De las especies que actualmente pueblan la Tierra, pocas remontan su genealogía más allá de la Era terciaria. Y esas pocas pertenecen, generalmente a un solo reino: el de los insectos.
Y ellos, los insectos, probablemente heredarán, cuando el paso del hombre por nuestro planeta ya no sea ni siquiera un recuerdo. Tenemos, pues, un tema sugestivo para la ciencia-ficción. Pero ha sido bastante desaprovechado (a no ser en cine, donde da lugar a portentosos trucajes a base de hormigas gigantes). Con El Cerebro Verde, Herbert aborda por primera vez desde una óptica adulta el tema de la «marabunta».
Frank Herbert
El Cerebro Verde
ePUB v1.0
Lestrobe12.08.12
Título original:
The Green Brain
Frank Herbert, 1966.
Traducción: Francisco Cazorla.
Editor original: Lestrobe (v1.0).
ePub base v2.0
Tenía un gran parecido con el retoño de un indio guaraní y la hija de cualquier granjero de las fragosidades, una sertanista
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que intentara olvidar su esclavitud en el sistema encomendero, «comiendo el hierro», expresión con la que se denominaba el hecho de hacer el amor a través de la rejilla de un portalón divisorio.
Su parecido con el tipo que quería representar era casi perfecto, excepto cuando se olvidaba de lo que era, al pasar por los claros de la espesa selva.
El color de su piel propendía a oscurecerse hacia el verde, adaptándose al entorno ambiental de hojas y enredaderas que le envolvían, dando un fantasmal aspecto con su camisa gris embarrada, los andrajosos pantalones y el inevitable sombrero de paja deshilachado, y las sandalias con suela de neumático.
Tales descuidos eran cada vez menos frecuentes cuanto más lejos se hallaba del hontanar del Paraná, el sertao
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hinterland de Goiás, donde abundaban los hombres con el pelo de un negro intenso, con flequillo, y los ojos chispeantes.
Para cuando llegó al territorio de los bandeirantes
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había conseguido un completo control sobre el efecto camaleónico que ponía en práctica.
Entonces se encontraba fuera de la selva y frente a los caminos embarrados que le separaban de las tierras parceladas del Plan de Restablecimiento. A su modo, se daba cuenta de que se aproximaba a un punto de control de los bandeirantes, y casi con un gesto humano indicó con el dedo el certificado (cuidadosamente guardado bajo la camisa) de que poseía sangre de blancos. De vez en cuando, y allí donde los humanos no pudieran escucharle, ensayaba en voz alta el nombre que habían elegido para él: «Antonio Raposo Tavares».
El sonido de su voz emergía un tanto estridente, áspero y desproporcionado. A pesar de todo, sabía que podría pasar el control. Los indios de Goiás eran notorios por las extrañas inflexiones de su conversación. Los granjeros que le habían proporcionado techo y alimento la noche anterior le hicieron notar esa peculiaridad.
Cuando las preguntas que le dirigieron fueron haciéndose más peligrosas, se sentó en el porche, con las piernas cruzadas, y comenzó a tocar su flauta, la quena de los indios andinos, que llevaba enfundada en una bolsa de piel colgada del hombro. En aquella región, el gesto de ponerse a tocar la flauta era todo un símbolo. Cuando un guaraní tomaba la flauta, las palabras sobraban.
Los granjeros se encogieron de hombros y le dejaron solo. Avanzando a pie y consiguiendo dominar la difícil y sofisticada articulación de las piernas, llegó a una zona habitada por humanos. Algo más adelante pudo ver los tejados de los rojizos edificios y la blancura cristalina y suavemente resplandeciente de una torre bandeirante, con sus aerobuses posándose y partiendo. La escena ofrecía un singular aspecto de colmena.
Momentáneamente se encontró sobrecogido por la llamada de los instintos, los cuales temió que le hicieran fallar en la prueba. Se apartó del camino embarrado y continuó mediante el régimen que unía su identidad mental. El pensamiento resultante penetró hasta las más pequeñas y recónditas unidades constitutivas de su persona:
Somos los esclavos verdes subordinados al gran todo.
Reanudó la marcha hacia el punto del control bandeirante. El esfuerzo de su pensamiento unificado le dotó de un aire servil que resultó ser un magnífico escudo contra las inquisitivas miradas de los humanos que pasaban junto a él. Su especie conocía muchos hábitos humanos y había aprendido que el servilismo era una magnífica forma de camuflaje.
Al poco rato, el camino que seguía desembocó en otro con andenes pavimentados a ambos lados. Éstos, a su vez, se curvaban a lo largo de una autopista de transporte comercial con cuatro carriles. Se observaba allí gran número de aerobuses y vehículos terrestres, incrementándose también el tránsito de peatones.
Hasta llegar allí apenas había atraído peligrosamente la atención. La ocasional mirada burlona que pudiera dirigirle de soslayo algún nativo de la región había pasado por alto sin más complicación. Le aguardaba la prueba de las miradas fijas e insistentes. Y esto representaba un gran peligro. Pero hasta el momento había sorteado tal peligro.
Decididamente, le protegía su evidente aire servil.
El sol se hallaba ya bastante alto a media mañana, y el calor plomizo caía sobre la tierra, produciendo como un ligero vapor maloliente de invernadero, y se mezclaba con los sudores y el olor humano del entorno. A su olfato llegaba un fuerte aroma de agrio ambiental, haciendo que cada uno de sus componentes anhelase los olores familiares del interior. Los demás olores de las tierras bajas aportaban otro elemento armónico que le llenaba por completo con un inaudible zumbido de incomodidad. Allí existían fuertes concentraciones de insecticidas.
Los humanos le rodeaban entonces por doquier, aproximándose y presionándole, al acercarse más y más al cuello de botella que constituía el punto de control. Se detuvo en su avance.
Sin poder evitarla, allí estaba la prueba crítica. Esperó, emulando la estoica paciencia de los indios. La respiración se le volvía agitada. Procuró adaptarla al ritmo de los humanos de su entorno más inmediato, notando el aumento de temperatura. Los indios andinos no respiraban profundamente aquí, en las tierras bajas.
Avanzaba arrastrando los pies y deteniéndose a menudo.
Finalmente estuvo cerca del punto de control.
En el interior de un corredor de ladrillo protegido por la sombra, aparecieron en doble hilera los molestos bandeirantes con sus capas blancas cerradas, cascos de plástico, guantes y betas. Pudo apreciar la cálida luz del sol que daba en la calle, más allá del corredor, donde la gente se apresuraba, tras haber pasado necesariamente por el punto de control, en dirección a la ciudad.
La visión de aquella zona libre situada al otro lado del corredor pareció insuflarle un doloroso anhelo a través de todos sus componentes. Pero un aviso de supresión inmediata le alcanzó al instante, desvaneciendo la instintiva emoción que comenzaba a experimentar. No podía permitirse la menor distracción en aquel lugar. Todos sus elementos deberían estar alerta para soportar el dolor.
Volvió a arrastrar los pies… y ya estuvo en manos del primer bandeirante, un mozarrón rubio, de piel rosada y ojos azules.
—¡Un paso adelante! ¡De prisa! —le ordenó aquel individuo. Una mano enguantada le empujó hacia otros dos bandeirantes de guardia en el lado derecho del corredor—. ¿Nombre?
—Antonio Raposo Tavares —repuso con voz estridente.
—¿Distrito?
—Goiás.
—Bien, dadle un tratamiento especial —ordenó el gigante rubio—. Seguro que viene de las tierras altas.
Los dos bandeirantes le colocaron una máscara respiratoria y le envolvieron después con un saco de plástico del que sobresalía un tubo conducente a una ruidosa maquinaria situada en alguna parte de la calle, más allá del corredor.
—¡Una carga doble! —ordenó uno de los bandeirantes. En el interior del saco fluyó un gas azulado fumante, del que inhaló una bocanada a través de la máscara. Le produjo una sensación espantosa, sintiéndose urgentemente necesitado de aire no tóxico.
Aquello era una horrible agonía…
Como unas dolorosas agujas, el gas atravesó todo su ser. «No podemos debilitarnos —pensó—. Hay que afirmarse». Pero era un dolor espantoso, agónico, inmisericorde.
—Ya es suficiente —dijo el que sostenía el saco. Le despojaron del saco de plástico y le quitaron la máscara. Unas manos inquietas le empujaron por el corredor, hacia la luz.
—¡Vamos, de prisa! ¡Y sin apartarte de la línea!
La hediondez del gas venenoso se desparramaba a su alrededor. Era un gas desconocido. No le habían preparado para aquel veneno. Estaba dispuesto para las radiaciones sónicas y los antiguos productos químicos…, pero no para aquel gas.
Al abandonar el corredor y salir a la calle, la luz del sol cayó implacable sobre él. Viró hacia la izquierda por un paraje repleto de pequeños tenderetes de fruta, donde los vendedores disputaban con los clientes o permanecían tras sus productos expuestos al público.
La fruta pareció llamarle la atención, como si fuese una creciente necesidad de alguna de sus partes constituyentes, pero la integrante totalidad de su ser conocía la vacuidad de semejante pensamiento. Luchó contra el hechizo y siguió arrastrándose tan rápidamente como pudo, hasta situarse lejos de la gente, entre los zánganos que pululaban por el mercado.
—¿Te gustaría comprar naranjas frescas?
Una mano aceitosa y oscura le puso dos naranjas frente al rostro.
—Naranjas frescas de la zona Verde. Nunca han conocido un bicho.
Evitó la mano, mas el olor de las naranjas llegó a sobrecogerle.
Para entonces se encontraba ya lejos de los puestos de fruta y cerca de un rincón en una estrecha callejuela. Otro rincón más. Se supo lejos, teniendo a la izquierda la tentación del verdor del campo abierto, el territorio neutral situado más allá de la ciudad.
Se volvió en dirección a la zona Verde y se apresuró, midiendo cuidadosamente el poco tiempo que le quedaba disponible. Aún tenía las ropas empapadas de veneno. El pensamiento de una posible victoria fue como un antídoto.
«¡Todavía podemos conseguirlo!».
El verdor estaba más próximo. Allí estaban los árboles y los helechos junto a la ribera de un río. Oyó el murmullo del agua y el olor de la tierra mojada. Cruzó un puente atestado por el tránsito terrestre proveniente de las calles convergentes.
Se unió a la masa y procuró evitar el contacto. Las articulaciones de la pierna y la espalda comenzaron a aflojarse. Supo que un golpe o una colisión fortuita podrían dislocar la totalidad de los segmentos de que estaba compuesto.
La terrible prueba del puente terminó al fin. Observó un sendero de barro y piedras que conducía hacia la derecha y hacia abajo, en dirección al río. Se encaminó hacia allí y chocó con un par de individuos que transportaban un cerdo en una red tendida entre ambos, y se desgarró parte de su propia piel de estimulación de la pierna, en su parte superior derecha. Pudo apreciar cómo se deslizaba dentro de los pantalones.
El individuo con quien había chocado dio dos pasos hacia atrás y a punto estuvo de soltar el cerdo.
—¡Más cuidado! —le gritó malhumorado.