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Authors: María José Rubio

Tags: #Narrativa, Novela histórica

El cerrajero del rey (83 page)

BOOK: El cerrajero del rey
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Capítulo 38

Cualquiera que le conociera sabía que se trataba de una persona de la peor ralea, pero demostrar que Félix Monsiono era un asesino iba a demandar valentía y astucia. Francisco estaba empeñado en conseguirlo, aunque había preferido no medir las consecuencias personales que se pudieran derivar de ello.

Por extraño designio del destino, los encuentros con don Bartolomé el boticario habían ido jalonando sucesos importantes de su vida. Francisco tenía en gran estima su sabiduría. Sus advertencias habían sido alguna vez providenciales para la familia Flores y para él mismo. Pensó que en la situación en que se hallaba, acudir en busca de sus conocimientos podía serle de vital importancia. Necesitaba poner en evidencia el envenenamiento de la condesa y para ello era preciso determinar primero la sustancia que había impregnado sus dedos, y demostrar después que Félix había sido su portador.

¿De dónde la habría sacado el cerrajero? Le apremiaba resolver esas incógnitas, así que no dudó en presentarse en la botica de la calle Mayor.

Cuando Francisco contó a don Bartolomé el motivo de su visita, le instó a que pasara al otro lado del mostrador y le acompañara, con gran misterio, hasta el piso subterráneo del comercio. Descendieron por una angosta escalera, cuyos peldaños mostraban la erosión producida por el paso del tiempo, hasta desembarcar en el sótano. El boticario, tan desgastado como la propia escalera, había bajado con dificultad, agarrándose a los resquicios de la pared. Cuando puso pie en el último escalón, el cerrajero se quedó boquiabierto.

Jamás imaginó que la tienda tuviera bajo el suelo aquel amplísimo espacio, formado por armoniosas bóvedas de ladrillo, que cobijaban indecibles metros de estanterías, donde se apilaban botes de cristal y cerámica con la colección sorprendente de sustancias químicas. De algunas de ellas, el viejo ni siquiera tenía registro de su llegada a esos estantes. Debido a la historia centenaria de su negocio, es probable que algunos recipientes llevaran colocados en el mismo sitio, sin abrirse, desde el siglo pasado.

—He preferido no indagar en el contenido del antiguo botamen, ¿sabes? Me consta que de alguno de estos recipientes salieron los componentes para fabricar la famosa
triaca
que consumía la reina María Luisa de Orleáns, esposa de Carlos II —explicó el boticario, ante la atónita curiosidad del cerrajero.

—Sí. He oído hablar de la
triaca,
pero desconozco su uso.

—Al parecer esa reina temió siempre morir envenenada, como su madre, así que decidió tomar a diario un poderoso contraveneno, formado a base de opio y otras sustancias como los polvos de víbora. A ese compuesto llamaban triaca, y paradójicamente su excesivo consumo pudo causarle la muerte. ¿Ves ese hueco en la pared?

—preguntó don Bartolomé.

Francisco se fijó, en efecto, en la gran cavidad en forma de arco, que se abría en el muro de cierre del sótano. Parecía ser la entrada a un túnel y estaba cerrado por una reja.

—Es el acceso al «viaje» que llevaba el agua hasta el antiguo alcázar. Todavía está en uso y llega hasta el nuevo palacio. Le llaman el «viaje de Amaniel», un nombre heredado de los moros. La villa está horadada bajo tierra por varios de estos túneles…

—Lo sé. Éste es el mismo que permitió a la fragua de los Flores gozar del privilegio de tener agua en su pozo, gracias a su cercanía al alcázar —añadió Francisco.

—Entonces sabrás que aparte de conducir el agua, conectan algunos edificios con otros. Sospecho que de esta botica salieron en su tiempo muchas sustancias que llegaron a la corte, a través este túnel… —sugirió de una manera misteriosa don Bartolomé.

Ambos se quedaron pensativos, mirando hacia la reja que cerraba el acceso a la oscura cavidad.

—Y respecto a los posibles venenos que me preguntabas cuando llegaste —siguió hablando el boticario—, pensándolo bien, puede que lo que busques sea cianuro, un polvo que también llaman «azul de Prusia». Huele a almendras amargas, pero no siempre emana olor y es difícil de detectar. Aunque sus efectos son letales para quien lo ingiere. Paraliza el corazón, sin dejar otro rastro, así que sus síntomas pueden quedar enmascarados tras una aparente muerte natural.

Y, además, creo recordar que en Centroeuropa el «azul de Prusia» se emplea, disuelto en agua, para embellecer y limpiar metales.

—¿Es posible que alguien haya podido acceder a este sótano por el túnel?

—Esa reja permanece clausurada desde hace Dios sabe cuánto tiempo. En toda mi vida sólo he accedido una vez, y te aseguro que asusta lo indecible recorrer ese espacio húmedo y oscuro.

Mientras el boticario hablaba, Francisco se acercó desconfiado hasta la reja. Tenía un presentimiento. Observó que tanto el hierro como el arco que la sujetaba, estaban cubiertos de una fina capa de moho y telarañas. La bocallave de la cerradura, sin embargo, estaba limpia; tenía huellas de unos dedos que habían limpiado la suciedad a ambos lados.

—Don Bartolomé —se volvió Francisco, cada vez más agitado, hacia el anciano—. ¿Conserva en este sótano algún bote de ese cianuro del que habla?

—Supongo que sí, aunque jamás lo he vendido ni utilizado.

Busca en aquellos estantes, los más viejos, debe estar colocado por orden alfabético.

Francisco se acercó hasta donde le indicaba el boticario. Recorrió con la vista, uno a uno, todos los botes apilados en riguroso orden. Trataba de descifrar los nombres escritos en ellos, algunos en latín, otros en árabe o en griego, y otros simplemente ilegibles por la acumulación de polvo o el desgaste del tiempo sobre ellos. En uno de los estantes más altos halló, en efecto, un enorme tarro de cerámica blanca con el nombre
Cianuro
pintado al esmalte.

—Lo sospechaba… —dijo al observarlo de cerca, subido a un taburete de madera para alcanzar su altura—. Ha sido recientemente movido. El círculo de polvo acumulado por los años en su base no coincide con la posición en que se ha dejado el bote. Además, tiene huellas de manos en toda su superficie. Don Bartolomé, tengo la firme sospecha que Félix Monsiono ha estado por aquí. Todos los indicios me hacen convencerme de ello.

A pesar de la inquietud que la situación estaba causando en el boticario, éste se ofreció a colaborar incondicionalmente en lo que estuviera a su alcance. Francisco le pidió prestada una pieza de su instrumental que tenía la forma parecida a una ganzúa; estrecha, alargada y ganchuda. La introdujo en la bocallave de la reja y consiguió abrirla con relativa facilidad, a pesar del óxido que invadía su interior. Francisco no dudó un segundo:

—Voy a introducirme por la galería y veré hasta dónde conduce —afirmó, con la excitación reflejada en su rostro.

—¡No lo hagas! Puede ser peligroso. Si te sorprende la guardia ahí dentro, no sólo irás a prisión, sino que también vendrán a prenderme a mí y cerrar mi negocio —suplicó nervioso el boticario.

—Descuide, don Bartolomé. Tendré cuidado. Si es verdad que el túnel llega hasta palacio, estamos muy cerca. Volveré enseguida.

Sólo necesito confirmar mis conjeturas —dijo el cerrajero, al tiempo que se disponía ya a acceder a través del arco, mientras en un par de zancadas se perdía en el interior.

El pasadizo estaba oscuro, muy oscuro, aunque cada cierta distancia entraba por su bóveda un hilo de luz procedente de unas rejillas abiertas a la calle, por donde caía también arena procedente del trasiego de viandantes. Ya desde sus primeros pasos llevaba los zapatos calados, pues necesitaba ir pisando por el arroyo de agua que corría por el centro de la galería. Notó el desagradable roce de ratas a sus pies y murciélagos sobre su cabeza, pero siguió firme hasta el final. La increíble altura del agujero le permitía avanzar rápido, sin apenas agachar la cabeza, aun caminando a tientas por la penumbra.

Se detuvo a escuchar e intentar adivinar su situación cada vez que encontraba una rejilla.

Llevaba ya andado un buen trecho. Por la confluencia de otros túneles que encontró en un determinado punto, supuso que se hallaba justo debajo de la plaza de palacio. Siguió hacia delante, por un trecho opaco y silencioso, hasta que de repente se inundó de luz el trayecto, por efecto de un amplio enrejado en la bóveda, a través de la cual se veían los jardines que rodeaban el edificio regio. Interrumpió nuevamente su marcha al identificar un sonido familiar, procedente de algún lugar cercano. Entonces encontró lo que andaba buscando.

Era el ruido de una gigantesca máquina, como un torno que giraba y golpeaba con fuerte ritmo sobre una superficie metálica, localizable muy próxima a donde él se encontraba. Se trataba sin duda del real martinete, machacando con insistencia el hierro. El agua que surtía a esas fraguas viajaba también por esta conducción y la rejilla de entrada estaba a las mismas puertas de los talleres. Para Francisco, la conclusión era clara, Félix se las había ingeniado para acceder a la botica precisamente por esta galería subterránea y robar el veneno.

Con la fuerza que le daba el ir descubriendo detalles, regresó al poco rato a los sótanos de don Bartolomé. Se limpió los zapatos, la ropa y el pelo de las telarañas, moho y barro que se le habían adherido por todo el cuerpo. El boticario había cerrado la tienda y le esperaba sentado, muy preocupado, junto al arco de entrada al túnel.

Por ello, cuando vio llegar a Francisco, lo recibió con extraordinario alivio. Tras relatarle la sospecha que acababa de confirmar, el farmacéutico le brindó una interesante sugerencia.

—Se me ocurre, más por viejo que por sabio, que debes investigar en el real martinete. Si yo fuera ese Félix, habría escondido el cianuro robado entre las sustancias que conserva Platón en las fraguas. Nadie se extrañaría de encontrar allí unos polvos, que por otro lado pueden ser utilizados para untar en los hierros. Pasarían desapercibidos y en caso de que alguien le acusara, tendría una buena justificación.

—¿Adquiere aquí el maestro Platón todos los potingues que emplea y experimenta en sus hornos?

—Casi nunca; cosa que también es extraña. Creo que ese mediador que le trajo a Madrid, un tal Berger, le facilita las sustancias desde el extranjero. Un privilegio que le consintió Carvajal. Es obvio que intenta impedir que nadie en España se entere de lo que hace y cómo lo hace.

—¡Dios! Siento rabia y lástima por la memoria de los Flores, que me antecedieron como cerrajeros del rey… Esas reales fraguas se han convertido en un pozo de culebras. No consentiré que se salgan con la suya, aunque me cueste la vida…

—Mide tus palabras, Francisco. Por nada merece la pena entregar la existencia; a veces ni siquiera por los propios hijos. Te lo dice un anciano como yo, harto de conocer las miserias humanas.

Jamás el pueblo de Madrid había soportado un pánico tan espantoso.

Eran las diez de la mañana de un gélido día de invierno y hacía rato que la ciudad había alcanzado su plena actividad diaria. De repente, la tierra tembló durante más de ocho minutos, haciendo que la gente corriera despavorida fuera de los edificios ante el temor de que el techo se les cayera encima. Francisco, que se hallaba en su casa, tomó a Josefa y a su hijo de la mano, y con ellos salió rápido a buscar refugio al aire libre. Nunca habían experimentado esa terrible sensación. Era el mes de noviembre de 1755 y la ciudad había sufrido un terremoto. Los reyes se hallaban ausentes en El Escorial, donde también sintieron el temblor, pero al día siguiente regresaron raudos al Buen Retiro. Nadie en la capital había resultado muerto y tampoco las construcciones parecían dañadas. La corte, sin embargo, estaba intranquila ante la posibilidad de que la sacudida se repitiera de nuevo. Algunos, en su ignorancia, lo achacaban a un castigo de Dios y buscaban con ahínco las causas de la furia divina. Los curas desde sus púlpitos aprovecharon la ocasión para azuzar a los fieles contra la debilidad del pecado. El suceso supuso una contribución más al desánimo que se adueñaba de Fernando VI y Bárbara de Braganza, según avanzaba el reinado. Las noticias que fueron llegando sobre el poder destructor del cataclismo en otros lugares los dejaron muy afectados. Lisboa, la ciudad natal de la soberana, había quedado arrasada, sepultada bajo sus propias ruinas, entre las que se sacaron más de cuarenta y cinco mil cadáveres. En el sur de España, aunque apenas había causado víctimas, los edificios destruidos en Huelva, Cádiz o Sevilla se contaban por cientos.

A esta emergencia venía a sumarse el empeoramiento de las relaciones internacionales. Los conflictos entre Francia e Inglaterra se habían agudizado de tal manera en las colonias americanas, que parecía inminente el estallido de una guerra. Iba a resultar imposible a España mantenerse al margen de este conflicto, que ponía en juego igualmente sus intereses americanos. La pacífica neutralidad que había sido orgullosa enseña de Fernando VI se venía sin remedio abajo.

Doña Bárbara, inspiradora de gran parte de la política que marcaría la historia de su esposo, se sentía responsable del fracaso.

Francisco trabajaba esa mañana en el Buen Retiro, cuando vio a doña Bárbara paseando a lo lejos, por los alrededores del gran estanque del real sitio, acompañada por la marquesa de Aitona. Enérgica, a pesar de sus crecientes achaques, doña Bárbara tenía siempre en mente el complacer al rey y no dejarle caer en su depresiva melancolía a base de sorprenderle con algún festejo inesperado que lograra aportar luz a las sombras que se cernían ahora sobre la corte. Hacía tiempo que estaba pensando en organizar una excepcional representación teatral acuática. Por ello, la reina había convocado esa mañana a Farinelli y a Giacomo Bonavía, al que había hecho venir desde Aranjuez, para sopesar si el estanque del Buen Retiro era un escenario propicio para su deseo. Al ver cómo los dos artistas se unían al paseo de la soberana, Francisco se sintió impulsado a acercarse y procurar que su amigo Bonavía le viera. Con un poco de suerte, podría incorporarse también al grupo. Deseaba poder hablar con la reina. Estaba seguro de que se acordaría de él y se mostraría dispuesta a escuchar lo que quería exponerle.

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