Distinguió en la portezuela de una de ellas el escudo de los Valdeparaíso y le pareció identificar que el conde viajaba dentro. Dedujo que María Sancho Barona estaría unos días sola en la corte. Era pues buen momento para llevarle los ejemplares, sin ponerla en riesgo de que su esposo indagara por la recepción de esos libros y su temática.
Sintió más que nunca la llamada del corazón y decidió dejarse llevar por el impulso. Tenía verdadera ansia por volver a verla.
Se presentó sin avisar en la casa palacio de la condesa, en la calle ancha de San Bernardo, portando al hombro el pequeño saco cargado de erudición alquímica. Caminó nervioso desde la fragua, como un jovenzuelo excitado ante el encuentro de una mujer deseada. Al abrir el portón, la doncella Teresa se sorprendió al verle. Su señora no esperaba aquel día visitas, le explicó, estaba ocupada.
Aun así, le dejó pasar, recordando que la condesa se alegraba siempre de los encuentros con el cerrajero. Francisco se había encargado de comprar ropas de mayor calidad, y su aspecto, vistiendo casaca de lino, chupa, camisa y calzón a estreno, era ahora más lucido que de costumbre. Hubo de esperar un buen rato en el zaguán, mientras la criada se adentró hacia el interior de la casa para avisar a la condesa sobre esta inesperada presencia. Teresa apareció después, con misterioso sigilo, y le pidió que le siguiera hacia un patio posterior de la casa. Tenía instrucciones de conducirle hasta allí. Francisco fue tras ella sin rechistar ni soltar de las manos su saco de libros. Se encontró de repente en un espacio ajardinado con olorosos parterres de boj y frondosos árboles. Esos jardines interiores eran el secreto guardado de muchas casas nobiliarias en la corte. En un lateral del patio, sin embargo, se disponía en desorden un conjunto de modestas edificaciones de paredes encaladas y tejados de viejas tejas, que albergaban cocheras, caballerizas y habitaciones para criados. Teresa llegó con Francisco hasta una puerta recóndita, que parecía dar paso a un habitáculo sin importancia. A Francisco le pareció todo muy intrigante. No podía imaginar hacia donde le conducían. Sus ojos quedaron atónitos cuando vio lo que ese cuarto escondía.
La condesa de Valdeparaíso había establecido en ese minúsculo espacio, a espaldas de su esposo, un pequeño laboratorio de alquimia. Bien camuflado en el enjambre de cuartos de servicio, y, cerrado siempre con llave, era impensable que nadie llegara a descubrirlo.
Mucho menos el conde, que jamás transitaba por las habitaciones de los criados. A pesar de la intencionada modestia del recinto, de su angostura y oscuridad, la habitación tenía un aire exquisitamente pulcro y femenino. Repisas, mesitas y estantes acogían en perfecto orden los más diversos enseres: finos botes de porcelana con sustancias y polvos, redomas y crisoles de vidrio, cuencos de cerámica, aparatos para destilación, un hermosos reloj de arena para medir el tiempo y hasta un espejo con mango de marfil para captar la luz solar a través de un estrecho ventanuco. En una esquina se había dispuesto una pequeña chimenea de mármol, junto a la cual se ordenaban pinzas, atizadores, martillos y hasta un fuelle de mediano tamaño, todo elaborado en plata y finos metales. La penumbra del ambiente, iluminado por velas estratégicamente encendidas, invitaba al recogimiento. El intenso aroma a aceites esenciales de flores y plantas embriagaba al instante de entrar por la puerta. Se diría que aquella pequeña estancia había sido diseñada para despertar los sentidos.
Envuelta en el delantal que utilizaba en el laboratorio para proteger de manchas sus trajes, María recibió con ostensible emoción a Francisco. Hacía tiempo que tenía en mente enseñar al cerrajero aquel espacio donde se transformaba en la alquimista que soñó ser en su infancia. Siempre pensó que el artesano sería el único que entendería, sin criticarla, sus desvelos por ampliar la teoría y la práctica de sus actividades en aquel taller. Los alquimistas y los hombres que trabajaban el hierro tenían, en definitiva, mucho en común. Compartían la sensación de dominar los materiales, las sustancias, y ser capaces de mejorarlos y transformarlos en cosas más bellas. ¿Sería quizás eso lo que tanto parecía unir uno a otro sin saberlo? De todas formas, esta inesperada visita de Francisco Barranco había pillado a la condesa por sorpresa. Se sentía azorada ante su presencia. Si alguna vez pensó que su trato con él era un mero capricho o un acto de inconsciente rebeldía, de repente, al dejarle acceder a esta parte de su mundo íntimo, se le desmoronaban los prejuicios.
Tenía la sensación de que ese hombre encajaba en aquel espacio, inédito para los demás, con una naturalidad pasmosa. Ante cualquier otro caballero, especialmente su marido o Miguel de Goyeneche, se hubiera sentido avergonzada de dejarse ver revestida por un mandil, con sus blancas manos entre polvos y raros líquidos, o atizando la chimenea con fuelle y tenazas. Francisco, por el contrario, le hacía sentirse auténtica, comprendida y satisfecha de poder mostrarse en plena faena. Era la primera vez que no le importaba desvelar a alguien su mundo oculto.
Este laboratorio de alquimia era insospechado para una dama de su alcurnia. Francisco estaba epatado. Saludó a la condesa con franca cortesía, besando su mano. Parecía no haber pasado el tiempo desde su último encuentro. Más allá del saludo, cuando los dos quedaron encerrados en la curiosa habitación, apenas pudo pronunciar palabra ni dar explicaciones sobre su visita en los primeros momentos. Sus ojos no daban abasto para fijarse en todos los detalles del taller, y mucho menos para creerse que tenía a María Sancho Barona de nuevo ante él, a solas.
La condesa entendió la sorpresa inicial del cerrajero. Aprovechó con resolución el silencio de él para romper el hielo y explicarle con graciosa verborrea el uso de algunos utensilios. Los había ido adquiriendo y recopilando a escondidas desde hacía muchos años.
Contaba con la complicidad de algún comerciante en Madrid, que a cambio de mantenerla como buena clienta, la proveía de raras herramientas traídas del extranjero y guardaba fielmente su secreto.
—De momento, no sé sino destilar plantas y obtener aceites y esencias. El olor a lavanda que siempre me acompaña, mi favorito, el que me subyuga… —dijo María.
—Conozco bien ese olor… —interrumpió Francisco—. No se me olvidará en mi vida…
—Pues no es obra del mejor perfumista de Madrid, como muchos creen, ¿sabes? —contestó ella resuelta—. Lo fabrico yo misma.
Es una de mis mejores creaciones.
—No lo dudo —confirmó el cerrajero, que seguía obnubilado ante la condesa.
María continuó hablando con extraordinaria soltura. Se diría que parloteaba impulsada por la alteración que le producía la cercana presencia de Francisco en aquel reducido espacio. Ella también parecía nerviosa. Trataba de evitar la mirada fija de aquel hombre puesta en ella, y los incómodos silencios que iba rellenando de momento con palabras científicas.
Le habló brevemente de algunos principios básicos de la alquimia; de los cuatro elementos que según Aristóteles componen el mundo: fuego, aire, agua y tierra, y de las cuatro cualidades, caliente, seco, húmedo y frío, que combinadas entre sí transforman todas las cosas. Le contó acerca de los tres principios de Paracelso, cuerpo, alma y espíritu, que se corresponden a las tres esencias posibles en toda materia: solidez, untuosidad y volatilidad. Hizo referencia a la materia prima, la esencia primigenia y pura de todo cuerpo; a los planetas, los minerales, los metales y los procesos de laboratorio.
Le habló, en definitiva, de cómo la alquimia no era más que una colaboración del hombre con la naturaleza, pues no pretendía sino ayudarla a acelerar el tiempo que ésta emplea en modificar y transformar cualquier sustancia.
—El alquimista maneja en su laboratorio la naturaleza, de igual modo que hizo Dios con la creación del universo, ¿no es eso maravilloso, Francisco? —preguntó la condesa finalmente al cerrajero.
—Sin duda lo es —contestó, realmente abrumado tanto por el saber de la dama como por la encantadora naturalidad con que lo expresaba.
—¿Y cuál es el fin último de la alquimia…? —insistió la condesa, deleitándose en demostrar sus conocimientos ante Francisco, que la escuchaba con encendida atención, apreciando sus ideas, sin escandalizarse.
—Lo ignoro realmente… —mintió a medias Francisco, animándola a que siguiera disfrutando con su propia disertación.
—Fabricar la piedra filosofal y el elixir de la vida eterna, capaces de asegurar la inmortalidad del hombre… —concluyo ella, con emoción impregnada en sus palabras.
María parecía crecerse con cada explicación que ofrecía. Le gustaba ser admirada por Francisco. Y a él le parecía encontrarse ante la más bella obra de arte: la mera contemplación de la condesa le producía el placer que proporcionan a los sentidos la perfecta combinación entre armonía y estética. Era inútil negarse que la amaba y deseaba con toda el alma. La veía, sin embargo y como siempre, tan superior a él, que pensaba que jamás se atrevería a manifestarle sus sentimientos por miedo al rechazo. Era impensable imaginar, se decía tortuosamente Francisco una y otra vez, que una aristócrata pudiera caer en los brazos de un simple artesano. Pero sólo Dios sabía cuánto deseaba que algún día llegara ese momento.
—Aunque, la verdad… —prosiguió la condesa—, lo mío es alquimia de andar por casa. Conozco algo de la teoría, pero sólo la aplico para fabricar aguas destiladas de olor y algún que otro mejunje.
—Siempre cabe la posibilidad de seguir aprendiendo.
—Por supuesto. No pienso desistir. Continuaré estudiando en los libros con todo el entusiasmo que la vida y mis circunstancias me permitan.
—Creo que entenderéis entonces las razones de mi visita.
—¿Sí? Me encantaría escucharlas, aunque la verdad sea dicha, tu presencia aquí, querido cerrajero, no necesita razones. Desde hoy serás siempre bienvenido…
Francisco se apresuró a abrir el saco que había traído y empezó a extraer de él los libros que hasta allí había acarreado.
—Supongo que estaréis al tanto de la muerte del maestro Sebastián de Flores.
—Por supuesto. Lo leí en
La Gaceta
y lo lamenté mucho. Supuse que para ti fue una gran pérdida.
—Estáis en lo cierto. Lo fue. Le admiraba. Nos unía un profundo afecto. Por esa razón, el maestro me favoreció con la generosidad de nombrarme uno de sus herederos.
—También lo escuché decir, Francisco. He estado pendiente de tus novedades más de lo que imaginas…
El cerrajero asumió esas palabras con emoción, dándoles el valor que merecían, pero siguió hablando.
—El caso es que entre las pertenencias que heredé de él figuraban varios y raros libros de alquimia. Los valoro enormemente por quien fue su dueño. Aunque pensé que nadie iba a sacarles mejor partido, ni a cuidarlos con más cariño que vos misma… y por ello me decidí a venir y a traerlos.
—Qué hermoso regalo, Francisco. Te lo agradezco de corazón —contestó la condesa, posando por primera vez su mano en el brazo de él, con la intención de reforzar la verdad de su agradecimiento.
Se sostuvieron la mirada durante un instante. Los ojos claros de la condesa reflejaban un intenso brillo a la cálida luz de las velas. De inmediato, inquietos y con el corazón palpitante, desviaron su atención sobre los volúmenes de alquimia que Francisco había depositado sobre la mesita del centro. Los libros… otra vez los libros les unían también sin remedio. María reconoció que desconocía los ejemplares que le traía; jamás los había tenido entre sus manos. Juntos fueron revisándolos, dejando que sus dedos se rozaran casualmente al manejar las páginas al mismo tiempo. La condesa se deleitaba en comentarios sobre la belleza de las ediciones, el interés de su contenido y su profunda emoción ante la generosidad del cerrajero.
—¿Cómo podría demostrarte lo mucho que aprecio este regalo, Francisco? —dijo María, alzando de nuevo su mirada, para posarla con ternura y solicitud sobre él—. Más que su cuantía material, es el valor de tu hermoso gesto, de tu interés siempre por agradarme y ayudarme, de tus atenciones hacia mí…
La condesa se dio cuenta de que había liberado en exceso su lengua, pero ya era demasiado tarde. Francisco, sonriente, posó con delicadeza su dedo índice sobre los labios de ella, como indicándole que no eran necesarios más halagos. Se miraron a los ojos, permitiendo que ese inquietante silencio, al que tanto temían y a la vez tanto deseaban, les invadiera. Antes de que quisieran darse cuenta, se habían fundido en un abrazo. Lo hicieron al principio con miedo, delicadeza y extrema ternura, pero al notar el calor de sus cuerpos, se estrecharon con pasión, como dos enamorados. Francisco se atrevió a posar un beso en la boca de María y encontró en ella una ardorosa respuesta.
Pasado el primer arrebato, se apartaron para mirarse frente a frente. A María le temblaba el pulso; le parecía que el corazón se le escapaba por el escote. Francisco entornaba los ojos y respiraba profundamente, tratando de fijar para siempre ese momento en su memoria. Le ardía la piel y necesitó pronunciar esas palabras tantas veces reprimidas en su ánimo:
—Os amo, siempre os he amado —dijo en un suave susurro al oído de María.
Cualquier barrera entre ellos parecía haber desaparecido.
—Francisco… yo… me siento tan distinta, tan fuera de mí…
¿será posible que también te ame? —contestó María, entre confusa y entregada.
Era el más dulce momento que ambos podían haber imaginado. A los ojos de Francisco aparecía una María diferente, más mujer y menos aristócrata que nunca.
De todos modos, la conciencia de lo que acababa de suceder, la vergüenza, el miedo a haberse equivocado se resistía a deshacerse y amenazaba con embargarles esta fugaz, pero profunda, felicidad que les había invadido. Los condicionamientos sociales les pesaban demasiado; se imponían a sus sentimientos de hombre y mujer, a lo más básico de su condición humana.
Motivado aún más por esta extraña sensación que a ratos los enfriaba, y luchando por atrapar ese instante de amor, Francisco introdujo la mano en el bolsillo de la chaqueta y sacó de él su llave de maestría.
—Nada puedo desear más, que entregaros mi objeto más preciado —dijo, con la voz embargada por la emoción, colocando la llave en la mano de María, firmemente sostenida por la suya.
—Francisco, ¿es tu llave de maestría…?
—Así es —afirmó, con su mirada fija en la de ella.