El cartógrafo y el misterio del Al-kemal (3 page)

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Authors: Frank G. Slaughter

Tags: #Historico

BOOK: El cartógrafo y el misterio del Al-kemal
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Allí, de pie, riéndose como un maníaco ante la escena de destrucción que tenía ante él, y con los ojos abiertos de par en par como los de un loco en plena crisis, El Hakim veía a la tripulación de la carabela que corría por los rieles delante de él. Entonces, al darse cuenta de que la carabela estaba a punto de virar y alejarse, volvió en sí como si le hubieran tirado una jarra de agua fría en la cara. Tenía que abandonar enseguida el bergantín si es que quería llevar a cabo el plan que se había fijado cuando dejó los remos y atacó a los timoneles. En realidad, no tenía elección, porque Hamet-el-Baku ya le estaba gritando a uno de sus
agas
que le lanzara una espada.

Se dirigió hacia un lado de la plataforma del timón con la cadena que todavía tenía atada al tobillo echada sobre la espalda, y buscó una cuerda o una cadena en aquel lado del barco con la que poder subir a bordo de la carabela. Oyó un bramido debajo de él, y vio que el hombre de la barba roja le estaba lanzando una cuerda. Cuando la cuerda le llegó a la altura de los hombros, la agarró con fuerza e instintivamente se la ató alrededor de pecho debajo de los brazos. Un instante después la fuerza motriz del otro barco sacudió la cubierta del bergantín y lo lanzó al vacío, hasta chocar contra el lateral de la carabela al nivel del mar.

El Hakim estaba en tensión, pero el golpe fue tan fuerte que casi lo dejó inconsciente. Mientras se agarraba a la cuerda con ambas manos, la cadena que tenía atada al tobillo seguía sacudiéndose, así que el pesado aro de hierro al final le golpeó en la cabeza. Justo en ese momento, la cuerda perdió su firmeza y, sin poder soportarlo por más tiempo, cayó sobre la estela agitada de la carabela. Las aguas turbulentas enseguida se apoderaron de él con sus manos gigantes y lo lanzaron otra vez contra el casco.

Aunque se agitaba y luchaba instintivamente bajo el agua, incluso cuando las olas negras le pasaban por encima, al tiempo que la cuerda que llevaba atada alrededor del cuerpo y a la carabela lo lanzaban violentamente una y otra vez contra el casco del barco, al final se sumergió en las profundidades, arrastrado por la cadena que tenía amarrada al tobillo. Sus pulmones luchaban frenéticamente intentando respirar, pero no pudo evitar hundirse en el mar. Por un momento supo lo que era el pánico, y después, por fin, nada.

II

Vagamente, como a través de una nube, el hombre conocido como El Hakim empezó a ver la luz. El impacto le hizo ver nubes negras de dolor y remolinos de oscuridad, así que cerró los ojos para evitar la claridad. Cuando los volvió a abrir, una cara se materializó poco a poco delante de él, una cara rechoncha con un botón rojo como nariz, ojos amables y cabeza rapada. El dolor que le producía la luz le hizo cerrar los ojos con fuerza una vez más y, cuando los volvió a abrir, el semblante monacal se había convertido milagrosamente en el de una maravillosa joven de pelo y ojos oscuros, gruesos labios rojos y saludables mejillas rosadas.

Ni el fraile ni la joven podían ser reales a la luz de lo sucedido, a juzgar por lo que recordaba y, cuando ella siguió mirándolo un poco preocupada, por un momento se preguntó si no habría muerto realmente en las profundidades del mar y aquella era una de las huríes que todo musulmán devoto espera encontrar en su entrada al Paraíso. En más de una ocasión se había planteado abrazar la fe musulmana para salvar el pellejo, así que en aquel momento le pareció que lo mejor sería seguir fingiendo, en caso de que, por alguna circunstancia, hubiera llegado al Paraíso del Verdadero Creyente.


Allahu akbar!
—murmuró—. No hay dios sino Alá y Mahoma es su profeta.

—¡Está hablando en árabe! —gritó la joven. Lo dijo en un dialecto portugués, que ninguna hurí hubiera usado con ningún creyente, ya que los españoles y los portugueses eran de los más odiados por los hijos de Alá, incluso más, si fuera posible, que Shaitan
[1]
.

—Ahora estoy segura de que es un árabe, hermano —añadió.

La cara del fraile apareció otra vez ante los sentidos cada vez más despiertos de El Hakim.

—Bendito sea Dios —dijo el fraile regordete—. Lo hemos salvado de la tumba del mar y de los brazos del paganismo, pero yo sigo creyendo que es europeo, señora. Puede que haya sido capturado hace mucho tiempo y que el sol lo haya quemado de tal manera que ahora parezca un moro.

—No puede tener más de cuarenta años —protestó la joven—. Mirad los músculos que tiene, y no tiene ni un pelo gris en el cabello ni en la barba.

El Hakim estaba tumbado tranquilo, oyendo la conversación, sintiendo una inmensa alegría al escuchar hablar en cristiano otra vez, después de ocho largos años, cinco de ellos en las galeras. A estas alturas ya estaba seguro de que aquello no era el Paraíso, aunque era lo suficientemente joven (más de diez años de lo que la joven había estimado) como para darse cuenta de que aquella hurí, que se iba haciendo cada vez más clara y definida a medida que sus ojos recuperaban la visión, podría contribuir a crear uno terrenal.

—Si no es de los nuestros, ¿por qué vino en nuestra ayuda cuando los corsarios nos atacaron? —preguntó el fraile.

—Puede que pensara que así podía escapar.

—Un moro no intentaría escapar pasando a un barco cristiano. Muchos de ellos saben que el proceso para convertir un pagano a la fe es doloroso —dijo el franciscano secamente.

—Entonces esperaremos a que se despierte —decidió la joven—. Yo tuve una niñera mora cuando era pequeña y hablo un poco su lengua. Puede que consiga hablar con él.

—Por lo menos podríais darle las gracias de nuestra parte —dijo el fraile—. Eric dice que nos salvó cuando tiró al agua al timonel de la galera en el momento justo. Así que, esclavo o no, deberíamos estarle agradecidos.

—¿Qué haremos con él?

—Llevaba un remo en las galeras de un corsario —señaló el fraile—. A todos los piratas se les condena a la muerte pero, ya que nos ha ayudado a escapar de los corsarios, creo que el Infante será generoso con él y reducirá su pena a la esclavitud perpetua.

—Entonces, ¿qué clase de esclavo será?

—Este barco es de vuestro padre así que, naturalmente, le pertenecerá a él.

—Le pediré a mi padre que me lo conceda como guardián —dijo entusiasmada—. Podría llevar un turbante y una cuerda fina con pantalones anchos y botas, como los soldados moros, y una cimitarra curva en el cinturón.

—Como vuestro consejero espiritual, os debería regañar por falso orgullo, doña Leonor —le avisó el fraile, aunque sin severidad.

—Pero no lo haréis —dijo segura de sí misma—. Hablaré con mi padre sobre este asunto ahora mismo.

El Hakim oyó unos pasos ligeros cerca de donde estaba, que ya había reconocido como la parte posterior de la cubierta (también llamada “toldilla”) y una puerta se cerró. Abrió los ojos con cuidado, y se encontró con la cara del fraile que lo observaba detenidamente.

—Así que has decidido unirte al mundo de los vivos —dijo con brío el franciscano, hablando en portugués—. Aquí tienes, bebe un poco de vino.

Llenó un vaso y alzó la cabeza de El Hakim para que pudiera beber. El movimiento hizo que se sintiera como si estuviera nadando otra vez, pero el vino le calentó un poco el cuerpo, alejando consigo el helor del agua del mar.

—Alá es grande —murmuró El Hakim en árabe—. Suyos son los reinos del cielo y la tierra. Conoce todas las cosas, y a él volveremos.

—Habla una lengua cristiana, si sabes —le reprendió el fraile—. Te irá mejor si lo haces, incluso si eres árabe.

El Hakim decidió intentar decir algo en el dialecto portugués que había usado la joven. Muchos moros hablaban español, ya que dominaron aquellas tierras hasta hacía muy poco tiempo, así que usar un dialecto no parecería raro en caso de que decidiera seguir fingiéndose musulmán un poco más.

—¿Dónde estamos? —preguntó.

—Estás en la carabela Santa Paula, que pertenece a don Bartholomeu di Perestrello, al servicio del infante Enrique de Portugal. Don Bartholomeu ha servido como enviado del Príncipe ante el Santo Padre en Roma.

El Hakim digirió esta información en silencio. En tierras árabes el nombre del príncipe Enrique de Portugal era muy conocido (al tiempo que odiado) como líder del victorioso ataque a la ciudad de Ceuta, por aquel entonces árabe, en la parte occidental del Mediterráneo hacía unos veinte años.

Hasta entonces Ceuta había sido uno de los grandes baluartes de los árabes, desde la que esperaban algún día atacar a través de la estrecha lengua del mar Mediterráneo, conocida desde tiempos antiguos como los Pilares de Hércules, y reconquistar España. En los bazares y mercados de esclavos de las ciudades de Túnez, Argel, Trípoli, Tetuán y El Araish, las continuas exploraciones hacia el sur a lo largo de la costa africana por parte de los barcos del príncipe Enrique se habían convertido en una amenaza para el floreciente mercado de esclavos, maderas exóticas y otros objetos de valor que abigarraban los caminos de las caravanas hacia el interior del vasto continente africano.

—¿Cómo me salvasteis de las aguas? —preguntó El Hakim.

—Al capitán se le fue de las manos la cuerda a la que estabas atado pero, por suerte, uno de los marineros pudo amarrarla a un palo. Tú te habías enrollado los brazos con ella, así que te sacaron del agua y te subieron a cubierta como una rata ahogada.

En ese momento la puerta se abrió de repente y el hombre de la barba roja que le había tirado la cuerda entró, al tiempo que una ráfaga de aire salado.

—Hola, fray Mauro —dijo casi como un trueno—. Doña Leonor me ha dicho que nuestra presa ha recobrado el sentido.

No cabía ninguna duda sobre la nacionalidad de aquel hombre enorme. Siglos antes un grupo de vikingos, altos y rubios, o gigantes de barba roja, cuyos barcos surcaban los mares del norte casi desde el principio de los tiempos, hicieron incursión en el Mediterráneo, estableciéndose incluso en una zona tan al sur como Sicilia. Sus descendientes estaban ya por toda Italia, pero era evidente que éste no tenía ni gota de mezcla en su sangre. Aquella barba roja y el cuerpo enorme sólo podían ser de un nativo de los climas nórdicos. Se notaba también en su portugués, marcado por un fuerte acento. Seguía llevando colgada del cinturón la espada corta que había usado en la batalla.

—Por fin ha vuelto al mundo de los vivos —dijo el franciscano—› pero no parece muy dispuesto a hablar de sí mismo.

—¿Habla la lengua de Portugal?

—Lo suficiente para entender, y para darse a entender.

—Bien, quienquiera que seas —dijo el vikingo a El Hakim—, te debemos nuestras vidas. Aquella galera estaba burlándose de nosotros hasta que tú viniste en nuestra ayuda.

—La deuda quedó saldada —dijo El Hakim en portugués— desde el momento en que me sacasteis del agua.

—Y bien que pesabas, amigo mío —dijo, riéndose, el vikingo—. Tu peso y aquellas cadenas que llevabas tiró de la cuerda, que se me fue de las manos, pero la atamos al peñol y te sacamos del mar como si fueras un ancla —le dio una palmada en la espalda al fraile—. Cuidadlo bien, mi buen fray Mauro. La hermosa Leonor está ocupada persuadiendo a su padre para quedárselo como esclavo. No podemos defraudarla.

—Rezaré para que se recupere rápidamente del chapuzón que le habéis dado —dijo fray Mauro.

—Y yo invocaré el poder de los dioses nórdicos ancestrales —prometió el hombre de la barba roja con una sonrisa—. Con todas las divinidades trabajando en su favor, seguro que se recupera pronto.

—Si es la voluntad de Alá —añadió píamente El Hakim—, así será.

Fray Mauro resopló, vertió una porción generosa de vino en un vaso y se la acercó al hombre que seguía postrado.

—Da un buen sorbo —le dijo—. Quizá esto te suelte la lengua —le brillaron los ojos—, ¿o prefieres seguir fingiendo que eres un moro?

El Hakim bebió un buen trago, como el fraile le había pedido, y sintió cómo el vino le calentaba el resto del cuerpo, desde la garganta hasta el taparrabos que aún llevaba puesto como única prenda. Se estaba espabilando cada vez más y en la cabeza no dejaba de darle vueltas a la idea de hasta qué punto debería confesarle al fraile su verdadera identidad.

—¿Por qué creéis que no soy moro? —le preguntó.

—Tu piel es oscura, pero del sol, no de sangre mora. Hablas el dialecto portugués de España pero no como los moros, tu forma de hablar es la de un hombre cultivado y tus ojos muestran inteligencia. Si tuviera que adivinar, diría que eres italiano. Las galeras moras están llenas de esclavos cristianos que un mal día cayeron en manos de los corsarios. Si tú fueras uno de ellos, es lógico que hayas intentado escapar, pero no si fueses moro.

El Hakim se dio cuenta de que no tenía sentido intentar engañar al franciscano.

—Soy cristiano como vos, hermano —admitió, hablando en italiano—. Hace casi ocho años el barco en el que estaba viajando a Trebisonda fue capturado por un bergantín moro y a mí me vendieron como esclavo.

—¿Y cómo te llamas?

El Hakim dudó un momento.

—Andrea Bianco.

Los ojos del fraile se abrieron de par en par.

—¿Cuál era tu profesión antes de que te capturaran? —preguntó con gran agitación—. ¿Y dónde vivías?

—Soy cartógrafo. Y ciudadano de Venecia.

III

El fraile gordito miraba al hombre quemado por el sol, con los ojos llenos de entusiasmo.


Benedicamus!
—exclamó—. Esto es un milagro. Un verdadero milagro.

—Otros hombres han escapado de las galeras.

—Pero no Andrea Bianco, el cartógrafo de Venecia.
Sancta Maria!
—se persignó a toda prisa—. Esto es increíble.

—Entonces, ¿habéis oído hablar de mí?

—¿Que si he oído hablar de ti? ¿No diseñaste un mapa del mundo en 1436?

—Sí.

—Yo era un lego entonces y estaba trabajando en el convento de los camaldulenses fuera de Venecia, en el comercio de la cartografía. Cuando entré al servicio del príncipe Enrique I, supe que tenía copias de tus mapas en Lagos.


Eccolo!
—exclamó Andrea—. Recuerdo haberle mandado un portafolio hace ocho años.

—Nos han servido como guía desde entonces y se han hecho copias por todo el Mediterráneo —le aseguró el fraile—. Pocos mapas han sido diseñados como los de Andrea Bianco.

—¿Habláis así de Andrea Bianco porque no me creéis?

Fray Mauro negó con la cabeza.

—En las órdenes sagradas aceptamos que todo hombre dice la verdad, hijo mío, mientras no se demuestre lo contrario. La verdad sobre tu identidad no me toca a mí decidirla; lo dejaremos a don Bartholomeu di Perestrello.

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