y transformar su furor en dulzura.
—La piedra existe —recordó Iker—. Yo la extraje de las minas de Serabit el-Khadim.
—Por desgracia, ahora está en manos del Anunciador —precisó el rey.
—¡La trampa se cierra así! —observó el general Nesmontu—. Quiere atraernos hasta Buhen, o más allá incluso, hasta el punto donde se reúnen las tribus nubias. Con la ayuda de esa leona invencible, nos aplastarán. Y ese demonio ya no tendrá obstáculos ante sí.
—¿No sería mejor desandar lo andado y fortificar Elefantina? —propuso Sekari.
—Ya he conocido ese tipo de situaciones en las que la superioridad del enemigo debería haberme convencido de renunciar. Si hubiera cedido al miedo y a la desesperación, ¿qué habría sido de Egipto? Como podéis comprobar, nuestros adversarios no son sólo humanos deseosos de conquistar un territorio. Quieren destruir a Osiris, impidiendo la celebración de los misterios. Sólo su enseñanza nos permitirá actuar con rectitud.
—Mandaré de inmediato un batallón de prospectores para que recojan el máximo de jaspe rojo y cornalina —decretó el viejo general—. Cada soldado deberá tener algunos fragmentos para mantener la leona a distancia. A esa bestia le horroriza la sangre del ojo de Horus petrificada en el jaspe y la llama oculta en el corazón de la cornalina. No bastará para vencerla, y los hombres mal equipados corren el riesgo de ser devorados. Pero, al menos, podremos avanzar.
—¡Conocéis bien a esa fiera!
—A mi edad, muchacho, ya se ha danzado mucho. No me desagrada enfrentarme con ella por segunda vez, esperando lograr que se trague la cola.
—Hay un detalle que me intriga —intervino Sekari— ¿Por qué emprenderla con los fortines de Ikkur y Kuban, y avisarnos así de los peligros que nos acechan? Hubiera sido más astuto dejarnos avanzar y atacarnos por sorpresa.
—El Anunciador prevé nuestra reacción —consideró Iker—: seguir adelante. Así pues, desea que abandonemos lo antes posible este lugar.
—¿Qué secreto puede ocultar?
—La pista del uadi Allaki conduce a una mina de oro —respondió el rey—. Y el Anunciador asesinó al general Sepi en esa pista.
—Es una mina agotada y tiene un recorrido impracticable, según los informes de los especialistas —subrayó Nesmontu.
—¿Acaso no cometen errores a menudo? —ironizó Sekari.
—Me presento voluntario para explorar el paraje —anunció Iker—. Mi profesor, el general Sepi, sin duda había efectuado un hallazgo importante.
—El objetivo último de nuestra expedición sigue siendo el descubrimiento del oro de los dioses —recordó el faraón—. En él se materializa el fuego de la resurrección. Síntesis y vínculo de los elementos constitutivos de la vida, contiene la luz que transmite los misterios de Osiris. Parte, hijo mío, y ve hasta el fin de esa pista.
—Lo acompaño —declaró Sekari.
Los dos hombres abandonaron el navío almirante.
—Pareces descontento, Nesmontu —advirtió el rey.
—Iker no pertenece al «Círculo de oro» de Abydos, pero ahora conoce algunos de sus secretos. ¿No deberíamos considerar su admisión?
—Debe recorrer un largo camino todavía, e ignoro si lo logrará.
—¿Os sentís mejor? —le preguntó Gergu a Medes.
Algo menos verdoso, el secretario de la Casa del Rey comenzaba a alimentarse de nuevo.
—Desde que ese maldito barco ha atracado, ¡parece que haya vuelto a nacer!
—El Anunciador exterminó las guarniciones de Ikkur y Kuban —murmuró Gergu—. Nuestros mercenarios nubios se han rebelado y los han matado a todos. Desesperado ya, el faraón acaba de reunir a sus íntimos. A mi entender, piensa batirse en retirada. ¡Qué humillación! El ejército quedará desmoralizado y el país debilitado.
—Trata de averiguar algo más.
Gergu divisó a Iker hablando con el doctor Gua.
—¿Te pasa algo?
—Hago una consulta antes de dar un paseo por el desierto.
—Un paseo… ¿Es ése el término adecuado? ¡Yo detesto estas soledades! ¿Acaso no están pobladas de temibles bestezuelas?
—Precisamente entrego al hijo real un remedio eficaz contra las picaduras y las mordeduras —intervino el doctor Gua.
Sal marina, juncia comestible, grasa de íbex, aceite de moringa y resina de terebinto componían un bálsamo con el que los exploradores tendrían que untarse varias veces al día.
—¿Adonde piensas ir? —preguntó Gergu.
—Lo siento, misión secreta.
—¿Y… peligrosa?
—¿No estamos en guerra?
—Sé prudente, Iker, muy prudente. ¡Ninguna pista es segura!
—He conocido cosas peores.
Gergu observó a una decena de prospectores que preparaban sus herramientas y reservas de agua y de comida. ¡Una verdadera expedición a la vista! Hacer preguntas lo habría convertido en sospechoso.
Cuando Gergu se reunió con Medes, éste redactaba el diario de a bordo.
—Un escriba de contacto me abruma con notas dispersas a las que debo dar forma. El rey decreta que se amplíen los fortines de Ikkur y de Kuban, y dobla sus guarniciones. Ni hablar de retirada.
—La flota permanecerá bloqueada aquí mientras Iker no haya regresado de una curiosa misión —reveló Gergu—. Ignoro su temor, pero parece importante.
Este mapa es inexacto —advirtió Sekari— Nos aleja de la supuesta posición de la antigua mina. Dirijámonos al este.
De acuerdo con él,
Viento del Norte
asintió. A la cabeza de un destacamento de unos veinte asnos que llevaban el agua y los alimentos, se tomaba muy en serio su nuevo papel de oficial. En cuanto a su adjunto,
Sanguíneo
, permanecía constantemente ojo avizor.
Los altos fueron numerosos. A causa del intenso calor, hombres y animales bebían a menudo, en pequeña cantidad. La ausencia de tempestad de arena facilitaba su avance.
—Antes de partir, el rey me ha hablado de un descubrimiento de Isis: una ciudad de oro citada en un antiguo documento —le dijo Iker a Sekari—. Lamentablemente, no hay localización precisa.
—Según mis investigaciones, en esta zona sólo había una instalación minera, explotada de modo periódico y olvidada luego, cuando se agotaron los filones.
—¿Y si se tratara de una falsa información propagada por el Anunciador?
Sekari inclinó la cabeza.
—Si estás en lo cierto, quiere apartarnos de este lugar multiplicando las falsas pistas.
—Aquí asesinó al general Sepi. ¿Por qué, sólo porque se acercaba a un tesoro?
Un montón de piedras negras cerraba el camino. Estaban cubiertas de bastos dibujos que representaban demonios del desierto, alados, cornudos y con zarpas.
—Media vuelta —recomendó el decano de los prospectores.
—Nos acercamos al objetivo —objetó Iker—. Teniendo en cuenta lo aproximado del mapa, la mina sólo debe de encontrarse ya a una jornada de marcha.
—Desde hace tres años, ningún profesional ha cruzado este límite. Más allá, se desaparece.
—Tengo que cumplir una misión.
—No contéis con nosotros.
—Eso es una clara insubordinación —anotó Sekari—. Estamos en guerra, ya conoces la sanción.
—Somos seis contra vosotros dos: sed razonables.
—¡Y ahora, amenaza!
—No desafiemos la nada, regresemos a Kuban.
—Largaos tú y tus compadres. Cuando os arresten, me complacerá mandar el pelotón de arqueros que os ejecutará por cobardía y deserción.
—Los monstruos del desierto no son una chanza. El hijo real y tú estáis a punto de cometer una fatal imprudencia.
Obedeciendo las órdenes de
Viento del Norte
, los asnos se negaron a seguir a los desertores. La actitud amenazadora del mastín impidió que insistieran.
Sin darse la vuelta, los prospectores se alejaron.
—¡Que se larguen! Los cobardes y los incapaces hacen fracasar las expediciones mejor preparadas.
—¿Y realmente lo está la nuestra? —se preguntó Iker.
—¿No te recomendaron varias veces que te equiparas?
El hijo real recordó las advertencias del alcalde de Kahun y las de Heremsaf, el intendente del templo de Anubis, asesinado por un esbirro del Anunciador.
—Los monstruos dibujados en esas piedras maléficas nos aguardan al otro lado —afirmó Sekari—. El Anunciador ha embrujado la región. O nos batimos en retirada, o las garras y los picos de esas criaturas nos desgarrarán. El general Sepi no retrocedió porque conocía las fórmulas que los hace inofensivos.
—¡Y, sin embargo, está muerto!
—También el Anunciador conoce esas fórmulas. Modificó el comportamiento de los monstruos y neutralizó las palabras de Sepi.
—Así pues, ¿estamos vencidos de antemano?
—¡Vuelvo al famoso equipamiento!
De una de las bolsas de cuero que llevaba
Viento del Norte
, Sekari sacó dos redes de pesca de malla prieta y sólida.
—¿Son ésas las redes que debemos disponer entre cielo y tierra para capturar las almas errantes de los malos viajeros? —preguntó el escriba.
—Aprenderás a utilizarlas.
—Proceden de Abydos, ¿no es cierto?
—¡Basta ya de charla, a entrenar!
Torpe primero, Iker asimiló en seguida la técnica de lanzar la red. Aun así, no dejaría de utilizar dos armas más, su cuchillo y su bastón arrojadizo.
—Apuesto por tres adversarios —indicó Sekari—. Los dos primeros atacarán de frente, el tercero por detrás.
—¿Quién se encargará de él?
—Sanguíneo. No conoce el miedo.
—¿Y si son más numerosos?
—Moriremos.
—Entonces, háblame del «Círculo de oro» de Abydos.
—Hablar es inútil. Mira cómo actúa.
Rodearon el obstáculo. Iker nunca había visto tan nervioso al mastín. A excepción de
Viento del Norte
, los asnos temblaban.
El ataque se produjo casi en seguida.
Cinco monstruos alados con cabeza de león. En un mismo impulso, Iker y Sekari desplegaron su red. Aprisionadas, dos de las criaturas se hirieron al debatirse, mientras
Sanguíneo
clavaba los colmillos en el cuello de la tercera.
Sekari se apartó justo cuando las garras de la cuarta rozaban su rostro. Tendiéndose en el suelo, Iker hundió su cuchillo en el vientre de la bestia, rodó luego hacia un lado para evitar las abiertas fauces de la quinta fiera, ebria de furor. El hijo real se puso de nuevo en pie y lanzó su bastón arrojadizo.
El arma ascendió hacia el sol, e Iker creyó que había fallado el golpe. Pero cayó con la velocidad del relámpago y destrozó la cabeza del monstruo que lo amenazaba. Se levantó un ligero viento que provocó una nube de arena.
Ni rastro de los agresores, ni de las redes, ni del cuchillo del genio guardián, ni tampoco del bastón arrojadizo.
—Pero ¿han existido? —se preguntó Iker.
—Mira las fauces del mastín —aconsejó Sekari—. Están llenas de sangre.
La cola del perro se agitaba con rapidez. Consciente de haber cumplido con su tarea, apreció las caricias de su dueño.
—¡Mis armas han desaparecido!
—Procedían del otro lado, y han regresado a él. Las recibiste para librar este combate y cruzar esta puerta. Sin tu valor y tu rapidez, habríamos sido vencidos. Sigamos la pista del general Sepi, debe de estar orgulloso de nosotros.
La mina abandonada estaba muy cerca, sus instalaciones en buen estado. Sekari exploró una galería y comprobó la existencia de un hermoso filón, e Iker descubrió un pequeño santuario. En el altar, un huevo de avestruz. Intentó levantarlo, aunque en vano, ya que era muy pesado. Tras duros esfuerzos, Sekari y él lo sacaron de la capilla.
—Rompámoslo —decidió Sekari—. Según la tradición, contiene maravillas.
Cuando Iker tomaba una piedra medio hundida en la arena, un escorpión le picó en la mano y huyó.
El agente secreto conocía los síntomas que seguirían: náuseas, vómitos, sudores, fiebre, bloqueo de la respiración y parada cardiaca. Dado el tamaño del asesino, Iker podía morir en menos de veinticuatro horas.
Sekari untó la mano herida con el bálsamo del doctor Gua y pronunció las fórmulas del conjuro.
—Escupe tu veneno, los dioses lo rechazan. Si arde, el ojo de Set quedará ciego. Arrástrate, desaparece, sé aniquilado.
—¿Tengo alguna posibilidad de vivir?
—Si te asfixias, te practicaré una incisión en la garganta.
Viento del Norte
y
Sanguíneo
se acercaron al joven y le lamieron dulcemente el rostro, cubierto de un desagradable sudor.
—No era un escorpión ordinario —afirmó Sekari—, sino el sexto monstruo encargado de la guardia del tesoro.
Iker ya tenía dificultades para respirar.
—Le dirás… a Isis…
Bajando de las alturas del cielo, un buitre percnopterus de plumaje blanco y pico anaranjado con el extremo negro se posó junto al escriba. Cogió un sílex con el pico y golpeó la parte de arriba del huevo, que se rompió en mil pedazos; de su interior aparecieron unos lingotes de oro. Luego, el gran pájaro emprendió de nuevo el vuelo.
—Es la encarnación de Mut, cuyo nombre significa, a la vez, «muerte» y «madre». ¡Te salvarás, Iker!