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Authors: Mailer Norman

El castillo en el bosque (2 page)

BOOK: El castillo en el bosque
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—La verdadera pregunta que hay que hacerse —dijo— es cómo se protege la lucidez para que no la deslustre la mezcolanza. Esto se halla implícito en el proceso de la denominada reproducción normal. Contemplemos los miles de millones de espermatozoides. Uno de ellos tiene que viajar hasta el óvulo femenino. A cada espermatozoide solitario que nada en el mar uterino, ese óvulo tiene que parecerle tan grande como un acorazado. —Hizo una pausa antes de asentir—. En un esperma sano tiene que existir la misma disposición al sacrificio que impulsa a unos combatientes a lanzarse al ataque cuesta arriba contra un risco imponente. La esencia de la simiente masculina es que está dispuesta a perpetrar una inmolación semejante para que uno de ellos, como mínimo, llegue al óvulo.

Nos miró fijamente. ¿Compartíamos su excitación?

—La pregunta siguiente se plantea enseguida —dijo—. ¿Serán los genes de la mujer compatibles con el espermatozoide que ha logrado llegar hasta ella? ¿O esos elementos aislados descubrirán que sus genes divergen? ¿Están a punto de comportarse como maridos y mujeres infelices? Sí, respondería yo, la divergencia es muchas veces el caso más frecuente. Puede que el encuentro resulte lo suficientemente compatible para que la procreación se produzca, pero la mezcla de sus genes dista mucho de garantizar que sea armónica.

»Cuando hablamos, por consiguiente, del deseo humano de crear a ese hombre que personifique la Visión (el superhombre), tenemos que considerar las posibilidades. Ni siquiera una entre un millón de familias nos ofrece un marido y una mujer cuyos genes tengan una inclinación lo bastante próxima para engendrar un hijo milagroso. Ni siquiera una, quizás, entre un millón. ¡No! —De nuevo levantó la mano—. Entre un millón de millones, pongamos. En el caso de Adolf Hitler, los números pueden alcanzar las distancias prodigiosas que se dan en la astronomía.

»Así que, caballeros, la lógica determina que cualquier superhombre que encarne la Visión tiene que provenir de un acoplamiento de ingredientes genéticos excepcionalmente similares. Sólo entonces estas encarnaciones aisladas de la Visión estarán en condiciones de
reforzarse
entre sí.

¿Quién no veía adónde apuntaba Heinrich? El incesto ofrecía la posibilidad más cercana para aquel propósito único.

—Pero —dijo Himmler—, para ser razonables, también tenemos que convenir en que la vida no siempre está dispuesta a garantizar un suceso parecido. Por lo general, lo único que esas intimidades familiares dan al mundo son hombres y mujeres degenerados. Debemos reconocer que los hijos del incesto suelen padecer enfermedades infantiles y muertes prematuras. Abundan las anomalías y hasta las exhibiciones de monstruosidad física.

Se puso triste y severo.

—Éste es el precio. No sólo es probable que en los frutos del incesto aparezcan muchas buenas tendencias reforzadas, sino que también se magnifiquen inclinaciones desdichadas. La inestabilidad es, por consiguiente, un producto común del incesto. La idiotez acecha entre bastidores. Y cuando existe una posibilidad vital para el desarrollo de un gran espíritu, este raro ser humano aún tiene que superar una avalancha de frustraciones profundas que desquician el cerebro u ocasionan una muerte temprana.

Así habló Heinrich Himmler.

Creo que todos los presentes conocíamos el subtexto que yacía bajo estas observaciones. En 1938, queríamos determinar (con el mayor secreto, se lo aseguro) si nuestro
Führer
era un fruto del incesto en primer o segundo grado. O en ninguno. Si no lo era, la teoría de Himmler seguiría siendo infundada. Pero si el
Führer
era un auténtico hijo del incesto, entonces no sólo era un ejemplo radiante de la probabilidad de esta tesis, sino quizás su prueba misma.

3

Estoy dispuesto a hablar de una obsesión que giraba en torno a Adolf Hitler. Ahora bien, ¿qué nubla más un estado de ánimo que vivir con una pregunta que no obtendrá respuesta? Aun hoy, la primera obsesión sigue siendo Hitler. ¿Hay algún alemán que no intente comprenderle? ¿Pero dónde encontrar a uno que esté satisfecho con la respuesta?

Voy a sorprenderles. Yo no sufro ese padecimiento concreto. Vivo convencido de que estoy en condiciones de entender a Adolf. Pues de hecho le conozco. Voy a repetirlo. Le conozco de arriba abajo. Imitando a los americanos, habida cuenta del tosco conocimiento que tienen de la vulgaridad, incluso les diría: «Sí, le conozco desde el esfínter hasta el apetito.»

Empero, sigo obsesionado. Pero obsesionado por un problema totalmente distinto. Cuando pienso en referir cómo le conozco tanto, surge una inquietud comparable a la de zambullirse de noche desde un acantilado a pico en el agua negra.

Quede entendido, por tanto, que al principio procederé con cautela y sólo hablaré de lo que entonces era accesible a las SS.

Por el momento podría ser suficiente. Hay detalles que ofrecer relativos a sus raíces familiares. En la Sección Especial IV-2a —como ya he explicado—, un secreto hermético rodeaba nuestros descubrimientos. Así tenía que ser. Éramos los más ansiosos por explorar los asuntos más desagradables. Teníamos que asumir el miedo a exhumar respuestas lo bastante venenosas para poner en peligro al Tercer Reich.

Por otra parte, teníamos una confianza especial. Una vez obtenidos nuestros datos, aunque resultaran perturbadores, sabíamos escoger las falsedades que despertasen los sentimientos patrióticos en el populacho. Por supuesto, no se podía garantizar de antemano que cada descubrimiento fuese controlable. Quizás descubriéramos un hecho explosivo. Un ejemplo: ¿había sido judío el abuelo paterno de Adolf Hitler?

4

Era una posibilidad. Había otras igualmente nefastas. Durante un período, sopesamos la idea de investigar sobre un semicómico pero delicado rumor. Monorquidia. ¿Pertenecía nuestro
Führer
al grupo de hombres infelices e hiperactivos que poseen un solo testículo? Es verdad que invariablemente se cubría la ingle con una mano protectora cada vez que estaban a punto de hacerle una foto, un gesto clásico y comprensible si quieres proteger el testículo que queda. Pero una cosa es tomar nota de un punto vulnerable así y otra verificarlo. Aunque era bastante fácil obtener resultados entrevistando a las pocas mujeres que habían tenido relaciones íntimas con el
Führer
y aún seguían vivas, ¿cómo controlar las repercusiones? ¿Y si a Hitler le llegaban noticias de que un par de oficiales de las SS estaba, por así decirlo, tocándole el (los) genital(es)? Tuvimos que renunciar al proyecto. Fue una decisión de Himmler:

—Si nuestro estimado líder resultase ser hijo de un incesto en primer grado, todas las cuestiones relativas a la monorquidia están incluidas. La monorquidia es, después de todo, una secuela probable del incesto en primer grado.

Era evidente. Tuvimos que retomar la mejor explicación para la voluntad legendaria del
Führer
: ¡el drama de sangre!

Además, todos detestábamos la posibilidad de que el abuelo paterno de Adolf Hitler hubiera sido judío. Ello no sólo destruiría la tesis de Himmler, sino que nos obligaría a enterrar un escándalo mayúsculo. Nuestro desasosiego nacía en parte de un rumor que había empezado a circular entre nosotros ocho años antes, en 1930, cuando llegó una carta al escritorio de Hitler. El joven que la había escrito se llamaba William Patrick Hitler y resultó ser el hijo del hermanastro mayor de Adolf, Alois Hitler, hijo. La carta del sobrino contenía una insinuación de chantaje. Hablaba de
«circunstancias compartidas en la historia de nuestra familia».
(El hombre había llegado hasta el extremo de subrayar estas palabras.) Habría sido peligroso enviar esta carta si el sobrino viviese en Alemania, pero en esta época residía en Inglaterra.

¿Cuáles eran, entonces, aquellas «circunstancias compartidas»? William Patrick Hitler hablaba de la abuela del
Führer
, Maria Anna Schicklgruber. En 1837 había dado a luz a un hijo al que llamó Alois. Maria Anna, que por entonces y en lo sucesivo vivía en un lugar mísero llamado Strones, una aldea espantosa en la provincia austriaca de Waldviertel, solía recibir sumas pequeñas pero regulares de dinero. Sus allegados suponían que se las mandaba el padre no identificado del niño.

Pero aquel niño creció y se convirtió en el padre de Hitler. Aunque Adolf no nacería hasta 1889 y no llegaría al poder hasta 1933, una historia logró pervivir entre los campesinos de Strones. Era que el estipendio lo enviaba un judío acaudalado que residía en la ciudad provinciana de Graz. Según la leyenda, Maria Anna trabajó de criada en la casa de este judío, se quedó embarazada y tuvo que volverse a su aldea. Cuando llevó al niño para que lo bautizaran, el párroco calificó el nacimiento de «ilegítimo», una declaración habitual en aquellas comarcas. Al fin y al cabo, Waldviertel era conocido como el hospicio de Austria. Cien años más tarde, después del Anschluss de 1938, me enviaron a la región y descubrí cosas, de hecho, fascinantes. Aunque pudiera parecer aún prematuro explicar cómo llegué a saber lo que supe, puedo, sin embargo, exponer mis conclusiones. Por ahora son suficientes. En su momento, confío en tener el valor de decir más.

5

Waldviertel, situada al norte del Danubio, es una región de pinos altos y hermosos. En efecto, Waldviertel se puede traducir directamente como el «barrio boscoso», y los silencios de los bosques son oscuros en contraste con el verde de algún que otro campo. El suelo, sin embargo, no favorece la agricultura. Un villorrio austriaco en aquel confín remoto definía lo que significa «paupérrimo». En aquellos años, los Hiedler (que más tarde pasaron a ser los Hitler) vivían en Spital, una especie de pueblo, y los Schicklgruber, sus primos, residían cerca, en el mencionado Strones, profundamente hundido en el barro a lo largo de su única calle, no más de unas docenas de chozas con techumbre de paja. Mientras que en Strones abundaban las pocilgas alrededor de cada morada, en los prados locales eran más frecuentes las bostas de vaca y se valoraba la fragancia de las boñigas de caballo. Era, en definitiva, una zona donde muchos campesinos tenían que empujar su arado a través de diversas capas de barro. Había un fango espeso como lava, arroyos de cieno, capas de gravilla, estiércol y vertidos, piedras, arcilla ordinaria. En realidad, Strones ni siquiera tenía una iglesia. Los lugareños tenían que ir andando a otra aldea, Doellersheim. Allí, en el registro parroquial, fue inscrito el hijo de Maria Anna con el nombre de «Alois Schicklgruber, católico, varón» y, como sabemos, «ilegítimo».

Maria Anna, nacida en 1795, tenía cuarenta y dos años cuando nació Alois en 1837. Oriunda de una familia de once hijos, de los cuales ya habían muerto cinco, sin duda podría haber cohabitado con cualquiera de sus varios hermanos. (Himmler, por supuesto, no ponía objeciones a este respecto, ya que Alois, el bastardo de Maria Anna, era, repito, el padre de Adolf.) En todo caso, a pesar de la suma pobreza de los padres de Maria Anna, vivió con su hijo los cinco años siguientes en uno de los dos cuartitos de su padre. El misterioso dinero que llegaba en remesas pequeñas pero puntuales contribuyó a sostener a estos Shicklgruber.

Aunque obviamente estábamos ansiosos de descubrir un tesoro de copulaciones intrafamiliares, tal deseo no nos permitía desdeñar al judío de Graz. En efecto, ocho años antes, en 1930, ya se habían hecho averiguaciones. Según contaba Himmler, Hitler, al leer la carta de su sobrino, se la había enviado de inmediato a un abogado nazi, Hans Frank. El
Führer
, como quizás algunos ya no recuerden, no llegó a ser canciller hasta 1933, pero ya en 1930 Hans Frank buscaba infiltrarse en el entorno íntimo del caudillo.

Frank, por consiguiente, tenía noticias infaustas que comunicar sobre el embarazo de Maria Anna. Declaró que lo más probable era que el padre hubiese sido un joven de diecinueve años, hijo de un próspero comerciante apellidado Frankenberger que, sí, era judío. Era verosímil. En aquella época, el vástago de muchas familias pudientes tenía sus primeras experiencias sexuales con una criada. Tampoco era necesario que ella fuese más o menos de la misma edad. Las costumbres burguesas de una ciudad provinciana como Graz aceptaban esta iniciación como una práctica razonable, pero de la que nadie hablaba. Se consideraba mucho mejor que permitir que un muchacho rico tuviese trato con prostitutas o se decidiera demasiado pronto por una novia de una familia menos próspera.

Frank afirmaba que había visto una prueba concluyente. Le dijo a Hitler que le habían mostrado una carta escrita por Herr Frankenberger, el padre del joven que se había acostado con Maria Anna. La carta prometía pagos periódicos por cuidar de Alois hasta que cumpliese catorce años.

Nuestro Adolf, sin embargo, discrepó de estos descubrimientos. A Hans Frank le dijo que la verdadera historia, que le había sido referida por su propio padre, Alois, era que el abuelo auténtico había sido el primo de Maria Anna, Johann Georg Hiedler, quien al final había aceptado casarse con ella cinco años después del nacimiento de Alois.

—De todos modos —le dijo Hitler a Frank—, me gustaría examinar esa carta del judío a mi abuela.

Frank le dijo a Hitler que aún no la tenía en su poder. El hombre que la tenía pedía un precio muy elevado. Además, sin duda la carta habría sido fotografiada.

—¿Ha visto el original? —preguntó Hitler.

—Pude verlo mientras estuve en su despacho. Había dos grandullones a su lado. Y también una pistola encima de la mesa. ¿Qué temería?

Hitler asintió.

—Ni siquiera cabe temer una muerte repentina para un hombre así. La carta, a fin de cuentas, estará en un sitio y la copia fotográfica en otro.

Otra preocupación más para Hitler.

En 1938, sin embargo, nuestra búsqueda había brindado alternativas. Ya no parecía seguro que Maria Anna siguiese recibiendo puntualmente dinero cinco años después de haber nacido Alois. Tras su matrimonio en 1842, ella y su marido, Johann Georg Hiedler, habían sido demasiado pobres para poseer un hogar propio. Durante un tiempo habían tenido que dormir en un viejo pesebre deshecho que antaño se utilizaba para alimentar al ganado en un establo vecino. Naturalmente, esto no demostraba que no hubiesen recibido dinero. Sin duda, Johann Georg podría haberse bebido los fondos. En Strones seguía siendo una leyenda por la forma en que empinaba el codo. De hecho, su amplio consumo de alcohol casaba mal con la presunción de que eran tan pobres, pues a no ser que ella tuviese suficientes ingresos para que él bebiera, ¿por qué un borracho como el cincuentón Johann Georg se habría casado con una mujer de cuarenta y siete años y madre de un hijo de cinco? Además, su grave dipsomanía difícilmente autorizaba la conjetura de que fuese el padre de Alois. En realidad, aquel Johann Georg Hiedler no puso reparos cuando Maria Anna pidió al hermano menor de Johann, que también se llamaba Johann (pero, en su caso, Johann
Nepomuk
Hiedler), que se llevase al niño para criarlo. Este hermano menor, Johann Nepomuk, era, por el contrario, un campesino sobrio y trabajador que tenía mujer y tres hijas, pero ningún varón.

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