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Authors: José María Fernández-Luna

Tags: #Intriga, #Policíaco

El caso del mago ruso (13 page)

BOOK: El caso del mago ruso
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—¿Quién es? —preguntó para cerciorarse.

—Abre, Joyita… Soy yo.

Reconoció la voz de Agamenón. Era él, su amante. Acudía fiel a la cita.

Una vez que quitó el pasador, abrió la puerta para darle la bienvenida al hombre que había estado esperando ansiadamente toda la noche. Desinhibida, se arrojó a su cuello llevada por el sentimiento de excitación provocado por la droga. Implantó un apasionado beso en sus labios, saboreando el dulzor que derrochaba aquella boca, perfecta y varonil, que tanto la hacía gozar.

—A eso lo llamo yo una calurosa bienvenida —dijo Agamenón, cuando por fin pudo librarse del abrazo de la cancionista.

—Y esto es solo el principio —respondió ella con claro acento colombiano, prometiéndole otros deleites bastante más placenteros.

El recién llegado se fijó en el brillo de sus ojos. Refulgían como dos soles en mitad de la noche.

—¿Te has inyectado? —preguntó, cerrando a continuación la puerta.

—Lo necesitaba. Me sentía triste… apangalada.
[2]
—Hizo un gracioso mohín con su nariz—. Pero ahora estás aquí, a mi lado. Todo es distinto.

—Me agrada oírte decir eso. —Esbozó una sonrisa, mostrándole la caja rectangular que sostenía con ambas manos—. Para que veas hasta dónde llega mi afecto por ti, te he traído un regalo muy especial. Vas a ser, sin duda alguna, de las primeras mujeres de Barcelona en estrenar una de esas prendas íntimas que hacen furor en las
boutiques
de París.

—¿De qué se trata? —Se la arrebató, dominada por la curiosidad.

La llevó consigo hasta la mesa del camerino, tan feliz como una niña con un vestido nuevo.

—Es un
brassiere
—contestó, encendiendo un cigarrillo. Exhaló una bocanada de humo—. Sirve para sostener y realzar el pecho sin necesidad de llevar un incómodo corsé.

Luisa abrió la caja y extrajo la prenda compuesta por unos tirantes y dos copas de tafetán, donde debían encajar los senos. La observó con una extraña mezcla de curiosidad y fruición, ajustándosela después al busto para ver el resultado. Los nervios le gastaron una mala pasada y se echó a reír.

—¿Crees que sabré ponérmelo? —Lo miró a los ojos, radiante de felicidad.

—Tranquila. Déjame a mí.

Se la entregó a su amante, quien parecía conocer a fondo los secretos de aquella innovadora prenda. Sin ningún pudor, Agamenón la despojó de la blusa de tul que cubría su torso de piel canela. Con habilidad propia de un experto, se situó a su espalda y le hizo pasar los brazos a través de los tirantes. Después de aprisionar sus voluminosos pechos bajo la seda, abrochó los corchetes de detrás.

Sin más dilación, Luisa se colocó frente al espejo.

—¡Es precioso! —exclamó, girando el cuerpo de un lado a otro para ver desde distintos ángulos el efecto que provocaba en ella el
brassiere
—. Y además resulta bastante provocativo. —Se dio la vuelta—. Eres muy amable, mi amor. También yo tengo una sorpresa reservada para ti. —Sonrió de manera lasciva—. Esta noche va a ser especial.

Dominante, y a un mismo tiempo con dramatizada sumisión, se arrodilló frente a sus pies. Le fue desabrochando los botones del pantalón mientras clavaba en él su voluptuosa mirada. Le guiñó un ojo, con picardía, poco antes de hundir el rostro en la entrepierna de su amante.

Para entonces, había olvidado preguntarle por Conchita.

11

Carbonell aparcó el Hotchkiss al final de la calle Tapias, en la esquina con San Olegario. Después de que ambos se bajasen del coche e iniciaran su descenso al inframundo barcelonés, el mallorquín encontró en la conversación un desahogo a la inquietud.

—Hemos de extremar las precauciones —dijo en voz queda, soslayando la mirada de un lado hacia otro—. Nos encontramos en uno de los barrios más conflictivos y peligrosos del quinto distrito.

—Te recuerdo que somos policías y vamos armados —añadió Fernández-Luna, con algo más de arrestos—. No sé tú, pero yo no suelo amedrentarme tan fácil.

—Conmigo no te hagas el valiente, Luna. Mira a tu alrededor y dime que no hay motivos para preocuparse. Poco le importa a esta gentuza que seamos o no agentes de la Ley. No es el primero que pierde su vida en estas calles; te lo aseguro.

Ciertamente, pudo observar el incesante trasiego de los facundos gitanos, marineros sin hogar, putas sifilíticas, proxenetas sin escrúpulos, míseros pelafustanes, hábiles carteristas, pedófilos, «licenciados» de presidio y miserables embaucadores, que formaban parte de la intrínseca naturaleza de un barrio de voces argóticas engendrado en su propia miseria, vicio y depravación. Los hombres y mujeres que integraban aquel lumpemproletario de ínfimo nivel, al igual que almas en pena, más que caminar parecían arrastrarse de un lugar a otro.

A juicio de las personas dignas y adineradas lo mejor era darle la espalda a aquella realidad tan dramática, ignorándola por completo. De ahí que ambos policías dejaran entre renglones el sufrimiento al que debían enfrentarse los excluidos de la sociedad y prosiguiesen con su escalofriante viaje a los suburbios; eso sí, con los ojos bien abiertos.

Fernández-Luna pisaba un terreno que a pesar de su similitud con los bajos fondos de Madrid le resultaba desconocido y pantanoso. Su mano, instintivamente, acarició la pistola que guardaba bajo la chaqueta. Quiso cerciorarse de que la llevaba consigo.

—Dime… ¿Puedo saber adónde vamos?

—Solo si me prometes portarte como un hombre —respondió Carbonell, haciendo acopio de su hilarante sarcasmo.

Apenas había terminado de hablar cuando se les acercaron dos prostitutas, tan viejas y malcaradas que nadie daría una perra chica por estar con ellas. Siguiendo las directrices de su antiquísimo oficio, trataron de estimular la libido de los hombres con sicalípticas proposiciones.

—Deténganse, nobles
cavallers
… y a cambio de una peseta les haremos una
xuclada
que no olvidarán el resto de su vida —propuso una de ellas con voz ronca, mostrándoles su cariada dentadura.

—Y por dos
mes
, pondremos en práctica nuestras mejores artes —añadió la otra. Esgarrando con fuerza, escupió la flema hacia un lado—. No habrá un lugar de nuestro cuerpo, por hediondo e inmoral que sea, que les niegue ese placer prohibido que andan buscando. —Se echó a reír de forma voluptuosa, consiguiendo que su papada trepidase al igual que un pudín de gelatina.

Ignorando la desfachatez de aquellas dos brujas de fétido aliento, pasaron de largo.

—Esta aventura por el infierno, ¿forma parte de nuestra investigación o es mero divertimento? —insistió el de Madrid.

—Todo depende de cómo quieras enfocarlo. A veces, trabajo y placer se complementan. Eres policía. Deberías saberlo por experiencia. —Carbonell soltó luego una sonora carcajada.

—Además de cínico eres un marrullero —lo recriminó—. Pero qué le vamos a hacer, me caes bien.

—Celebro oírte decir eso. Demuestra que tienes sentido del humor.

Un particular gemido atrajo la atención de Fernández-Luna. Giró la cabeza hacia el estrecho callejón que se abría a su izquierda, intentando escudriñar más allá de la oscuridad reinante. Una joven, casi una niña, permanecía de pie con la espalda pegada a la pared. Tenía alzado el vestido y podía apreciarse la guarnición de encajes de sus enaguas. Acoplado a su cuerpo, estratégicamente situado entre las piernas, un caballero vestido de frac batía sus caderas a un ritmo desenfrenado mientras de su boca surgían toda clase de improperios.

—¡Zorra! —exclamaba—. ¡Puta del demonio! ¡Te vas a enterar de lo que es un hombre de verdad! ¡Aaaaah! —gimió, estremeciéndose a causa del inminente orgasmo—. ¡Eso es, perra! ¡Mueve tu culo!

Los policías continuaron su camino. No les interesaba inmiscuirse en aquella pasional y sórdida historia, una más. El tipo parecía ser de buena familia, tal vez un aristócrata de vida disipada. Molestarle solo serviría para buscarse problemas.

—¿Piensas decirme de una vez adonde me llevas? —insistió, volviendo la mirada hacia su tocayo.

—A un café de señoritas llamado La Suerte Loca —contestó, en esta ocasión con seriedad—. Se me olvidó decirte que el Gran Kaspar, al margen de la estrecha relación que mantenía con la Duminy, visitaba asiduamente a una prostituta nacida en la Madre Rusia. Es posible que su compañía le trajese recuerdos de su tierra —arguyó—. Creo que no está de más que hablemos con ella.

—Una medida acertada —coincidió con él—. Puede que Natasha Svetlova sepa dónde se esconde.

Carbonell se detuvo en mitad de la calle. Lo miró a los ojos, sorprendido.

—¿Cómo diablos sabes…?

—He hecho mis averiguaciones.

—Ya veo que no pierdes el tiempo. —El mallorquín dibujó una amplia sonrisa—. Hombres como tú necesitamos en Barcelona.

—Lo siento, pero no me atrae la idea. Esta ciudad es demasiado convulsa.

—¿Acaso Madrid es un remanso de paz?

—No, claro que no. Pero allí, la diferencia entre clases sociales no es tan dogmática.

Reiniciaron su andadura, adentrándose en un minúsculo callejón que conectaba las calles Tapias y Conde del Asalto. Varias mujeres de distintas edades, envueltas en boas de plumas y guarnecidas con prendas que apenas cubrían su desnudez, se congregaban frente a la puerta del café de señoritas para ofrecerles una calurosa bienvenida a los clientes. Desde las distintas ventanas del principal, que permanecían abiertas para ventilar el humo de los cigarros, surgían voces y risas escandalosas, entremezcladas con la musiquilla de la orquesta, sincopada y alegre, que alentaba la inmoralidad en las costumbres.

—¿Te gustaría bailar con una joven atractiva? —le preguntó Carbonell mientras subían las escaleras que habrían de conducirles a La Suerte Loca, que ocupaba toda la primera planta del edificio.

—Excuso decirte que estamos de servicio.

—¿Por qué será que me esperaba esa respuesta? —Torció el gesto, chasqueando después la lengua—. En fin… otra vez será. Nos limitaremos a interrogar a la Svetlova.

El madrileño sintió la tentación de preguntarle si ya había estado antes en aquel tugurio como cliente. En realidad no hizo falta. Nada más entrar en el vestíbulo, un enano vestido de amorcillo, con alas postizas de algodón surgiendo por detrás de los hombros y un pequeño arco entre las manos, lo saludó de forma efusiva.

—¡Buenas noches, don Ramón! —exclamó el recepcionista con voz afeminada, explayando a continuación una turbia sonrisa—. Siempre es un placer contar con su presencia —añadió con cierta familiaridad.

Accionó el guimbalete que había junto al quicio de la puerta, y el agua comenzó a descender por la cascada artificial que decoraba la pared de la antesala. Era un detalle solo reservado para los clientes más selectos.

—Buenas noches, Torcido. —Carbonell le devolvió el saludo, haciéndole entrega del sombrero y el bastón—. ¿Cómo está hoy el ambiente?

—Irradia voluptuosidad. Con este calor, se diría que las niñas ponen más énfasis en su trabajo.

—¿Algo más que deba saber?

—Rosita me preguntó por usted hace unos días. —Soltó una risita esperpéntica—. Para mí que la tiene cautivada.

—Desvaríos de una pobre insaciable —añadió con desdén, restándole importancia al comentario—. Pero hoy no es ella quien me trae hasta aquí, sino una rusa llamada Natasha Svetlova.

—Sabia elección —certificó el enano—. Rubia, de virginal sonrisa, ojos azules, vestido verde de gasa con un abriguito de Irlanda formando bolero. La encontrará dentro, a menos que se haya marchado con algún cliente en mi ausencia.

—Si es así, esperaré.

Después de que Fernández-Luna dejase en el guardarropa sus guantes y demás complementos, ambos policías entraron en la amplia sala cuyas paredes estaban revestidas de espejos. Un enorme ventilador con aspas de madera, colgado del techo, aireaba el bochornoso ambiente del local. Varias parejas bailaban en el centro de la sala al cadencioso compás de la orquestina. Merodeando por el local pudieron ver a varios individuos de mirada escurridiza ataviados con bombín, camisa negra, pantalones de terciopelo, fajín y zapatos puntiagudos. Eran los
pinxos
: proxenetas que vivían del trabajo de sus protegidas; gente del hampa.

Sentadas frente a las mesas de forja y mármol —la mayoría procedentes de lápidas funerarias del Cementerio de Poblenou—, el resto de las jóvenes aguardaban a que los caballeros con los que compartían vino con galletas dejasen a un lado la conversación, trivial en todo caso, y solicitaran finalmente sus servicios carnales. Sentados frente a la pequeña barra de madera, tras la cual había un escuálido camarero limpiando las copas de cristal con exagerada parsimonia, los parroquianos más humildes, dentro de sus posibilidades, invitaban a café con leche y a grosella con gaseosa a las meretrices menos agraciadas.

«¡Incluso aquí, en este trasnochado lugar de los bajos fondos, las clases sociales determinan sus límites!», pensó el jefe de la BIC de Madrid, a la vez que caminaba en pos de su desenvuelto colega.

Una atractiva joven de cabello oscuro se acercó a ellos, moviendo con garbo su cintura.

—¡Hombre, Ramón! —Se dirigió a Carbonell de un modo harto familiar. Deslizó su índice por el cuello de la camisa. Sus labios, contorsionados en una mueca de placer, se fueron acercando al rostro del policía—. Ya te echaba de menos, cielo.

—Hola, Rosita. —El mallorquín esquivó hábilmente la boca de la joven, que a esas horas debía de contener esencia de otros hombres. Con cierta discreción, implantó un beso en su mejilla—. Celebro ver que sigues tan guapa. Precisamente estaba pensando en ti y en la…

Mientras su compañero iniciaba una cálida charla con la mujer que le proporcionaba todo aquello que jamás podría ofrecerle su querida Lolita, Fernández-Luna echó un vistazo a su alrededor esperando reconocer a la rusa entre todo aquel tumulto de gente anónima y descocada. La localizó de inmediato. Sus cabellos y vestido coincidían con la descripción de Torcido. No estaba sola. Compartía mesa con un hombre. Cuando este, a una señal de la prostituta, volvió la cabeza hacia atrás, el policía lo reconoció como el individuo que había mantenido una acalorada discusión con Miguel Lorente frente al Matadero, la tarde anterior.

Sintiéndose vigilado, el cliente abandonó su asiento sin despedirse siquiera de la rusa. Escurridizo como una anguila, fue directo hacia la puerta que conducía al vestíbulo.

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