El padre Brown caminaba ahora delante de su compañero, porque el camino se había hecho angosto y más pendiente y más intrincado, al grado que ya les parecía ir trepando por una escalera de caracol. Desde arriba; entre las tinieblas, bajaba la voz del sacerdote:
—Y todavía hay una circunstancia tan minúscula como enorme. Al azuzarlos el general a aquella carga caballeresca, desenvainó a medias la espada, y después la envainó otra vez como avergonzado de aquel ademán melodramático. Ya ve usted: otra vez la espada.
Una semiluz comenzó a filtrarse por entre la maraña de arbustos, echando a sus pies la sombra de una red. Comenzaban a subir de nuevo hacia la tenue luminosidad del campo abierto. Flambeau sintió que la verdad le rodeaba más como una atmósfera que como una idea. Y contestó, a tientas:
—Y, ¿qué tiene de extraño? ¿No llevan espada generalmente los oficiales?
—En la guerra moderna no es frecuente mencionar las espadas —dijo el otro—. Pero en esta historia topamos a cada instante con la espada.
—¿Y qué? —gruñó Flambeau—. Eso es un incidente insignificante y que tiene cierto color: el viejo general rompe su espada en su último combate. Todo el que se haya asomado a la Historia caerá en ello. Por eso en todas esas tumbas y conmemoraciones le representan con la espada rota. Supongo que no me ha arrastrado usted a esta expedición polar sólo porque dos hombres, estudiando la manera de hacer sus respectivos cuadros, hayan reparado en este detalle de la espada rota de St. Clare.
—No —gritó el padre Brown con una voz como un pistoletazo—; pero, ¿quién es, de todos, el único que ha visto su espada incólume?
—¿Qué quiere usted decir? —dijo el otro, deteniéndose, bajo la inciertas estrellas, porque acababan de salir del túnel del bosque.
—Digo que, ¿quién fue el que vio su espada incólume? —repitió, obstinado, el padre Brown—. No fue seguramente el autor del diario de guerra, porque el general ocultó la espada a tiempo.
Flambeau contempló la lejanía lunar como contempla el sol un ciego; y, por primera vez, su amigo dejó ver su ansia al hablar.
—¡Flambeau! —gritó—; no puedo demostrarlo ni después de andar hurgando las tumbas. Pero estoy seguro de ello. Voy a añadir otra cosa que corona todo el edificio de sospechas. El coronel, por suerte fatal, fue uno de los primeros blancos del enemigo. Fue herido mucho antes de que las fuerzas se encontraran. Pero él vio ya la espada rota de St. Clare. ¿Por qué estaba ya rota? ¿Cómo y cuándo se había roto? Amigo mío, la espada se había roto antes de la batalla.
—¡Oh! —exclamó su amigo con lúgubre jocosidad—; ¿dónde habrá caído el otro pedazo?
—Puedo decírselo a usted —contestó el otro precipitadamente—. Está en el ángulo nordeste del cementerio de la catedral protestante de Belfast.
—¿De veras? —preguntó el otro—. ¿Ha ido usted a buscarlo allá?
—No he podido —repuso el otro, lamentándolo sinceramente—. Tiene encima un enorme monumento de mármol; un monumento del heroico mayor Murray, que cayó peleando gloriosamente en la famosa batalla de Río Negro. Flambeau se quedó galvanizado.
—¿Quiere usted decir? —preguntó al fin con voz áspera— que el general St. Clare odiaba a Murray y le mató en el campo de batalla porque…
—Todavía sigue usted lleno de buenos y nobles pensamientos —dijo el padre Brown—. Lo que pasó fue mucho peor.
—Bueno —dijo el gigantón—; mis recursos de imaginación perversa se han agotado.
El sacerdote pareció vacilar, no sabiendo cómo abordar su desenlace, y al fin dijo:
—¿Dónde esconderá el sabio una hoja? En el bosque.
El otro no contestó.
—Y si no hay bosque, fabricará uno. Y si quiere esconder una hoja marchita, fabricará un bosque marchito.
No hubo respuesta, y el sacerdote añadió:
—Y si se trata de esconder un cadáver, formará un campo de cadáveres para esconderlo.
Flambeau comenzó a alargar sus zancadas, como si quisiera a toda costa abreviar el tiempo o el espacio. Y el padre Brown continuó, como reanudando su última frase:
—Ya le he dicho a usted que sir Arthur St. Clare era un gran lector de su Biblia. Esto es lo que le pasó.
¿Cuándo entenderán los hombres que a nadie le aprovecha leer su Biblia, mientras no lea al mismo tiempo la Biblia de los demás? El impresor lee su Biblia y encuentra erratas de imprenta. El mormón lee su Biblia y da con la poligamia. El partidario de la Ciencia Cristiana lee la suya, y descubre que no es verdad que tengamos brazos y piernas. St. Clare era un viejo soldado protestante angloindio. Hágase usted cargo de lo que esto significa; y, por favor, vaya usted al fondo. Esto significa que estamos en presencia de un hombre formidable físicamente, que pasa lo más de su vida bajo un sol tropical, en el seno de una sociedad oriental, y que se hunde, sin ninguna guía ni preparación, en el abismo de un libro oriental. Naturalmente, este hombre lee, más que el Nuevo, el Antiguo Testamento. Y en el Antiguo, naturalmente, encuentra todo lo que quiere: lujuria, tiranía, traición. Sí; ya sé que era lo que suelen llamar un hombre honrado. Pero, ¿qué bondad hay en ser honrado adorando la maldad?
»En cada uno de los países cálidos y lejanos en que vivió, este hombre pudo disponer de un harén, torturar a los demás, amasar oro con vergüenza; pero siempre pudo decir, con mirada altiva, que lo hacía para la mayor gloria de Dios.
»Y creo explicar suficientemente mi propia teología preguntando: ¿de qué Dios? Sucede con estos pecados, que van abriendo sucesivamente las puertas del infierno, e internándonos en cuartos cada vez más pequeños. Éste es el principal argumento contra el crimen: que aunque el hombre no se vaya haciendo más malo, se va haciendo cada vez más débil. St. Clare se encontró pronto embarazado en un dédalo de soborno y chantaje, y cada vez le hizo más falta el dinero en efectivo. Y para la época de la batalla de Río Negro, ya, de uno en otro mundo, St. Clare había venido a caer en el sitio que Dante considera como el piso más bajo del Universo.
—¿Qué quiere decir usted?
—Quiero decir esto —replicó el clérigo, y señaló un charco congelado que brillaba a la luna—. ¿Se acuerda usted a quiénes pone Dante en el último círculo de hielo?
—A los traidores —dijo Flambeau.
Y al contemplar aquel inhumano paisaje de árboles, de contornos insolentes y casi obscenos, pudo figurarse que él mismo era Dante, y el sacerdote, con un hilito de voz, era un Virgilio que le conducía por la zona del eterno pecado.
La voz continuó:
—Olivier, como ya usted sabe, era hombre quijotesco, y no hubiera consentido un servicio secreto de espías. Pero el servicio, como tantas otras cosas, se estableció sin que él lo supiera. Y el que lo estableció fue mi amigo Espada. Era Espada, el pisaverde vestido de colorines, a quien la gente de tropa; por lo narigón, apodaba el Buitre. Habiéndose escurrido hasta el frente a titulo de filántropo, se coló en las filas inglesas, y al fin dio con el único hombre corrompido que había en las filas. Y este hombre era —¡Dios poderoso!— el jefe. St. Clare necesitaba dinero, montañas de dinero. El desacreditado médico de la familia amenazaba con contar, esas indiscreciones, que después salieron a la luz; historias de cosas monstruosas y prehistóricas en Park Lane; actos de un evangelista inglés que más parecían sacrificios humanos y actos propios de hordas de esclavos. También hacía falta dinero para dotar a la hija; porque amaba tanto la fama de la riqueza como la riqueza misma. Rompió la última amarra, dio el soplo a los brasileños, y los enemigos de Inglaterra le colmaron de oro. Pero había otro hombre que había hablado con Espada, el Buitre, y que también tenía acceso al general. Quién sabe cómo, el austero y joven mayor de Ulster sospechó la horrible verdad; y cuando paseaban lentamente por aquel camino, rumbo al paso del río Murray le dijo al general que debía renunciar al mando en aquel instante, so pena de ser procesado y fusilado. El general se mostró temporizador hasta que llegaron al bosquecillo del recodo; y en llegando allí, entre las aguas rumorosas y las palmas doradas de sol (casi veo el cuadro), el general desenvainó e hincó la hoja en el cuerpo del mayor.
Aquí el camino serpeaba un poco, costeando una colina llena de escarcha donde aparecían crueles bultos negros y ramaje y maleza; pero a Flambeau se le antojó ver una luna y estrellas, parecía resplandor de una hoguera hecha por los hombres. Y estuvo contemplándola atentamente, en tanto que la historia se acercaba a su fin.
—St. Clare era un canalla; pero de casta. Nunca, puedo jurarlo, nunca fue tan dueño de sí como cuando el pobre Murray yacía inerte a sus pies. Nunca en ninguna de sus victorias, según dijo bien el capitán Keith, fue tan grande aquel grande hombre como en esta derrota que el mundo considera desdeñosamente. Contempló fríamente su arma, limpió la sangre; vio que la punta se había roto en el pecho de su víctima. Y todo lo que había de suceder lo consideró tan serenamente como quien ve la calle tras las vidrieras del casino. Comprendió que aquel cadáver inexplicable sería encontrado; que aquella inexplicable punta de espada sería extraída; que se darían cuenta de la inexplicable espada rota que él ceñía, o notarían su falta si la ocultaba. Comprendió que había matado, pero no había hecho callar. Entonces su imperioso espíritu se irguió ante los obstáculos; sólo quedaba un camino, que era hacer menos inexplicable aquel cadáver: alzar una montaña de cadáveres para esconderlo. Y antes de veinte minutos, ochocientos soldados ingleses marchaban a la muerte.
El cálido resplandor fue creciendo tras el helado cortinaje del bosque, y Flambeau se apresuró otra vez. El padre Brown se esforzó por seguirle el paso. Y continuó su historia:
—Tal era el valor de aquel millar de ingleses, y tal el genio de su comandante, que si hubieran atacado de una vez la colina, otra hubiera sido su suerte. Pero el mal espíritu, que jugaba con ellos como si fueran peones de ajedrez, tenía otros intentos. Era necesario que se quedaran empantanados junto al puente, para que la presencia de cadáveres en aquel sitio no llamara la atención más tarde. Y después, en la gran escena final, el santo soldado de cabellos de plata desenvainaría su espada rota como para conjurar la matanza. Como espectáculo improvisado, no estuvo mal, pero yo creo (probarlo no puedo), yo creo que, precisamente, mientras estaban por ahí atascados en aquel lodazal sangriento, hubo alguien que dudó… y sospechó.
Calló un instante, y después prosiguió:
—No sé de dónde me llega una voz que me dice: el hombre que sospechó fue el enamorado…, el que se iba a casar con la hija del viejo general.
—Pero, ¿qué pasó con Olivier y cómo colgaron al general? —preguntó Flambeau.
—Olivier, en parte por espíritu caballeresco, en parte por buena política, no gustaba de entorpecer sus marchas con el estorbo de los prisioneros. Casi siempre daba la libertad a todos. Y así lo hizo entonces.
—Con todos, menos con el general —dijo el gigante.
—Con todos, incluso con el general —insistió el sacerdote.
Flambeau frunció el ceño:
—No lo veo claro —dijo.
—Hay otra escena, Flambeau —dijo el padre Brown en un tono místico y profundo—, otra escena cuya realidad no puedo probar, pero puedo hacer algo mejor: la veo claramente. Veo un campo, de mañana, unas colinas áridas, tórridas, unos uniformes brasileños formados en columnas de marcha. Veo la camisa roja, la larga barba negra de Olivier, agitada por el viento: Olivier tiene el sombrero de ancha ala en la mano. Está despidiéndose del gran enemigo a quien concede la libertad; del sencillo veterano inglés de cabellos blancos que, en nombre de su gente, le da las gracias. Detrás de él permanece, en espera, el grupo de ingleses. A un lado, hay vehículos y provisiones para la partida. Redoblan los tambores. Los brasileños se ponen en marcha. Los ingleses están inmóviles como estatuas, y así permanecen hasta que el último destello y rumor de las columnas enemigas se borran en el horizonte tropical. Entonces se agitan todos como muertos que resucitan, y cincuenta rostros se vuelven hacia el general: ¡rostros inolvidables!
Flambeau dio un salto:
—¡No! —gritó—. No querrá usted decir…
—Sí —dijo el padre Brown con voz profunda y patética—. Fue una mano inglesa la que puso el nudo corredizo al cuello de St. Clare, y creo que fue la misma que puso el anillo en el dedo de su hija. Manos inglesas fueron las que lo izaron en el árbol abominable: las manos de aquellos que lo habían adorado y seguido en sus victorias. Y fueron almas inglesas (¡Dios nos perdone a todos!) las que, mientras él se mecía, bajo un sol extraño, en la verde horca de la palmera, pidieron, en su justa ira, que se abrieran para él los infiernos.
Al llegar a lo alto de la colina, los deslumbró la luz escarlata de una posada inglesa llena de cortinas rojas en las ventanas. Se alzaba al lado del camino en amplio ademán de hospitalidad. Tres puertas se abrían para invitar al caminante. Y hasta ellos llegó el rumor y la risa de los hombres que pasaban una noche feliz.
—Inútil decirle a usted más —continuó el padre Brown—. Lo juzgaron en mitad del desierto y lo ejecutaron; y después, por el honor de Inglaterra y de la hija del general, juraron callar para siempre la historia del dinero, de la traición y de la espada asesina. Tal vez (¡Dios les perdone!) todos procuraron olvidarla. Tratemos nosotros de hacer lo mismo. He aquí la posada. Entremos.
—Con toda el alma —dijo Flambeau, y se adelantó presuroso hacia el bar ruidoso e iluminado; cuando se detuvo, retrocedió y estuvo a punto de caer en mitad del camino.
—¡Mire usted, en nombre del diablo! —gritó, señalando la tabla que colgaba sobre la puerta de la posada. En la tablilla se veía, toscamente pintado, el puño de una espada y una hoja rota. Debajo, en caracteres anticuados, había un letrero: «La espada Rota».
—Pero, ¿no lo esperaba usted? —preguntó el padre Brown—. ¡Si es el dios de la provincia! La mitad de las posadas y calles de por aquí han tomado el nombre de él o de su leyenda.
—Creí que habíamos acabado ya con ese leproso —dijo Flambeau, escupiendo con disgusto.
—No, no se libertará usted de él en Inglaterra —dijo el sacerdote— mientras el bronce sea duro y la piedra resistente. Sus estatuas de mármol han de entusiasmar por siglos y siglos las almas inocentes y orgullosas de los niños; su tumba olerá a lealtad, como huele a lirios. Millones de hombres que no le conocieron amarán como a un padre a ese hombre que fue tratado como un andrajo por los pocos que le conocieron. Será tenido por un santo, y nunca se sabrá la verdad, porque yo estoy decidido. Hay tanto bien y tanto mal en violar un secreto, que prefiero poner a prueba mi conducta. Todos esos periódicos se acabarán. Ya pasó el ruido de la cuestión brasileña. Ya Olivier es honrado por todo el mundo. Pero yo me dije que si alguna vez, en palabras, en metal o en mármol que puedan durar como las pirámides, el coronel Clancy, el capitán Keith, el presidente Olivier o cualquiera otro inocente recibían el menor denuesto, entonces hablaría yo. Y en tanto que sólo se tratara de cantar equivocadamente las glorias de St. Clare, callaría. Y así lo haré aunque me duela no poder publicar la verdad.