En una semana era capaz de ponerme en pie y moverme, aunque todavía sufría de dolores de cabeza y mareos. Supe que después de que se desmoronase la escalera de servicio me había dado un golpe y había quedado inconsciente. Rochester, quien sufría mucho dolor, me había envuelto en una cortina y había cargado conmigo fuera de la casa en llamas. En el intento le había golpeado una viga que caía y se había quedado ciego; la mañana después del fuego, le habían amputado la mano destrozada por Acheron. Me reuní con él en la oscuridad del comedor.
—¿Siente mucho dolor, señor? —pregunté, mirando la figura desaliñada; todavía llevaba los ojos vendados.
—Por suerte, no —mintió, haciendo una mueca al moverse.
—Gracias; me ha salvado la vida por segunda vez.
Me dedicó una sonrisa triste.
—Usted me devolvió a mi Jane. Por esos pocos meses de felicidad, sufriría dos veces estas heridas. Pero no hablemos de mi estado lamentable. ¿Está usted bien?
—Gracias a usted.
—Sí, sí, pero ¿cómo va a volver? Supongo que Jane ya está en la India con ese holgazán sin agallas de Rivers; y con ella se va la narración. No veo cómo sus amigos van a poder rescatarla.
—Ya pensaré en algo —dije, tocándole la manga—. Nunca se sabe lo que deparará el futuro.
Era la mañana del día siguiente; mis meses en el libro habían pasado en el tiempo necesario para leerlos. El Politburó galés, alertado de las fechorías en su propia casa, habían concedido a Victor, Finisterre y a un miembro de la Federación Brontë paso seguro hasta el enmohecido hotel Penderyn, donde se encontraban ahora con Bowden, Mycroft y un Jack Schitt cada vez más nervioso. El representante de la Federación Brontë leía las palabras a medida que aparecían en el manuscrito amarillento que tenía delante. Aparte de algunos cambios menores, el libro seguía el mismo rumbo de siempre; había sido perfecto en todas sus palabras durante las dos últimas horas. Jane recibía la propuesta de St. John Rivers, quien quería que ella le acompañase a la India como su esposa, y ella estaba a punto de decidirse.
Mycroft tamborileaba con los dedos sobre la mesa y miró las filas de indicadores parpadeando sobre su invento; sólo necesitaba un punto en el que abrir el portal. El problema es que rápidamente se les iban acabando las páginas.
Luego, sucedió el milagro. El experto de la Federación Brontë, un hombre bajito y habitualmente nada excitable llamado Plink, quedó de pronto consumido por la consternación.
—¡Un momento; esto es nuevo! ¡Eso no sucedió!
—¿Qué? —gritó Victor, pasando rápidamente su ejemplar.
Efectivamente, el señor Plink tenía razón. Allí, mientras las palabras se grababan a sí mismas por las páginas, había nuevos acontecimientos en la narración. Después de que Jane le prometiese a St. John Rivers que si la voluntad de Dios era que se casasen, entonces así lo harían, hubo una voz… una voz
nueva
, la voz de Rochester, llamándola por el éter. Pero, ¿desde dónde? Fue una pregunta que se plantearon simultáneamente casi ochenta millones de personas en todo el mundo, todas siguiendo cómo la nueva historia se desarrollaba frente a sus ojos.
—¿Qué significa? —preguntó Victor.
—No lo sé —respondió Plink—. Es puro Charlotte Brontë, ¡pero
definitivamente
no estaba ahí antes!
—Thursday —murmuró Victor—. Tiene que ser. ¡Mycroft, prepárese!
Leyeron encantados cómo Jane cambiaba de idea sobre la India y St. John Rivers y decidía regresar a Thornfield.
Regresé a Ferndean y junto a Rochester antes que Jane. Me reuní con Rochester en el comedor y le conté la noticia; cómo la había encontrado en la casa de Rivers, había ido a su ventana y había susurrado: « ¡Jane!, ¡Jane!, ¡Jane!» con voz áspera imitando a Rochester. La imitación no era muy buena, pero bastó. Vi cómo Jane se ponía nerviosa y hacía las maletas de inmediato. Rochester no parecía muy contento con la noticia.
—No sé si debo darle las gracias o maldecirla, señorita Next. Pensar que me verá así, un ciego con un solo brazo. ¡Y Thornfield destrozado! Me odiará, ¡lo sé!
—Se equivoca, señor Rochester. Y si conoce a Jane tan bien como creo que la conoce, ¡ni siquiera se le pasará por la cabeza tal cosa!
Llamaron a la puerta. Era Mary. Anunció que Rochester tenía visita, pero que se negaba a dar su nombre.
—¡Oh, Dios! —exclamó Rochester—. ¡Es ella! Dígame, señorita Next, ¿podrá amarme? Quiero decir, ¿así?
Me incliné y le besé la frente.
—Claro que sí. Cualquiera podría. Mary, niéguele la entrada; si la conozco, entrará de todas formas. Adiós, señor Rochester. No se me ocurre ninguna forma de darle las gracias, por lo que sólo diré que usted y Jane siempre estarán en mi mente.
Rochester movió la cabeza, intentando determinar mi posición por el sonido. Alargó una mano y agarró con fuerza la mía. Era cálida al tacto, y también suave. Pensé en Landen.
—¡Adiós, señorita Next! Tiene un gran corazón; no deje que se eche a perder. Tiene a alguien que la ama y al que usted ama. ¡Escoja la felicidad!
Fui rápidamente a la estancia contigua cuando Jane entró. Atranqué en silencio la puerta mientras Rochester fingía muy bien no saber quién era.
—Dame el agua, Mary —le oí decir.
Hubo una agitación y luego oí a
Pilot
.
—¿Qué pasa? —preguntó Rochester con su expresión más hosca y de mayor enfado.
Contuve una risa.
—¡Abajo,
Pilot
—dijo Jane.
El perro se tranquilizó y hubo una pausa.
—Eres tú, Mary, ¿no? —preguntó Rochester.
—Mary está en la cocina —respondió Jane.
Saqué del bolsillo el manual maltratado, junto con el poema ligeramente chamuscado. Todavía tenía que lidiar con Jack Schitt, pero eso tendría que esperar. Me senté en una silla mientras una exclamación de Rochester atravesaba la puerta:
—¿
Quién
es? ¿
Qué
es? ¿Quién habla?
Me esforcé por oír la conversación.
—
Pilot
me reconoce —respondió Jane alegre—, y John y Mary saben que estoy aquí. ¡He llegado esta misma tarde!
—¡Buen Dios! —exclamó Rochester—. ¿De qué engaño soy víctima? ¿Qué dulce locura se ha apoderado de mí?
—Gracias, Edward —susurré mientras el portal se abría en una esquina de la habitación. Di un último vistazo al lugar al que jamás regresaría, y lo atravesé.
Se produjo un destello y un estallido de estática, la hacienda Ferndean desapareció, y en su lugar vi el entorno familiar del salón desarrapado del hotel Penderyn. Bowden, Mycroft y Victor corrieron a recibirme. Entregué manual y poema a Mycroft, quien rápidamente se puso a abrir la puerta a «Vagué solitario como una nube».
—¿Hades? —preguntó Victor.
—Muerto.
—¿Totalmente?
—
Absolutamente muerto.
En unos momentos, el Portal de Prosa volvió a abrirse y Mycroft se apresuró a su interior, regresando al poco tiempo agarrando a Polly de la mano; ella sostenía un ramo de narcisos e intentaba explicarse:
—Sólo
hablábamos
, Crofty, ¡cariño! No creerás que podría interesarme un poeta muerto, ¿verdad?
—Me toca a
mí
—dijo Jack Schitt todo emocionado, agitando un ejemplar de
El rifle de plasma en la guerra
.
Lo colocó con los gusalibros y le hizo una señal a Mycroft para que abriese el portal. Tan pronto como los gusanos completaron su parte, Mycroft hizo lo que le habían dicho. Schitt sonrió y atravesó la rielante puerta blanca, palpando en busca de uno de los rifles de plasma que tan bien descritos estaban en ese libro. Bowden tenía otra idea. Le dio un empujón y Jack Schitt atravesó gritando el portal. Bowden le hizo un gesto a Mycroft, quien retiró la corriente; la máquina quedó en silencio, la puerta al libro cortada. Jack Schitt no había acertado con el momento apropiado. En sus ansias de poner las manos sobre uno de los rifles, no se había asegurado de que los agentes de Goliath estuviesen con él. Para cuando regresaron los dos guardias, Bowden ayudaba a Mycroft a destrozar el Portal de Prosa después de transferir con mucho cuidado los gusalibros y devolver el manuscrito original de
Jane Eyre
—con el final ligeramente alterado— a la Federación Brontë.
—¿Dónde está el coronel Schitt? —preguntó el primer agente.
Victor se encogió de hombros.
—Se fue. Algo relacionado con los rifles de plasma.
Los agentes de Goliath hubiesen planteado más preguntas pero el secretario de exterior galés en persona había llegado y anunció que como la cuestión estaba ya resuelta, nos escoltarían a todos fuera de la República. Los operativos de Goliath empezaron a discutir pero pronto varios miembros del ejército republicano galés, a los que definitivamente no les impresionaban sus amenazas, los escoltaron fuera de la sala.
Nos sacaron de Merthyr en la limusina presidencial y nos dejaron en Abertawe. El representante de la Federación Brontë se mantuvo fríamente silencioso durante todo el viaje —me pareció que no le hacía mucha gracia el nuevo final—. Cuando llegamos a la ciudad, lo perdí rápidamente y corrí al coche, para llegar a toda prisa a Swindon, con las palabras de Rochester resonando en mis oídos. El matrimonio de Landen con Daisy se celebraría a las tres de la tarde y vaya si iba a estar presente.
Casi al final de
nuestro
libro
«Había trastocado
Jane Eyre
considerablemente; mi grito de "¡Jane!, ¡Jane!, ¡Jane!" en su ventana había alterado el libro definitivamente. Iba contra mi entrenamiento, contra todo lo que había jurado defender. Yo no lo consideraba más que un simple acto de contrición por lo que creía mi responsabilidad por las heridas de Rochester y la destrucción de Thornfield. Había actuado por compasión, no por deber, y a veces eso no tiene nada de malo.»
T
HURSDAY
N
EXT
diarios privados
A la tres y cinco frené con un chirrido de ruedas frente a la Iglesia de Nuestra Santa Madre de los Bogavantes, para gran sorpresa del fotógrafo y del chofer de un enorme Hispano-Suiza que estaba aparcado esperando a la feliz pareja. Respiré profundamente, me detuve para pensar con tranquilidad y, estremeciéndome un poco, subí los escalones de la entrada principal. La música de órgano sonaba con fuerza y mi paso, que hasta ese momento había sido de carrera, de pronto se redujo al perder el valor. ¿A qué demonios estaba jugando? ¿Realmente creía tener alguna posibilidad de aparecer de la nada después de una ausencia de diez años y luego esperar que el hombre al que había amado lo dejase todo y se casase conmigo?
—Oh, sí —dijo una mujer a su compañero al pasar a mi lado—, ¡Landen y Daisy están
tan
enamorados!
Mi avance se redujo al ritmo de un caracol al descubrirme deseando llegar demasiado tarde y que la carga de la decisión desapareciese de mis hombros. La iglesia estaba llena, y nadie me prestó atención al colocarme al fondo, justo al lado de la fuente con forma de bogavante. Podía ver a Landen y a Daisy delante de todo, asistidos por una pequeña bandada de pajes y damas de honor. Había muchos invitados uniformados en la pequeña iglesia, amigos de Landen de Crimea. Pude ver a alguien a quien tomé por la madre de Daisy, lloriqueando en el pañuelo, y al padre mirando impaciente la hora. En el lado de Landen, su madre estaba sola.
—Exijo y os conmino a los dos —decía el clérigo— a que si alguno de vosotros conoce un obstáculo que impida una unión legítima en matrimonio, que lo confiese ahora.
Hizo una pausa y varios de los invitados se agitaron. El señor Mutlar, cuya falta de mentón había sido ampliamente compensada por una envergadura incrementada de su cuello, parecía estar incómodo y miró alrededor de la iglesia nervioso. El clérigo se volvió hacia Landen y abrió la boca para hablar, pero al hacerlo, una voz alta y clara se alzó desde el fondo de la iglesia:
—El matrimonio no puede proseguir: ¡declaro la existencia de un impedimento!
Ciento cincuenta cabezas se volvieron para ver quién hablaba. Uno de los amigos de Landen rió con fuerza; evidentemente pensaba que se trataba de una broma. Sin embargo, el rostro del que había hablado no daba la impresión de que su intención fuese el humor. El padre de Daisy no estaba dispuesto a consentirlo. Landen era una buena pieza para su hija y un chistecillo sin gracia no iba a retrasar la boda.
—¡Siga! —dijo, con el rostro convertido en un trueno.
El clérigo miró al hombre del fondo, luego a Daisy y a Landen y finalmente al señor Mutlar.
—No puedo proseguir sin investigar primero lo que se ha afirmado y las pruebas sobre su verdad o falsedad —dijo con expresión dolida; algo así no le había pasado nunca.
El señor Mutlar se había vuelto de un muy poco saludable tono carmesí y podría haberle dado un puñetazo al hombre que había hablado de haberlo tenido cerca.
—¿Qué estupidez es ésta? —gritó en su lugar, provocando murmullos por todas partes.
—No es una estupidez, señor —respondió el hombre con voz clara—. Creo que la bigamia está lejos de ser una estupidez, señor.
Miré fijamente a Landen, quien parecía confundido por el giro de los acontecimientos. ¿Ya estaba casado? No podía creerlo. Miré al hombre y el corazón se me paró un segundo. Era el señor Briggs, ¡el abogado que había visto en la iglesia en Thornfield! Oí un movimiento cercano y me volví para encontrarme a la señora Nakajima junto a mí. Me sonrió y se llevó un dedo a los labios. Yo fruncí el ceño y el clérigo volvió a hablar.
—¿Cuál es la naturaleza del impedimento? Quizá pueda superarse… explicarse.
—Difícilmente —fue la respuesta—. Lo he definido como insuperable y hablo con conocimiento. Consiste simplemente en un matrimonio anterior.
Landen y Daisy se miraron bruscamente.
—
¿Quién demonios es usted?
—preguntó el señor Mutlar, que parecía ser la única persona lo suficientemente excitada para actuar.
—Me llamo Briggs, abogado de Dash Street, Londres.
—Bien, señor Briggs, quizá tenga usted la amabilidad de explicar el matrimonio anterior del señor Parke-Laine para que todos podamos conocer los cobardes actos de este hombre.
Briggs miró al señor Mutlar y luego a la pareja en el altar.
—Mi información no se refiere al señor Parke-Laine; hablo de la señorita Mutlar, o, empleando su nombre de casada, ¡señora Daisy Posh!