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Authors: César Mallorquí

El Círculo de Jericó (29 page)

BOOK: El Círculo de Jericó
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—Oh, sí que lo son —afirmó el doctor Arauco—. Pasamos la tercera parte de nuestra vida dormidos. Y, durante ese tiempo, soñamos. ¿Por qué? Nadie lo sabe; es una de esas preguntas sin respuesta de las que antes hablábamos. Pero el hecho es que soñamos, y hay veces en que los sueños parecen tan reales como la vida. —Respiró hondo—. Hace unos meses tuve un sueño muy vivido: me encontraba en un bosque de hayas, por la noche. Una inmensa luna llena presidía un cielo salpicado de estrellas. Yo me había perdido, pero aquello no me preocupaba, ya que, de un modo u otro, sabía que estaba dormido y que nada de aquello era real. Comencé a pasear entre los árboles, rodeado de luciérnagas y de mariposas nocturnas, y al poco encontré una tienda de campaña frente a la cual ardía una fogata. Cuando llegué a su altura, la entrada de la tienda se descorrió y apareció un hombre de aspecto agradable y educado. Le pregunté cómo se llamaba y él me contestó que le conocían por el Viajero. Nos sentamos junto al fuego y compartimos una taza de té. Al cabo de unos minutos de charla, aquel hombre me preguntó:

—¿Le gustan las historias?

Respondí que era psiquiatra y que, por tanto, me pasaba la vida escuchando historias ajenas.

—No dudo que los relatos de sus pacientes sean interesantes —comentó—. Pero yo me refiero a otro tipo de historias... a esas que enredan la realidad.

Le aseguré que esa clase de historias constituían mi más preciada afición. Él sonrió y dijo:

En tal caso, le voy a contar una... ¿Sabe dónde estamos?

En un bosque.

Sí, pero ¿en qué bosque?

Me encogí de hombros y argumenté que, dado que estaba soñando, se trataba de un bosque onírico, lo que, psicoanalíticamente hablando, suponía una imagen de fuerte simbolismo sexual.

El hombre sonrío alegremente y dijo:

Psicoanalíticamente hablando, todo es sexual. Sin embargo, ha dicho algo interesante: está soñando. Entonces, ¿quién soy yo?

Un producto de mis sueños.

Luego no existo... Pero ¿y si fuera yo quien le está soñando a usted?

Mejor dejar ese camino —sugerí—. Tenga en cuenta que soy argentino. He leído a Borges.

Me obsequió con una risa franca y alegre.

Es usted gracioso. Pero tiene razón, no es cuestión de perder el tiempo con sofismas y paradojas. Dejemos de hablar sobre mi naturaleza y pasemos a preguntarnos sobre mi circunstancia. Si usted está soñando, ¿dónde estoy yo?

¿En mi cabeza? —aventuré.

Es posible —murmuró—. Pero también pudiera ser que estuviésemos en la cabeza de otro. —Se inclinó hacia delante y añadió—: ¿Ha oído hablar alguna vez del Hombre Dormido...?

El hombre dormido

La historia del doctor Arauco

Cuando el Viajero se detuvo para beber el agua iridiscente del manantial, no se fijó en el árbol. Pero luego el árbol le habló, de modo que el Viajero se vio obligado a seguir las normas más elementales de cortesía y charlar un rato con él.

—Es raro encontrar gente de paso —dijo el árbol (en realidad, un castaño de indias)—. ¿A dónde te diriges?

—No lo sé —repuso el Viajero—. Estoy buscando a alguien.

—¡Oh...! —El árbol arrancó de sus ramas susurros de almidón. Luego añadió—: Así que buscando a alguien, ¿eh? ¡Vaya...!

El Viajero se humedeció la cara y bebió un par de sorbos. El agua sabía a vino de cerezas perfumado con canela.

—¿No estás muy aislado aquí? —preguntó el Viajero, contemplando la soledad del altiplano—. Eres el único árbol que hay en muchos kilómetros a la redonda.

—«La soledad es a veces la mejor compañía, de modo que un corto retiro acelera un dulce retorno.» Millón,
El paraíso perdido
. —El árbol carraspeó—. Además me acompañan mis sueños.

—Ah, sueñas... ¿Con qué?

—Sueño que soy un viajante de comercio y que me desplazo constantemente de un pueblo a otro con un muestrario de bisutería.

El Viajero asintió y pensó que, seguramente, aquel castaño de indias era en realidad un viajante de comercio. Pero se guardó muy mucho de decírselo, porque no deseaba ofenderle.

—Antes has comentado que buscabas a alguien —prosiguió el árbol—. ¿Sería incorrecto preguntar a quién?

—En absoluto. Busco al Hombre Dormido.

—¡Oh, oh, oh...! —El árbol lanzó guiños de musgo y corcho—. ¡ Una gran búsqueda es ésa! He oído decir que el Hombre Dormido se encuentra bajo una cúpula de cristal en un palacio de Agartha.

—¿Agartha?

—Agartha, sí. La ciudad que guarda el trono dorado con las imágenes de dos millones de dioses, la sede de la Universidad del Conocimiento. Si miras hacia el oeste puedes ver el resplandor de Agartha en el horizonte.

—Si —dijo el Viajero contemplando el poniente—. Conocía esa ciudad por otros nombres. —Suspiró—. El problema es que nunca consigo acercarme. Por mucho que camine, la ciudad siempre se encuentra a la misma distancia de mí.

—«Hay que viajar por topofobia, para huir de cada lugar, no buscando aquel al que va, sino escapándose de aquel de donde parte.» Miguel de Unamuno. Lo importante es el viaje, no la meta.

El Viajero asintió apreciativamente. Cogió su mochila y se la puso a la espalda.

—Ahora debo irme. Ha sido un placer conocerte.

—Permíteme una última pregunta —dijo el árbol—. ¿Por qué buscas al Hombre Dormido?

—Quiero saber quién es; conocer su nombre.

—Ya, su nombre... Bien, pues te deseo mucha suerte.

—Gracias. —El Viajero comenzó a alejarse, pero al cabo de unos metros se detuvo—. ¿ Te gusta ser un árbol? —preguntó.

—No está mal... —contestó el castaño—. Ya sabes, llega un momento en la vida en que hay que echar raíces.

Se llamaba Cezar Pallady. Estaba dentro de un pequeño recinto cerrado e insonorizado, un habitáculo cúbico de cuatro metros de lado donde, según me dijeron, podían controlarse tanto la temperatura como la presión atmosférica. A aquella cámara le llamaban el Gabinete de Morfeo.

Pallady tendría mi edad, unos cuarenta años. Era delgado, moreno, con el mentón poblado por una espesa barba y el pelo muy corto. Se encontraba sentado en el suelo, sobre una pequeña alfombra, desnudo, absolutamente inmóvil, con los ojos cerrados y las manos descansando sobre las piernas entrecruzadas. Tenía la cabeza literalmente cubierta de electrodos y cables, como una versión tecnológica de esas estatuas que representan a Buda con el cráneo cubierto de caracoles. También tenía electrodos en el pecho, la espalda y las muñecas. Si podíamos verle era gracias a la batería de monitores de televisión en circuito cerrado que le mostraban desde todos los ángulos y encuadres posibles.

Según me dijo Irene Stasinopoulos, supervisora ejecutiva de Stütze Arzt Zwischenstaatlich, la compañía alemana que había contratado mis servicios y me había llevado hasta Creta, Pallady era un yogui. Y, para mayor exotismo, un yogui rumano.

Nos encontrábamos en el Laboratorio del Sueño, una especie de nave industrial, blanca y luminosa, no muy grande pero de techos extremadamente altos. Había mucho espacio disponible, pero tanto el equipo como el personal parecían arracimados alrededor del Gabinete de Morfeo. Allí un grupo de técnicos se afanaban en controlar los instrumentos electrónicos y realizar anotaciones. En realidad, yo no tenía la más remota idea de lo que estaban haciendo, de modo que me aproximé discretamente y me distraje intentando adivinar el significado de las lecturas que ofrecían los distintos indicadores.

Al parecer, una de las baterías de aparatos controlaba el estado físico de Pallady: temperatura corporal, presión sanguínea, electrocardiograma, tono muscular... en fin, todo lo usual. Lo que ya no era tan normal es lo que indicaban las lecturas: la presión arterial era muy baja, el ritmo respiratorio extremadamente lento y la temperatura basal próxima a la hipotermia. Pero lo más alarmante era el pulso: ocho latidos por minuto (y el ritmo decrecía). Aparentemente, aquel hombre se estaba muriendo. —Increíble, ¿verdad? —Irene se había acercado a mí y me hablaba en voz baja—. Pallady puede controlar las funciones, en teoría autónomas, de su sistema nervioso vegetativo. Ahora está entrando en estado cataléptico: ralentiza todo su metabolismo y altera sus estados de percepción. Ven, te voy a enseñar algo.

Irene me llevó junto a un electroencefalógrafo. Varias pantallas representaban las curvas de actividad eléctrica del cerebro, al tiempo que un conjunto de agujas reproducían gráficamente esas mismas curvas en largas bandas de papel cuadriculado.

—¿Sigues familiarizado con esto? —me preguntó Irene.

Asentí. Allí estaban las curvas correspondientes al estado de vigilia, a los cuatro estados No REM y al estado REM. Ondas Beta, Alfa, Theta, Delta... Observé los registros y reconocí los abruptos trazos de los Complejos K y las Ondas en Huso. Todo parecía normal, eran las lecturas típicas de un hombre dormido en fase de sueño profundo. No obstante, había algo absolutamente imposible en aquellas lecturas: existía actividad simultánea en el espectro de las ondas Beta y en el de las ondas Delta. Parpadeé y me volví hacia Irene con una muda pregunta en los ojos.

—Sí —sonrió—: Pallady está despierto y dormido a la vez. Y no —se encogió de hombros—, no sé cómo lo hace.

Había oído hablar de ese tipo de cosas, pero nunca tuve la oportunidad de presenciarlas. De modo que permanecí en silencio, observando la actividad de los técnicos.

—Comienza el movimiento ocular rápido —dijo un joven de pelo largo y encrespado; sus raídos vaqueros asomaban bajo la bata de trabajo—: Cezar entra en fase REM con curvas de sierra en los tres punto cinco hertzios y bajando. Gran actividad onírica. ¡Ey, chicos, eso es lo que yo llamo soñar! —Hizo una pausa—. ¡Ah-ah...! Incremento de crestas en el registro Beta. Todos atentos; efecto Rátsel de un momento a otro.

Se produjo un revuelo salpicado de murmullos. Los técnicos comenzaron a dirigir furtivas miradas a un solitario monitor que mostraba una verde y fosforescente línea continua, plana y muerta.

Ignoraba lo que pretendía registrar aquel aparato, pero fuera lo que fuese, ahora no indicaba actividad alguna.

—Bien, informad de cualquier alteración del poligrama —dijo un hombre grueso, de pelo cano y escaso, que parecía rondar los sesenta años. Irene me susurró que se trataba de Constantin Tsatsos, el gran patriarca del Centro de Investigación del Sueño. Tsatsos prosiguió—: Vigilad la temperatura del Gabinete, está bajando demasiado. Kathy, ¿cómo andan sus constantes?

—El corazón late cuatro veces por minuto —respondió una joven que, de quitarse las espantosas gafas de concha que llevaba, hubiera sido realmente bonita—. Respiración constante: una inspiración y una expiración alternativas cada sesenta segundos.

Temperatura estable. Comienza a aumentar la presión sanguínea, y, eh... —La joven se sonrojó y bajó el tono de voz—. El sujeto está experimentando una erección...

Sin duda, era una chica tímida; trabajando en un laboratorio del sueño debería haberse acostumbrado ya a los penes erectos y las vaginas húmedas. Según recordaba, nuestros órganos sexuales experimentan una especie de excitación automática cuando entramos en fase de sueño profundo y comienzan las ensoñaciones. Nadie sabe por qué ocurre, pero ocurre (aunque, al parecer, nada tenga que ver con la libido).

—Desaparecen las ondas lentas sincronizadas —intervino de nuevo el joven de pelo encrespado—. Aumenta la actividad Delta irregular, y... bueno, el diagrama Beta se ha vuelto loco. Parece que nuestro amigo está celebrando una fiesta en su cabeza... Ojo, comienzo a obtener registros de actividad por debajo de los cero punto cinco hertzios...

Todo el mundo se detuvo expectante, todas las miradas convergieron en la pantalla reticulada del misterioso monitor. Sin saber por qué, yo también me puse a contemplar aquella fosforescente línea verde, horizontal e inmóvil.

Los segundos transcurrieron lentos en medio de un silencio tenso. Suspiré y comencé a pasear la mirada por el laboratorio. En una pared alguien había fijado con cinta adhesiva un cartel escrito a mano:
«Los sueños han sido creados para que uno no se aburra mientras duerme.»

Sonreí y volví a mirar el monitor.

Y entonces, justo en ese momento, la perezosa línea verde se alzó, describiendo una cresta amplia y elevada, para luego caer en un valle profundo. Repitió tres veces el mismo movimiento y acto seguido recuperó su anterior horizontalidad estática.

El silencio que reinaba en el laboratorio se volvió estupor, asombro. Los ojos se dilataron y las bocas se abrieron maravilladas. Era como si, en vez de unos breves «bips» en una pantalla, aquella gente hubiese contemplado una aparición celestial.

—Duración del efecto Rátsel: dos segundos y ochenta y siete centésimas —dijo alguien—. Tenemos un nuevo récord.

Entonces todos comenzaron a aplaudir y a gritar. Pelo Encrespado besó en los labios a Chica Tímida, y las mejillas de ésta adquirieron un tinte rabiosamente escarlata.

Tsatsos, el gran patriarca, sonrió satisfecho, pero adoptó rápidamente una expresión severa, más en concordancia con su dignidad doctoral.

—Vamos, vamos, un poco de seriedad; estamos trabajando —dijo, como un profesor indulgente reclamando la atención de sus alumnos (o una gallina recogiendo a sus polluelos)—. Tenemos que despertar al señor Pallady. Escucha, Kurt —prosiguió, dirigiéndose a Pelo Encrespado—: necesitamos los resultados del poligrama esta tarde. Y pon a tu gente a trabajar en un estudio comparativo de los nuevos registros...

Miré a Irene con las cejas enarcadas. Me sentía como cuando se llega al teatro con la función comenzada. Ella debió advertir mi desconcierto, porque me dirigió un guiño cómplice. Luego le hizo una seña al profesor Tsatsos. Éste asintió con la cabeza y, tras impartir una nueva retahíla de instrucciones, se acercó a nosotros.

—Constantin —dijo Irene haciendo de maestro de ceremonias—, te presento al doctor Juan Varnigal. Como sabes, es un prestigioso patólogo español, y buen amigo mío además.

Nos estrechamos las manos. Su apretón era firme y franco, concebido para transmitir seguridad y confianza.

—Es un placer, doctor Varnigal —dijo Tsatsos—. Conozco algunos de sus trabajos sobre patologías exóticas. Son excelentes. —Asentí, agradeciendo sus palabras, aunque sabía que cuando hablaba de «mis trabajos» se estaba refiriendo en realidad al estudio que realicé en Bucaramanga, hace ya tanto tiempo, sobre el caso de la niña María Candelaria. El profesor Tsatsos continuó—: Le imagino enterado de la actividad que desarrollamos en el Centro de Investigación del Sueño, así como de las características de nuestra actual línea de experimentación...

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