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Authors: Jesús Sánchez Adalid

Tags: #Histórico

El camino mozárabe (29 page)

BOOK: El camino mozárabe
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Al ser yo testigo de todo esto, hermano Gemondo, medité largamente y llegué a una triste conclusión: en los reinos del norte que se precian de ser cristianos, ¿acaso no somos de la misma manera crueles y abusivos con nuestros súbditos ismaelitas y judíos?

La condesa Dulcidia, como decía, nos contó muchas cosas; no tenía reparos para descubrir las tribulaciones pasadas y presentes de aquel pueblo sometido. Tampoco la tenía a la hora de echarnos en cara nuestros pecados a nosotros, los cristianos del norte. Porque ellos se consideran hasta tal punto siervos fieles del califa que tienen por enemigos a nuestros reyes y dicen de ellos cosas terribles. Siempre que nombran a nuestro serenísimo Radamiro lo hacen con el sobrenombre del Tirano, el Puerco, el Borracho… ¡Asómbrate! Hablan bien de su perverso califa sarraceno e insultan al legítimo rey cristiano. Esto al principio me causaba una terrible desazón, enfado y hasta rencor hacia ellos. Mas luego reparé en que no era sino el fruto de la ignorancia, de la circunstancia oscura y opresiva en que viven por no haber conocido otra cosa que el dominio agareno. Al fin y al cabo, son leales a quienes les gobiernan, como cualquier otro pueblo que no haya sido liberado de las esclavitudes de este mundo.

Y este acatamiento suyo al poder que los sustenta y rige en la ofuscación fue, precisamente, la causa del grave conflicto que, como más arriba referí, se nos presentó allí.

Resultó que el obispo de Coria, todos sus sacerdotes, abades y demás eclesiásticos se sintieron muy agraviados por las palabras imprudentes del obispo don Julián y así lo manifestaron cuando pudieron; pero este, en vez de buscar la manera de enmendar la cosa, se enardeció, dejándose llevar por su espíritu altanero, belicoso, y acabo ofendiendo aún más a toda aquella jerarquía llamándoles pusilánimes, tibios, serviles y hasta cobardes; los acusó de ser siervos torpes que tributaban al demonio, que entorpecían la libertad de Hispania y el reino de Cristo, que vivían en el error y el pecado… ¡Todo eso les echó a la cara!

Se formó un gran revuelo entre los cristianos de la ciudad, y a punto estuvo de armarse una contienda, que hubiera terminado muy mal de no ser porque intervino el conde Odoino. Reunió este a todos sus magnates, al obispo, a los sacerdotes, jueces y monjes, y decidieron entre todos, ¡gracias a Dios!, no resolver la querella con armas, sino mediante componendas y reparaciones. Para este menester, obraron como era costumbre en ellos: acudiendo a instancias más altas.

Y así fue como vino a caerme a mí el problema encima. El conde estimó que, siendo yo la reina, tenía autoridad sobre todos los cristianos del norte y, por ende, sobre aquellos que habían venido a Coria. Por tanto, debía resolver el conflicto y hacer uso de mi autoridad para reprender y contener al pendenciero obispo de Palencia. ¡Fíjate! Por más que insistí diciéndoles que yo era monja y que no tenía jurisdicción ni poder temporal alguno, no me hicieron caso y se empeñaron a toda costa en que hiciera valer la justicia. Entonces reparé en la parte de culpa que me correspondía por tener que intervenir en aquel trance, puesto que había consentido torpemente en ser considerada reina para complacer al conde. Las claudicaciones a la vanidad siempre se pagan. Y viendo que no podría escapar del compromiso, decidí mediar, no para imponer veredicto alguno, sino para intentar aplacar al obispo don Julián y hacerle entrar en razón.

Con este fin, me reuní con él. Le expliqué con mesura lo que estaba pasando, lo enojados que estaban nuestros anfitriones y el peligro que podía derivarse.

—¿Peligro? ¿Qué peligro? —inquirió con aire molesto.

—Pues un altercado. Si nos enfrentamos a ellos podemos ofender también a las autoridades agarenas y hacer fracasar la embajada. Si no somos prudentes y cuidadosos, echaremos a perder la misión y disgustaremos grandemente a nuestro rey Radamiro.

Se quedó pensativo, mirándome fijamente durante un rato. Después hizo un chasquido con la lengua y dijo con orgullo:

—Perdonad, dómina… ¿No quedábamos en que vuestro cometido era únicamente recuperar las reliquias? ¿Acaso pretendéis dirigir ahora toda la embajada? ¿Tratáis de darme órdenes? ¿Os debo yo obediencia?

—¡No, por Dios! —repliqué alterada—. Mi intención no es otra que mediar, tratar de que haya entendimiento, ayudar a que se resuelva el problema…

—Aquí no hay mayor problema que el que tienen estos infelices mozárabes de Coria —repuso.

—Por Santa María —le rogué—, obremos con sensatez…

—¿Sensatez? Dómina, lo único que yo he hecho es decir la verdad. Todavía no alcanzo a comprender el motivo de tanto agravio y alboroto. Ahora va a resultar que el soberbio y el pendenciero soy yo… ¡Nada de eso! Ellos se ofendieron al escuchar las verdades que les dije. Sirven, tributan y casi adoran a ese demonio sarraceno, ¡a ese Nerón redivivo! No, dómina, yo no tengo ningún miedo, no temo por decir verdades. Recordad las palabras de Nuestro Señor: «La verdad os hará libres». Eso es lo que estos infelices necesitan, ¡la verdad y la libertad!

—Sí, tenéis razón —le dije con calma—. Pero también nos mandó el Señor Jesucristo ser «sencillos como palomas y astutos como serpientes». Obremos pues con inteligencia y prudencia, no sea que causemos males mayores. ¿Qué ganaremos enfureciendo a estos pobres cristianos? Ocupémonos del cometido que nos trae a estas tierras y dejemos eso por ahora. Aquí estamos únicamente de paso; nuestro destino final es Córdoba. ¡Seamos cuidadosos y diligentes!

Como si aquello que le dije le hubiera tocado en lo más profundo, él respondió con gravedad:

—¿Decís eso por vos misma o habláis por boca del ministro Musa? Porque tengo la sensación de que venís a transmitir todo lo que él piensa de mí… Y sé que me considera imprudente e inútil para este cometido. No hace falta que vos, dómina, vengáis a soltármelo. ¡Si tiene algo que decir ese cagón, que venga en persona!

Temerosa y dolida, exclamé:

—¡Oh, no, por Dios! He venido por propia decisión. Las autoridades de los mozárabes me lo pidieron.

—¡Peor todavía! He hecho lo que creía conveniente y no tengo por qué desdecirme o templar gaitas.

—Reconsideradlo —le pedí angustiada—. Bastará con que expreséis una somera disculpa.

—¡No! —negó tajante.

—Os lo ruego en nombre de nuestro rey…

—¿Ah, si…? Pues yo os digo que no debo obediencia alguna a Radamiro; mi señor natural es el conde Fernán González, mi primo.

—Entonces, ¿por qué habéis venido?

—Lo estimé oportuno y basta. Pero, una vez aquí, me rijo por mi sola conciencia y obraré como me parezca bien.

—¡No me asustéis! —exclamé desesperada—. Bastante miedo me causa ya este viaje y estas tierras extrañas.

Se produjo un silencio entre los dos. Don Julián pareció aflojar en su actitud y yo, aprovechando el apaciguamiento que asomaba en su dura expresión, añadí:

—Bastará con que visitéis al obispo de Coria y, fraternalmente, le digáis que no teníais intención alguna de agraviar.

Se puso a mirarme pensativo, muestra de su ánimo más calmado, antes de contestar:

—Lo pensaré.

—¡Oh, gracias a Dios! —recé—. Me dejáis más tranquila…

Me despedí y, de vuelta al palacio del conde, llegué a la conclusión de que el obispo de Palencia era un hombre en extremo difícil, al que se debía tratar con temple, midiendo las palabras y evitando contrariarle. Comprendí que iba a suponer un obstáculo, más que una ayuda, en esta difícil misión.

38

La crónica de Justo Hebencio

Parecerá un cuento, pero lo que voy a narrar empezó con una noche insomne para mí, larga y acuciosa, en la que mi alma estuvo oprimida por extraños y sombríos presentimientos. Inevitablemente, llegué a pensar que los ángeles querían comunicarme algo. Lo recuerdo muy bien, porque fue durante el comienzo de la Cuaresma; se avecinaba la primavera. El primer ayuno en el monasterio era rígido y, ocasionalmente, coincidía con una temprana floración del azahar que me provocaba el sofoco de la melancolía, como una tentación. Ya me había sucedido algo semejante en la juventud, antes de profesar los votos, y el monje maestro de novicios me dijo que seguramente sería por influjo del demonio y que no debía caer en el engaño, sino hacerle frente con mayores ayunos; puesto que, cuando ataca el demonio, es porque quieren hablar los ángeles. Cumplí al pie de la letra aquella recomendación y me sometí, además, a duras penitencias; esperando anheloso a que los mensajeros me comunicasen la voluntad del Altísimo. Y tal era la excitación del aguardo, deseando quedar dormido para alumbrar algún sueño profético, que me desvelaba no logrando sino cosechar terrores y destemplanzas.

Cumpliéndose la séptima noche de aquel estado febril, madrugué hasta el punto de hallarme en el oratorio postrado sobre el frío suelo poco después de la última hora, mucho antes de que la clepsidra señalase la llamada a la
peculiaris vigilia.

Cuando los hermanos entraron para hacer la oración, me encontraron profundamente dormido al pie del altar y les costó no poco esfuerzo despertarme. Pasé una gran vergüenza al verme sorprendido, vencido por la pereza del cuerpo. Pero resultó que, en la hondura y enajenación de aquel breve sueño, había recibido por fin una visión.

No vi ningún ángel y, si alguno intervino, no desveló su presencia. El complejo mundo que penetró mi alma en el impreciso instante de la revelación pertenecía a los espacios de la alegoría, en virtud de la cual unas cosas visibles representan o significan otras diferentes. Como sucede con esas sugestivas imágenes pintadas en los
Comentarios
de Beato o en las edificantes parábolas que ornan las Escrituras. Sé bien lo que vi en mis sueños y el alcance del entendimiento que se me confirió para interpretarlos.

Yo caminaba por una especie de laberinto, encerrado en las murallas de lo que comprendí ser una ciudad; pero no iba perdido, pues sabía bien hacia dónde dirigirme, aunque no puedo expresar esa dirección por ser harto imprecisa; era destino y bastaba para seguir adelante. De repente encontré al judío Hasday —el único ser conocido de cuantos intervinieron en el sueño— y me indicó que debía ir a un lugar donde alguien me estaba reclamando y que él me acompañaría. Le hice caso, porque su serena persona siempre me inspiró confianza, y anduve tras él por el laberinto, cada vez más sombrío y enrevesado, hasta llegar a una suerte de torre o palacio alto y delgado. Allí me detuve. Todo en derredor empezó a desvanecerse, hasta ser invisible, excepto el esbelto edificio, en cuya cima, elevadísima, puse mis ojos; sabiendo a ciencia cierta que alguien a su vez me observaba. Hasday ya no estaba al lado y el terror se apoderó de mí. Fue entonces cuando apareció súbitamente un extraño y poderosísimo ser en la vertiginosa altura de la torre; tenía la figura de un macho cabrío grande y orgulloso, pero supe que no era el diablo ni ninguno de sus ángeles, aun siendo mucha su iniquidad y soberbia. Vestía ricamente y la barbaza larga, ondulada, le caía sobre el pecho cubierto de cadenas de oro; sus cuernos retorcidos eran tan negros como el cielo de aquella noche y sus ojos brillaban interpelantes, mirándome fijamente, solicitando con impaciente exigencia una respuesta que, según intuí, debía darle. No habló; solo inquiría penetrando mi ser con aquellos ojos de fuego. Y yo, que sabía bien lo que el cabrón quería oír, no era capaz de articular palabra alguna, porque estaba paralizado de pánico temiendo decir algo que pudiera ofenderle y encender más su cólera.

Recibí una fuerte bofetada en la mejilla y temí que fuera el comienzo de una cruel paliza. Entonces clamé a los cielos implorando el auxilio divino:

—¡Ángeles de Dios, venid en mi ayuda!

Una segunda bofetada me despertó. En la penumbra del oratorio, me rodeaban todos los monjes, asustados. El abad Martino estaba doblado sobre mí; me tenía cogido por los hombros, me agitaba y me abofeteaba gritando:

—¡Despierta, despierta, despierta…!

Estaba yo tan confuso que tardé un largo rato en hacerme consciente del lugar donde me hallaba y de lo que me estaba sucediendo. Pero, cuando me di cuenta de que me había quedado dormido, me avergoncé grandemente y pedí perdón a la comunidad entre sollozos.

Pero el abad, lejos de reprenderme, me justificó diciendo con dulzura:

—Demasiado ayuno y demasiada penitencia. Cuando la verdadera virtud se encuentra justo en el medio; entre lo demasiado mucho y lo demasiado poco…

Tras esta sentencia, me ordenó comer y descansar invocando mi voto de obediencia. En verdad mi cuerpo estaba desfallecido. Y, ciertamente, la antigua sabiduría monacal ha aprendido durante su peregrinación de siglos que los monjes mal alimentados, extenuados por la mala aplicación de la vida ascética, llegan a perder la razón. Y el mismísimo demonio se aprovecha con ello de manera tramposa de lo que debería ser medicina contra él.

Comí y reposé en mi celda durante tres días. Repuse fuerzas y, gracias a Dios, recobré el preciado don del sueño, olvidado de visitas de ángeles y visiones. La sana lectura, la meditación y la oración obraron el milagro de restituir la paz a mi alma. Pero en la mañana del cuarto día se presentó el sobresalto.

Vino Hasday al monasterio después de la hora tercia. En todo lo que llevábamos de Cuaresma no había pasado por la biblioteca para no alterar el ritmo de ese tiempo tan valioso para los monjes. Así de respetuoso era con las cosas de nuestra religión, aun siendo él hebreo. Supuse en principio que había sido avisado de mi desvanecimiento y que venía a interesarse por mi salud. Nada de eso. Estaba allí, aun sin quererlo, para causarme inquietudes mayores y reanimar mi desasosiego. Así, de sopetón, me anunció:

—El califa Abderramán quiere verte inmediatamente. ¡Vamos, coge tu capa y sígueme!

Me brotó incontrolable un grito y luego quedé mudo de pasmo. Y él, al verme en tal estado, se disculpó:

—Siento no haberte avisado con tiempo para que pudieras prepararte; de veras que lo siento… El califa es así: imprevisible, imperativo, muy exigente… y ¡terrible si le contrarían! ¡Vamos, no hay tiempo que perder! No debemos hacerle esperar.

—Oh, no… No puedo… —balbucí.

Hasday se quedó un poco extrañado; después, con una voz que indicaba protesta, exclamó:

—¿Qué no puedes? ¿Sabes lo que dices, insensato? Nadie puede desobedecer a Al Nasir y quedar con vida.

Me derrumbé y caí sentado en un banco del recibidor, sin capacidad de responder. Él añadió:

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