Eran tan frecuentes las corridas a la posta del hospital de San Antonio, que Mario Jiménez puso los restos mortales del ya utópico pasaje a París de pie para la compra de una motoneta, que le permitiera alcanzar veloz y seguro el puerto cada vez que Pablo Neftalí se masacrara algún aspecto de su cuerpo. Este vehículo procuró otra clase de alivio en la familia, ya que los paros y huelgas de los camioneros, taxistas y almaceneros se hicieron cada vez más frecuentes, y hubo noches en que faltó hasta pan en la hostería porque ya no se encontraba harina. La motoneta fue la cómplice exploradora, con que Mario se deshizo paulatinamente de la cocina para rastrear aquellos lugares donde comprar algo con que la viuda pudiera alegrar la olla.
—Hay plata, hay libertad, pero no hay que comprar —filosofaba la viuda, en los té sociales de los turistas frente al televisor.
Una noche en que Mario Jiménez repasaba la lección 2 del libro
Bonjour, Paris
estimulado por el tema de Rina Ketty y por Beatriz, quien le reveló que esos gorgoritos que hacía, cuando decía la r, eran la puerta abierta para un francés como el de los Champs Elysées, el toque profundo de una campana demasiado familiar lo distrajo para siempre de las irregularidades del verbo
être
. Beatriz lo vio levantarse en trance, caminar hacia la ventana, abrirla y oír en toda su dimensión el segundo campanazo, cuyas ondas sacaron a otros vecinos de sus casas.
Sonámbulo, se colgó la bolsa de cuero en el hombro, y, estaba a punto de salir a la calle, cuando Beatriz lo frenó con una llave al cuello y una frase muy González:
—Este pueblo no soporta dos escándalos en menos de un año.
El cartero fue llevado hasta el espejo, y, al comprobar que su única indumentaria era el bolsón reglamentario que en su actual posición apenas cubría una nalga, le dijo a su propia imagen:
—
Tu es fou, petit!
Estuvo la noche entera contemplando el recorrido de la luna, hasta que ésta se desvaneció en la madrugada. Eran tantos los temas pendientes con el poeta, que este retorno artero lo dejaba confuso. Estaba claro que primero le preguntaría —
noblesse oblige
— por su embajada en París, por los motivos de su regreso, por las actrices de moda, por los vestidos de la temporada (quizá hubiera traído uno de regalo para Beatriz), y luego entraría el tema de fondo: sus obras completas escogidas, subrayaría «escogidas», que con pulcra caligrafía llenaban el álbum del diputado Labbé, acompañadas de un recorte de la ilustre Municipalidad de San Antonio con una convocatoria al concurso de poesía, tras un primer premio consistente en «flor natural, edición del texto ganador en la revista cultural La
Quinta Rueda
y cincuenta mil escudos en efectivo». La misión del poeta sería escarbar en el cuaderno, escoger uno de los poemas y, si no fuera mucha la molestia, darle un toquecito final para subirle los bonos.
Hizo guardia frente a la puerta, desde antes de que abriera la panadería, que se oyera a lo lejos el cencerro del burro de lechero, que cacarearan los gallos, que se apagara la luz del único farol. Enfundado en la gruesa trama de su jersey marinero, mantuvo la vista en los ventanales consumiéndose por una señal de vida en la casa. Cada media hora se decía que el viaje del vate tal vez hubiera sido agotador, que quizá estaría retozando en sus colchas chilotas, y que doña Matilde le habría llevado el desayuno a la cama, y no perdió la esperanza, aunque los dedos de sus pies llegaron a dolerle de frío, de que los encapotados párpados del vate surgieran en el marco y le dedicaran esa ausente sonrisa con la que había soñado tantos meses.
Hacia las diez de la mañana, bajo un sol desabrido, doña Matilde abrió el portón con una bolsa de mallas en la mano. El muchacho corrió a saludarla, golpeando jubiloso el lomo de su bolsa y luego dibujando en el aire el exagerado volumen dé correspondencia atrasada que contenía. La mujer estrechó su mano con calor, pero bastó un solo parpadeo de esos ojos expresivos, para que Mario discerniera la tristeza tras la cordialidad.
—Pablo está enfermo —dijo.
Abrió la bolsa de mallas, y le indicó con un gesto que derramase la correspondencia en ella. Él quiso decirle «¿me deja que se la lleve a la pieza?», pero lo invadió la suave gravedad de Matilde, y tras obedecerla hundió los ojos en el vacío del bolsón, y preguntó, casi adivinando la respuesta:
—¿Es grave?
Matilde asintió y el cartero fue con ella un par de pasos hasta la panadería, adquirió para sí un kilo de marraquetas, y media hora más tarde, derramando las crujientes migas sobre las páginas del álbum, tomó la decisión soberana de postularse al primer premio con su
Retrato a tapiz de Pablo Neftalí Jiménez González
.
Mario Jiménez se atuvo rigurosamente a las bases del concurso. En sobre aparte del poema, consignó un tanto avergonzado su escueta biografía y sólo con el ánimo de decorarla puso al final: «recitales varios». Se hizo escribir a máquina el sobre por el telegrafista, y concluyó la ceremonia derritiendo lacre sobre el envío y punzando la roja melaza con un sello oficial de Correos de Chile.
—Por pinta no te gana nadie —dijo don Cosme, mientras pesaba la carta y, en calidad de mecenas, se hurtaba a sí mismo un par de estampillas.
La ansiedad lo puso nervioso, pero al menos entretuvo la pesadumbre que le causaba no ver al vate cada vez que traía la correspondencia. Dos veces pudo asistir muy temprano a jirones de diálogos entre doña Matilde y el médico, sin que alcanzara a informarse sobre la salud del poeta. En una tercera ocasión, tras dejar el correo se quedó merodeando el portón, y cuando el doctor se dirigía hacia su auto, le preguntó sudoroso e impulsivo por el estado del vate. La respuesta lo sumió primero en la perplejidad y, media hora más tarde, en el diccionario:
—Estacionario.
El día 18 de septiembre de 1973,
La Quinta Rueda
publicaría con motivo del aniversario de la independencia de Chile una edición especial, en cuyas páginas centrales y en robustas letras de titulares se incluiría el poema premiado. Una semana antes de la tensa fecha, Mario Jiménez soñó que
Retrato a lápiz de Pablo Neftalí Jiménez González
ganaba el cetro, y que Pablo Neruda en persona le extendía la flor natural y el cheque. De ese paraíso fue sustraído por unos golpes enervantes en la ventana. Maldiciendo, fue a tientas hacia ella y, al abrirla, distinguió al telegrafista escondido bajo un poncho, quien le adelantó de un zarpazo la minúscula radio que emitía una marcha alemana conocida como
Alte Kamaraden
. Sus ojos pendían cual dos tristes uvas en la grisura de la niebla. Sin decir palabra ni cambiar su mueca, fue haciendo rodar el dial del aparato, y de cada emisora resonó la misma música marcial, con sus timbales, clarines, tubas y cornos licuados por los pequeños parlantes. Luego, se encogió de hombros y, guardándose interminablemente, largamente y demoradamente la radio por debajo del trabajoso poncho, dijo con gravedad:
—¡Yo me borro!
Mario se rastrilló la melena con los dedos y, cogiendo el jersey marinero, saltó por la ventana hacia la motoneta.
—Voy a buscar la correspondencia del poeta —dijo.
El telegrafista se le cruzó decidido y apretó sus manos sobre el volante del vehículo.
—¿Quieres suicidarte?
Los dos alzaron el rostro hacia el cielo encapotado, y vieron atravesar tres helicópteros en dirección al puerto.
—Pásame las llaves, jefe —gritó Mario, sumando al estruendo de los helicópteros el motor de su Vespa.
Don Cosme se las extendió, y luego retuvo el puño del muchacho:
—Y después tíralas al mar. Así, por lo menos jodemos un poco a estos cabrones.
En San Antonio, las tropas habían ocupado los edificios públicos, y en cada balcón las metralletas se desplazaban avisoras con un movimiento pendular. Las calles estaban casi vacías y antes de llegar al correo pudo oír balazos hacia el norte. Al comienzo aislados y luego nutridos. En la puerta, un recluta fumaba curvado por el frío, y se puso alerta cuando Mario llegó a su lado tintineando las llaves.
—¿Quién soy yo? —le dijo, sacándole el último humo al tabaco.
—Trabajo aquí.
—¿Qué hacís?
—Cartero, pu'.
—¡Vuélvete a la casa, mejor!
—Primero tengo que sacar el reparto.
—¡Chis! La gallá está a balazos en las calles y yo todavía aquí.
—Es mi trabajo, pu'.
—Sacai las cartas y te mandai a cambiar, ¿oíste?
Fue hasta el clasificador y hurgueteó entre la correspondencia apartando cinco cartas para el vate. Después, vino hasta la máquina del télex y alzando la hoja que se derramaba cual alfombra por el piso distinguió casi veinte telegramas urgentes para el poeta. La arrancó de un tirón, la fue enrollando sobre el brazo izquierdo y la puso en la bolsa junto a las cartas. Los balazos recrudecieron ahora en dirección del puerto, y el joven revisó las paredes con la militante decoración de don Cosme: el retrato de Salvador Allende podía permanecer porque mientras no se cambiaran las leyes de Chile seguía siendo el presidente constitucional aunque estuviera muerto, pero la confusa barba de Marx y los ojos ígneos del Che Guevara fueron descolgados y hundidos en la bolsa. Antes de salir, emprendió una variante que hubiera regocijado a su jefe por mustio que estuviera: se puso el gorro oficial de cartero ocultando esa maraña turbulenta que ahora, frente al rigor del corte del soldado, le pareció definitivamente clandestina.
—¿Todo en orden? —le preguntó el recluta al salir.
—Todo en orden.
—Te pusiste el gorro de cartero, ¿eh?
Mario palpó algunos segundos la dura armazón de su fieltro, como si quisiera comprobar que en efecto cubría su pelo, y con un gesto desdeñoso se tiró la visera sobre los ojos.
—De ahora en adelante hay que usar la cabeza sólo para cargar la gorra.
El soldado se humedeció los labios con la punta de la lengua, se puso entre los dos dientes centrales un nuevo cigarrillo, le retiró un instante para escupir una dorada fibra de tabaco, y estudiándose los bototos, le dijo a Mario sin mirarlo:
—Échate el pollo, cabrito.
En las inmediaciones de la casa de Neruda, un grupo de soldados había levantado una barrera, y más atrás, un camión militar dejaba girar sin ruido la luz de la sirena. Llovía levemente; una fría garúa de la costa, más fastidiosa que mojadora. El cartero tomó el atajo, y desde la cumbre de la pequeña colina, la mejilla hundida en el barro, se hizo un cuadro de la situación: la calle del poeta bloqueada hacia el norte, y vigilada por tres reclutas cerca de la panadería. Quienes necesariamente debían cruzar ese tramo, eran palpados por los militares. Cada uno de los papeles de la billetera era leído con más ansias de mitigar el tedio de vigilar una caleta insignificante, que con minuciosidad antisubversiva; si el transeúnte cargaba una bolsa, se le conminaba sin violencia a mostrar uno a uno los productos: el detergente, el cartón de fideos, la lata de té, las manzanas, el kilo de papas. Luego se le permitía pasar con un aburrido aleteo de la mano. A pesar de que todo era nuevo, a Mario le pareció que la conducta de los militares tenía un sabor rutinario. Los conscriptos sólo se endurecían y aceleraban sus desplazamientos, cuando, cada cierto lapso, venía un teniente en bigotes y de amenazante vozarrón.
Estuvo hasta el mediodía escrutando las maniobras. Luego descendió cauteloso, y, sin tomar la motoneta, dio un enorme rodeo por detrás de los caseríos anónimos, alcanzó la playa a la altura del muelle y, bordeando los acantilados, avanzó hasta la casa de Neruda descalzo por la arena.
En una cueva cercana a las dunas puso a salvo la bolsa tras una roca de peligrosas aristas, y con la mayor prudencia que le permitían los frecuentes y rasantes helicópteros rastreando la orilla, extendió el rollo que contenía los telegramas, y estuvo una hora leyéndolos. Sólo entonces estrujó el papel entre las palmas, y después lo puso bajo una piedra. La distancia hacia el campanario, aunque empinada, no era larga. Pero, lo detuvo una vez más ese tránsito de aviones y helicópteros, que había conseguido ya el exilio de las gaviotas y los pelícanos. Por el abusivo engranaje de su hélice y la fluidez con que de pronto se quedaban suspendidos sobre la casa del vate, le parecieron fieras que olieran algo o un voraz ojo delator, e inhibió su impulso de trepar la colina exponiéndose tanto a despeñarse, como a ser sorprendido por la guardia del camino. Buscó el consuelo de la sombra para moverse. Aunque no había oscurecido, de alguna manera la arisca pendiente parecía más protegida, sin la presencia de ese sol que a ratos rajaba los nubarrones, y denunciaba hasta los restos de botellas quebradas y los pulidos guijarros sobre la playa.
Ya en el campanario, echó de menos una fuente de agua donde lavarse los rasguños en las mejillas y sobre todo las manos, que soltaban de sus surcos hilachas de sangre mezcladas con sudor.
Al asomarse a la terraza, vio a Matilde con los brazos cruzados sobre el pecho, y la mirada enredada en el sonsonete del mar. La mujer desvió la vista, cuando el cartero le hizo una señal, y éste, llevando un dedo a los labios, le imploró silencio. Matilde vigiló que el trecho hasta la habitación del poeta no cayera en el campo visual del guardia callejero, y le dio el pase con un parpadeo que indicaba hacia el dormitorio.
Tuvo que mantener un instante la puerta entreabierta para distinguir a Neruda en esa penumbra con olor a medicinas, ungüentos, a madera húmeda. Pisó la alfombra hasta su cama, con la pulcritud del visitante de un templo, e impresionado por la ardua respiración del poeta, por ese aire que antes de fluir parecía herirle la garganta.
—Don Pablo —susurró bajo, cual si acomodara su volumen a la tenue luz de la lámpara envuelta en una toalla azul. Ahora, le parecía que quien había hablado era su sombra. La silueta de Neruda se encaramó trabajosa sobre el lecho, y los ojos deslucidos pesquizaron la penumbra.
—¿Mario?
—Sí, don Pablo.
El poeta extendió el fláccido brazo pero el cartero no notó su oferta en ese juego de contornos sin volúmenes.
Acércate, muchacho.
Junto al lecho, el poeta le prendió la muñeca con una presión que a Mario le impresionó como febril, e hizo que se sentara cerca de la cabecera.
—Esta mañana, quise entrar pero no pude. La casa está rodeada de soldados. Sólo dejaron pasar al médico.