El círculo (18 page)

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Authors: Mats Strandberg,Sara B. Elfgren

Tags: #Intriga, #Infantil y juvenil

BOOK: El círculo
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17

—Seguro que no es nada —dice Gustaf.

Están en la escalera. Rebecka, un peldaño por encima de Gustaf, y así son los dos igual de altos. Hablan bajito para que sus voces no retumben en el hueco de la escalera.

—Ha dicho que era una charla rutinaria, ¿no? —continúa Gustaf.

—Ya, pero ¿tú has tenido alguna «charla rutinaria con la directora»? —pregunta Rebecka.

Jari Mäkinen, el de tercero, baja corriendo por la escalera con una mochila rosa que no le pega nada. Gustaf y él se saludan con un gesto.

—Contesta —repite Rebecka cuando Jari ha desaparecido de su vista.

—No, pero a lo mejor es algo nuevo. Después de lo que le pasó a Elías y eso. Puede que quiera hablar con los alumnos que…

Guarda silencio y mira para otro lado. Rebecka traga saliva. Ya está. Ha llegado el momento de hablar del asunto.

—¿De alumnos que qué? —pregunta ella.

Gustaf la abraza y aspira el aroma de su melena.

—Qué bien hueles —le susurra.

Ella casi le da un empujón para apartarlo. Él la mira con preocupación.

—Pero ¿qué pasa?

—¿Qué es lo que ibas a decir de los alumnos como Elías y como yo?

Dilo tú, oye que le dice una vocecilla interior. No esperes a que lo diga él. Dile la verdad. Minoo tiene razón, tienes que confiar en él.

—Quiero decir que puede que la directora quiera tener controlados a los que habéis empezado este año —dice Gustaf.

La decepción al comprobar la cobardía de Gustaf, su propia cobardía, es como una presión en el pecho.

—Te espero a la salida —dice él.

—Vale —responde Rebecka en un susurro.

—Te quiero —se despide Gustaf —. Que no se te olvide, ¿eh?

Se miran y Rebecka siente que está a punto de llorar. Solo puede responder negando con un gesto.

El despacho de la directora está en penumbra. Las persianas están echadas y la única luz de la habitación es la que da la lámpara del escritorio. Las libélulas del mosaico de colores forman un círculo alrededor de la pantalla, unidas por las alas. No hay un solo papel en la mesa, ni siquiera un bolígrafo. El ordenador está apagado.

La directora lleva un traje gris oscuro con un gran broche de plata en la solapa. Parece antiguo. Tiene la blusa color hueso abrochada hasta el cuello y el pelo negro perfectamente peinado. La cara bien maquillada, como de costumbre. A Rebecka se le ocurre que más de uno diría que es guapa.

—Siéntate —dice la directora con una sonrisa forzada.

Rebecka se acomoda en el sillón que hay delante del escritorio. La directora la mira a los ojos con firmeza, pero de repente algo capta su atención.

—Perdona —se disculpa alargando el brazo para coger un pelo que Rebecka tenía en el jersey—. Soy un poco perfeccionista.

Rebecka no sabe qué decir.

—Te preguntarás por qué quiero hablar contigo —comienza la directora, y deja el pelo en la papelera.

—No. Creo que ya lo sé.

La directora tiene los ojos oscuros, inteligentes.

—¿Y qué es lo que crees?

Sigue notando la presión en el pecho. A Rebecka le cuesta hablar.

—¿Quién se ha chivado?

—¿Que quién se ha chivado?

—¿Ha sido Julia o Felicia? ¿O ha sido Ida? ¿O la enfermera de secundaria? ¿Puede ir contando esas cosas? ¿O ha sido Minoo?

Se arrepiente enseguida de la última pregunta. Quiere confiar en Minoo. Tiene que hacerlo para que puedan ser amigas. Pero ¿por qué tenía esa cara de culpabilidad?

—¿Y qué es lo que podían decirme de ti? —pregunta la directora.

Si no cierra los ojos, empezará a llorar. Aprieta fuerte los párpados.

De pronto se da cuenta de lo agradable que sería dejarse llevar. Dejarse caer y ver cómo la salvan. Ahorrarse el miedo a que se descubra el secreto. Desvelarlo ella misma.

—Bueno, me parece que será mejor que empecemos por el principio —continúa la directora.

Rebecka abre los ojos. El desconcierto que expresa el semblante de la directora parece sincero y comprende que quizá se haya equivocado. ¿Será de verdad una charla rutinaria?

—Rebecka, ¿tú por qué crees que te he citado?

De repente le resulta imposible contarlo. El secreto la tiene atrapada otra vez. Se levanta del sillón y coge la mochila.

—Lo siento, tengo que irme —dice Rebecka.

—¡Espera! —se oye la voz de la directora, pero Rebecka la ahoga al salir y cerrar la puerta.

Echa a correr por el pasillo hacia la escalera principal. Gustaf la está esperando en la entrada. Está impaciente por arreglarlo todo. Pero ella no puede verlo ahora. Con el pánico tan a flor de piel. Tiene que estar sola un rato.

Rebecka continúa subiendo la escalera y llega a un pasillo. Luego es como si se le hubiera escapado la fuerza. Apoya la espalda en una pared y se desliza despacio hasta quedarse en cuclillas.

Entonces toma conciencia de lo acelerado que le late el pulso.

Entonces toma conciencia de dónde se encuentra.

Está sentada frente a la puerta que conduce a los servicios donde murió Elías.

Desde que lo encontraron la han tenido cerrada con llave y precintada. Está plagada de notas y de mensajes grabados.

R. I. P.

¡¡¡TE ECHAMOS DE MENOS!!!

IT’S BETTER 2 BURN OUT THAN 2 FADE AWAY

PERDÓN

LIVE FAST, DIE YOUNG AND LEAVE A GOOD-LOOKING

CORPSE

PERDÓN POR TODO, ELIAS

PERDÓNAME

Con muescas muy profundas y perfectamente legibles, a pesar de que habían intentado borrarlo:

EL BUEN MARICÓN ES EL MARICÓN MUERTO

Rebecka va leyendo los mensajes uno tras otro. Abajo, cerca del suelo, han escrito algo con rotulador negro y en letras muy elegantes:

ONLY THE GOOD DIE YOUNG

Los tubos fluorescentes del techo empiezan a parpadear con un sonido tintineante, eléctrico. Y luego se apagan.

Así es.

Es una voz que en realidad no lo es, es más como uno de sus pensamientos, pero tampoco. No se parece en nada a la voz que le llenó la cabeza la primera noche, cuando le encomendaron la misión de convertirse en guía. Aquella voz era un huésped. Esta ha irrumpido en su conciencia por la fuerza.

Eso que dice ahí es verdad,
continúa la voz.
El bien no puede sobrevivir en este mundo. Tú eres demasiado buena, Rebecka.

Una vez más, siente que la colma el pánico. Es el mismo pánico que cuando la acecharon la mañana siguiente de la muerte de Elías. El mismo pánico que ayer, cuando supo que la observaban.

Eres tú,
piensa. El pulso le zumba en los oídos.
¿Quién eres?

Levántate.

El cuerpo de Rebecka se levanta inmediatamente, con la misma naturalidad que si ella misma le hubiera dado la orden.

Abre la puerta del desván y sube la escalera.

Sus pies empiezan a moverse automáticamente. Entonces se da cuenta de que la puerta está entreabierta.

Trata de concentrar sus fuerzas en cerrarla. Pero de repente algo opone resistencia, algo que la bloquea con un poder muy superior al suyo. Se le nubla la vista y nota que está sangrando por la nariz; la sangre le cae por el labio superior y le entra en la boca. Tiene un sabor metálico, a tierra, dulzón.

No te resistas,
dice la voz suavemente.
No tiene sentido.

La escalera del desván es estrecha. La sube con paso lento.

¿Qué quieres?
, pregunta; pero en realidad ya conoce la respuesta. Lo comprende todo perfectamente. Fue así como murió Elías. Fue así como sucedió.

Ha llegado al final de la escalera. Hay dos puertas. Una de madera desvencijada, que conduce al almacén. Otra de acero, que da al exterior. Al tejado.

Ve cómo su mano se extiende y presiona el picaporte de la puerta de acero. Cuando se abre, el viento le da en la cara. Unas nubes blancas se persiguen por el cielo azul.

Elías
estaba sufriendo. Yo lo liberé del dolor. Os estoy haciendo un favor, Rebecka.

Te lo ruego,
suplica.
Te lo ruego, no quiero morir. Tengo cuatro hermanos pequeños. Mis padres… Gustaf… Minoo…
El pánico le impide formular sus pensamientos.

Todos lo superarán. Es mejor desaparecer ahora y que te mantengas perfecta en su memoria.

Los pies de Rebecka cruzan el umbral. El tejado está cubierto de tela asfáltica reluciente que crepita mientras ella se va acercando al borde.

No tendrás que sufrir nunca más.

La voz que le resuena en la cabeza se ha vuelto seductora. Suena como si fuera la única voz del mundo que se preocupa por ella de verdad, y tiene que obligarse a no escucharla.

¡Pero es que yo quiero sufrir!
Lo grita para sus adentros.
¡Quiero vivir, quiero vivir!

Las piernas se detienen a tan solo un paso del borde. Ve el patio que se extiende allí abajo, los árboles muertos y el asfalto negro con el que han rellenado la grieta. Desde arriba parece una cicatriz. Distingue la carretera, por la que en ese preciso momento está pasando el autobús. Varios alumnos corren en dirección a la parada. Si a alguno de ellos se le ocurriera mirar hacia arriba…

Por favor,
suplica.
Por favor, déjame vivir.

De repente siente que la otra presencia que ocupa su cuerpo está dudando. Ya no nota las piernas mudas. Con un mínimo esfuerzo podría apartarse del borde, si lograra concentrarse un poco…

Rebecka cierra los puños. Está a punto de recuperar el control.

No. Tengo que hacerlo.

Allí está la voz otra vez. Y sus dudas se han esfumado. Lo nota perfectamente. Nota que el otro trata de recobrar el poder sobre ella. Nota la presión de esa voluntad ajena. Pero en esta ocasión Rebecka cuenta con dos ventajas. Ahora tiene esperanza: porque ha visto una debilidad en el enemigo y porque está preparada.

Ella resiste la presión. Le duele muchísimo la cabeza. Como si el cerebro se le estuviera ensanchando hasta el límite. Siente el empuje y la tensión bajo el cráneo. Se pone las manos en la cabeza, como si quisiera impedir que le estallara. Otro hilillo de sangre le cae de la nariz.

La presencia extraña cede por fin, y Rebecka se tambalea en el borde del tejado. Se le encoje el estómago al ver el patio allá abajo.

Retrocede alejándose del borde y se desploma. No tiene fuerzas para levantarse. Mucho menos para llegar abajo.

Rebusca en la mochila hasta que encuentra el móvil. Primero piensa en llamar a Gustaf, pero comprende que no podrá explicarle qué hace allí arriba. Tiene que llamar a Minoo.

Oye pasos en la escalera del desván y se da media vuelta. El sol la ciega un instante. Tiene que hacerse sombra con la mano para ver quién está en el umbral.

Rebecka sonríe tímidamente.

—Hola —dice—. ¿Cómo sabías que estaba aquí?

18

Un viento gélido barre la plaza de Storvallstorget. Minoo está pensando en las palabras que Rebecka garabateó en el cuaderno: «Ayer me estuvieron siguiendo».

Se mete las manos en los bolsillos y encoge los hombros. Acelera el paso hacia la casa amarilla que hay al otro lado de la plaza. En la fachada hay un letrero de neón que dice: «Engelsforsbladet».

Desde que empezó el instituto, Minoo se ha pasado todas las semanas por el trabajo de su padre cuando vuelve a casa. Por lo general, él casi no tiene tiempo ni de decirle hola, pero a ella le encanta sentarse a la mesa de la sala de descanso, hacer los deberes, hojear los periódicos que hay por allí y notar la energía que inunda la redacción.

Minoo vuelve la cabeza antes de abrir la puerta. No hay ni una sola persona en la plaza.

No, ni una sola
persona.

Al lado del
Engelsforsbladet
se encuentra uno de los tres bancos de la ciudad, y uno de los edificios más impresionantes del conjunto urbano: una construcción robusta del siglo XIX con columnas de mármol a ambos lados de la entrada. Allí, en la escalinata que conduce hasta la puerta, está tumbado el gato sarnoso. No hay duda de que el animal mira directamente a Minoo con su único ojo, de color verde.

El felino se levanta torpemente —no con la elasticidad de un gato— y empieza a subir los peldaños. Luego, baja la escalera otra vez. Sube y vuelve a bajar. Y por fin se tumba en el lugar inicial y maúlla una sola vez.

Cuando Minoo entra en el edificio, nota el aroma a café de la redacción. Su padre siempre dice que si se cerrara el
Engelsforsbladet,
el consumo de café de la ciudad se reduciría a la mitad. Seguramente tiene razón. A veces, Minoo piensa que sus padres podrían sobrevivir solo a base de café. Como los coches se alimentan de gasolina.

Cissi y su padre gesticulan en el despacho. Es evidente que están en plena discusión. Cissi tiene los grandes ojos azules desorbitados y el pelo corto y ceniciento parece más encrespado que de costumbre, como si fuera un erizo con las púas fuera. Minoo no puede ver la cara de su padre, pero tiene la nuca roja. Está furioso.

Cissi es el tema de conversación recurrente a la hora de la cena. Por un lado, es rápida y muy hábil a la hora de escribir. Por otro, está demasiado interesada por lo sensacionalista y es poco rigurosa con los datos. Su artículo sobre el suicidio de Elías no fue el primero que el padre de Minoo tuvo que rechazar.

Minoo se queda delante del despacho. Las voces se oyen algo amortiguadas a través de los cristales. A duras penas puede distinguir las palabras.

—¡Lo único que pretendes es sabotearme! —dice Cissi—. Tengo una oportunidad única de salir en primera página. El personal de la ambulancia llamó hace dos minutos.

—Puedes hacer lo que te dé la gana, pero no pienso sacar ni una palabra sobre ese asunto.

La voz de su padre suena contenida e intensa, y casi como la de un extraño. Minoo no recuerda haberlo oído nunca tan enfadado.

—Es un tema que interesa a toda la comunidad —insiste Cissi.

—¡Es un tema que solo le interesa a la familia de la chica!

Minoo ve perfectamente cómo Cissi prueba con otro método y cambia de táctica.

—Ya, comprendo que para ti es difícil verlo con objetividad —continúa en un tono más suave—. Como tienes una hija de la misma edad…

Cissi guarda silencio. Acaba de ver a Minoo. Su padre se da la vuelta.

—Minoo… —dice el padre.

Ha sucedido algo. Algo espantoso. Minoo se lo ve en la cara. Su padre se acerca a la puerta y la abre.

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