El cerrajero del rey (16 page)

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Authors: María José Rubio

Tags: #Narrativa, Novela histórica

BOOK: El cerrajero del rey
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—Las matemáticas están en todo, hijo, hasta en Dios. Debes aplicarte a las matemáticas si quieres entender el mundo…

Uno de los bibliotecarios menores entró en ese instante en la sala, atraído por el ruido de la conversación entre el joven y el erudito, que el silencio predominante entre aquellas paredes magnificaba.

—Anda, ocúpate ahora de tu trabajo y termina esos arreglos —dijo el padre Ferreras, conteniendo el tono de voz y poniendo punto final a la charla, para evitar que el ayudante fisgoneara—. Ya sabes lo convenido.

—Gracias, padre —concluyó con firmeza Francisco—. Que Dios le bendiga.

A partir de ese día, el oficial se escapaba del taller a ratos para acudir a la biblioteca, siempre a escondidas. Procuraba trabajar a destajo desde bien temprano, robándole horas a su descanso y sus almuerzos, para terminar a tiempo las labores debidas. Se echaba después a la calle, eludiendo tener que mentir ni dar explicaciones.

Tanto el maestro Flores, aún convaleciente, como Nicolasa se habían percatado de la conducta esquiva de Francisco al caer la tarde, pero no encontraban motivos para reprenderle. Pensaban simplemente que habría tomado últimamente un gusto malsano por alguna mujerzuela de mancebía.

Con discreción, haciendo uso de su conocimiento de los entresijos del real alcázar y de los criados que por allí pululaban, recorría sin perderse los penumbrosos pasadizos y escaleras reservados a la servidumbre, saludando con normalidad a quien se cruzaba en su camino, hasta llegar a la biblioteca. Completar ese privilegiado itinerario le hacía sentirse importante.

Sentado al fin en un rincón de la regia estancia, con impaciente tesón, Francisco logró completar en varias semanas la lectura de los famosos tratados
De re metallica,
de Jorge Agrícola, el
Diálogo de las grandezas del hierro,
de Nicolás Monardes, o el
Arte de los metales,
de Alonso Barba, impresos en viejas ediciones castellanas de siglos pasados. A petición del oficial, el padre Ferreras había rebuscado entre los libros existentes sobre esta materia, localizándolos en los estantes. Algunos conceptos se escapaban a su entendimiento, pero poco a poco fue asimilando las ideas básicas sobre hornos de fundición y procedimientos de obtención de metales, de la posibilidad de transmutar el hierro en oro, según remotos procesos alquímicos, y acerca de los modos antiguos de fundir el hierro y refinarlo para convertirlo en acero. Al menos ya conocía algunos de los principios elementales sobre los que partían las suposiciones de Sebastián de Flores. Más tarde, si el plan no se torcía, pensaba consultar algún otro tratado de dibujo, mecánica y hasta de matemáticas. Sin embargo, no encontró ni rastro de aquel moderno y crucial ejemplar del francés Réaumur, al cual Sebastián tanto se había referido, a pesar de que el padre Ferreras obtuvo referencias confidenciales, algo confusas, sobre su envío desde París, no hacía mucho tiempo.

En estas disquisiciones se encontraba cuando una tarde, ya anocheciendo, entró en la biblioteca, habitualmente desierta, una dama. Francisco la reconoció al instante. Se trataba de María Sancho Barona, ya nueva condesa de Valdeparaíso. Su matrimonio había aumentado su belleza. Parecía más mujer; su mirada y sus gestos transmitían por sí mismos reposo e inteligencia. Al andar, el sonido del roce de las sedas y encajes de su ampuloso vestido, acorde a la última moda francesa, sonaba a frívola música en aquel severo ambiente intelectual. Y pese a ello, la repentina presencia de la condesa no pareció extrañar al bibliotecario. Francisco ignoraba que María era una asidua a esa extraordinaria colección de libros. Saludó cortésmente al padre Ferreras y de inmediato recogió un tomo entre los estantes de ciencias y avanzó hacia la zona prevista para los ocasionales lectores.

Al verla acercarse, Francisco, muy nervioso, intentó ocultarse inocentemente bajo la mesa arrinconada donde solía leer. Conocía poco a la dama y temía que ésta fuera capaz de delatar ante la corte la presencia del cerrajero en ese lugar. Al agacharse dejó caer la silla torpemente con estrépito. La condesa, sorprendida por el ruido, miró por debajo y no pudo reprimir la risa ante la comprometida situación de Francisco. El clérigo se aproximó a ellos.

—Francisco, por Dios santo, no es necesario que te escondas como una rata —le reprimió afectuosamente—. Estoy seguro de que doña María no pondrá reparos a tu presencia.

El cerrajero volvió a tomar asiento ante el libro que había dejado abierto, buscando complicidad en los ojos de la dama. María se percató de que el repentino azoramiento de Francisco se debía a su presencia. Le hizo gracia. Se sintió halagada y motivada a desplegar aun más su repertorio de seductores ademanes.

—Señora condesa, disculpad la distracción. Francisco Barranco, oficial de cerrajero al servicio del rey, a quien aquí tenéis, está instruyéndose sobre materias referidas a su oficio, bajo mi supervisión. Espero que no os incomode compartir con él la estancia.

—Padre, cómo va a incomodarme alguien con el interés por el aprendizaje que demuestra nuestro amigo artesano. Más que incómodo, resulta admirable. Además, Barranco y yo ya nos conocemos… puesto que compartimos afición por el teatro… —contestó María, como jugando coquetamente con las palabras.

El hecho de que la dama diera muestras de haberlo reconocido, a pesar de que lo divisara tan sólo durante unos segundos en el trajín de aquel corral de comedias, dejó a Francisco atónito. Tuvo la extraña sensación de que ella sabía más acerca de él de lo que en principio cabría pensar tras ese fugaz conocimiento. Por otro lado, era evidente que María desplegaba ante él su encanto personal. La agradable apariencia de Francisco, sustentada en su atractivo rostro varonil y una fortaleza física ajena a la endeblez generalizada entre la nobleza, era algo que no escapaba ya a cualquier mirada femenina.

El oficial, agobiado al verse convertido en el centro de la conversación, en un medio intelectual que no dominaba, decidió poner fin al encuentro y a su tarde de lectura. Se despidió con cortesía de la condesa y con el agradecimiento de siempre al padre Ferreras, al que prometió regresar en cuanto le fuera posible.

—Y no se olvide de seguir buscando a Réaumur, padre.

—Descuida, hijo, si ese libro ha llegado aquí, no creo que nadie lo haya robado. Haré lo posible por encontrarlo.

Al caminar de vuelta a casa de los Flores, se dio cuenta de que iba ostensiblemente embobado. Se recriminó interiormente lo ridículo de su comportamiento ante la espléndida condesa y no podía perdonárselo. La visión de María Sancho Barona de nuevo le había extasiado. La encontraba divina, superior a cualquier cualidad femenina y humana. Por ello ante el fulgor de su presencia se había sentido inferior e inseguro. Incluso así, se encontraba exultante por el encuentro. No estaba seguro de si era una gran admiración lo que sentía por ella, o si ya, simplemente, la amaba.

Mientras tanto, por su buen hacer, como había imaginado Francisco, Josefa fue trasladada al servicio de la reina Isabel de Farnesio. Pero aún le quedaba por cumplir el encargo de limpiar, ordenar y recoger, junto a otras mozas de cámara, los enseres que Luisa Isabel de Orleáns había olvidado, o despreciado sin más, en el guardarropa, al marchar humillada de la corte. La joven reina viuda repartió muchas de sus pertenencias entre las damas, porque prefirió viajar ligera de recuerdos y estorbos de España. Aun así, treinta mulas cargadas con arcones siguieron a su carroza, revestida de luto como ella, hasta París. Con la precipitación de los acontecimientos, gran parte de los objetos que había ido acumulando descuidadamente en palacio, quedaron atrás, sin dueño.

Entre los muchos bultos y paquetes abandonados, procedentes de Francia, regalos del poderoso regente duque de Orleáns a su hija —unos a medio abrir, otros incluso intactos—, Josefa halló envueltos entre enaguas de lienzo y encaje, varios libros. Por un momento se encontraba sola en la estancia y se entretuvo en ojearlos. Uno de ellos, de hermosas tapas de fino cuero, estaba aún atado con una cinta de color rojo, de la cual pendía un hermoso sello de plomo con el escudo de los Orleáns. Presa de la curiosidad, se atrevió a desatarlo y husmear entre sus páginas. Estaba escrito en francés y aunque era incapaz de descifrarlo, se quedó perpleja ante los grabados que ilustraban la obra. Reconoció en ellos imágenes de fraguas, hornos de fundición, trozos diseccionados de hierro y herramientas propias del oficio de su padre. Dudó por un instante sobre lo que debía hacer con él. Estuvo tentada de ocultarlo bajo sus ropas para llevárselo, pero le pareció arriesgado y desleal. Se dio cuenta de que ya no había tiempo para deliberaciones cuando escuchó pasos y la alegre conversación de dos damas. Una de ellas se detuvo en la puerta del guardarropa y se decidió a entrar. Era María Sancho Barona, la condesa de Valdeparaíso.

—¿La reina ha dejado atrás sus libros? —preguntó a Josefa, al sorprenderla con el ejemplar entre las manos—. No es de extrañar.

Que Dios me perdone, pero esa cabecita hueca que la adornaba…

Déjame ver el que sostienes. Parece un bello ejemplar.

—Sí que lo es, señora —contestó sumisa Josefa, entregándoselo.

María abrió la tapa frontal del libro y leyó despacio título y autor:
L’art de convertir le fer forgé en acier,
por René Antoine Ferchault de Réaumur, año de 1722. Dio un respingo. Se percató de que era el mismo que escuchó mencionar en la biblioteca.

—¿Qué pensabas hacer con él? —inquirió la dama.

—Nada, señora, os lo aseguro. Sólo curioseaba. Soy hija del cerrajero real y al reconocer los dibujos, simplemente me llamó la atención. No pretendía…

—¿Hija del cerrajero? ¿Y qué tienes que ver con ese Barranco que estudia en la biblioteca?

—¿Biblioteca…? Sospecho que se trata de Francisco, el oficial de mi padre —contestó Josefa.

—Parece un buen hombre. Prestancia no le falta, ¿verdad?

Harás bien en casarte con él como se casan las hijas de los maestros con sus discípulos…

Josefa se sintió incómoda ante la intromisión de la dama en su intimidad.

—Si no ordena nada vuestra merced, voy a proseguir con mi faena…

—¿Puedo saber tu nombre?

—Josefa de Flores, señora.

—Bien, Josefa, una última cosa… Yo guardaré este libro a buen recaudo y tú no dirás nada… a excepción de Francisco. Dale recado de que Réaumur está en manos de la condesa de Valdeparaíso.

Capítulo 9

Su espíritu imaginativo se traslucía en la decoración del palacio. A diferencia de otras casas nobiliarias de Madrid, el hogar de María Sancho Barona estaba abierto a cuantas novedades artísticas iban llegando de Europa. Su juventud y refinada cultura se palpaban especialmente en las estancias que ocupaba con mayor gusto: el coqueto dormitorio, que no compartía con su esposo más que para los deberes conyugales, presidido por una pomposa cama coronada con un dosel de seda encarnada, y el recoleto estudio, dominado por la delicada mesa barroca donde despachaba la correspondencia. Esta sala hacía las delicias de la condesa, que adoraba sus altos
bureaus
de cajones y estantes de libros, el biombo de motivos chinescos, el reloj de péndulo traído de Inglaterra, las arquitas de diferentes tamaños para guardar curiosidades, la gran jaula con pájaros exóticos de América y su amplia butaca junto a la chimenea. Allí se instalaba para leer durante horas y bordar en escasos ratos sobre el cañamazo. Su libertad intelectual resultaba, a decir de otras damas, demasiado varonil, aunque era esa extraña belleza pensativa lo que la hacía tan cautivadora a ojos masculinos.

Había encajado su boda cual exigencia propia de su estatus, con la indolencia con que se aceptan las leyes de vida. Pero al igual que muchas damas de su condición, concebía el vínculo como algo puramente relativo a la conservación del patrimonio y la genealogía familiar, que poco tenía que ver con los caprichos del enamoramiento. Para espanto de severos moralistas, las aristócratas españolas comenzaban a adoptar la costumbre foránea de distinguir entre matrimonio y
chichisbeo
; el primero referido al esposo, el segundo al caballero galante que les hacía la corte y llenaba su intimidad de halagos, regalos y atenciones. María demostraba afecto por su marido, que a su vez respetaba sus excentricidades, pero su espíritu era poco dado a admitir ataduras de ningún tipo.

Su residencia, en la calle ancha de San Bernardo, era un hermoso edificio de tres plantas, con un soberbio portal de piedra en eje con el balcón central, ricamente decorado como la hornacina de un retablo, presentando el escudo de armas del condado de Valdeparaíso y el marquesado de Añavete. La planta baja se distribuía en salones amplios y diáfanos, donde lucían tapices de Bruselas con escenas de paisajes y fábulas de la mitología romana, junto a varios juegos de sillas inglesas, mesas bufete a la española, confortables sillones de Francia, la colección de relojes de péndulo del conde y los retratos de algunos antepasados, obra de mediocres pintores de la escuela madrileña.

El conjunto estaba pensado para acoger cómodamente a las visitas. La joven condesa aspiraba a ser anfitriona de las tertulias intelectuales imperantes en Madrid, al estilo de la francesa madame Lambert, reputada
saloniére,
que había logrado en estos años reunir en su salón parisino a aristócratas, literatos, científicos, artistas o actrices; hombres y mujeres de toda condición para opinar libremente. María Sancho Barona poseía las cualidades necesarias para convertirse en musa de esas convocatorias donde las meras discusiones dejaban paso al arte de conversar, es decir, de hablar y escuchar a partes iguales, en torno a las últimas novedades del pensamiento, la ciencia y la cultura. Su deseo toparía con no pocas reprimendas de su confesor, ya que la Iglesia española, reacia a consentir estos encuentros por considerarlos un nido de ideas sediciosas y frívolo coqueteo entre sexos, acabaría por criticarlos duramente desde los púlpitos.

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