El círculo mágico (4 page)

Read El círculo mágico Online

Authors: Katherine Neville

BOOK: El círculo mágico
3.84Mb size Format: txt, pdf, ePub

Al acabar la octava noche de fiesta, cuando el anfitrión se levanta de cenar en cada patio o jardín, la plegaria que recita es la más antigua de la tradición de la Aggada, más antigua que la propia fiesta. ¿Para qué reza? Pide a Dios un favor por haber «vivido en una tienda» durante una semana: el nuevo año podría ser considerado digno de sentarse en la tienda de Leviatán. ¿Y qué significa la tienda de Leviatán? La llegada de una nueva era, la era de un reino mesiánico que se inicia con la aparición de un
mashiah,
un anunciado que derrotará a la bestia marina y usará su piel para la tienda de los justos y servirá su carne en el banquete mesiánico. Él nos liberará de la esclavitud, nos unirá bajo un reinado, devolverá el arca y glorificará el templo igual que David y Salomón. Como sucesor natural de estos poderosos príncipes, dirigirá al pueblo elegido a la gloria y traerá consigo el albor dorado, no sólo de un nuevo año sino también de un nuevo eón.

Como ves, no podía ser ninguna casualidad que el Maestro viniera solo desde Galilea para asistir a esta fiesta concreta.

Esa octava noche, apareció en el jardín de Nicodemo para la
Smi
chath Torah.
El parque de Nicodemo es grande y está bien provisto de árboles. Como dicta la costumbre, había muchas tiendas de ramas y flores, y las antorchas iluminaban la fiesta de modo que las puertas podían permanecer abiertas para que entraran los peregrinos y otras personas.

Al final de la fiesta, cuando Nicodemo se levantó para dar la bendición y pedir el honor de sentarse el año siguiente a la misma hora en la tienda de la bestia marina, el Maestro en persona se levantó de su asiento en una de las tiendas cercanas. Con las ropas blancas holgadas y el cabello alborotado, se dirigió hacia donde estaba Nicodemo, apartó fuentes y copas a un lado y se subió a la mesa de latón.

Alzó una vasija llena de agua y, sujetándose en la enramada con la otra mano para no perder el equilibrio, empezó a rociar agua en todas direcciones: la mesa, el suelo, y salpicó a los invitados que seguían reclinados y que se lanzaron a sus pies alarmados. Todos se asombraron o se asustaron; nadie sabía lo que significaba esa acción, ni tan siquiera podía imaginárselo. Luego, el Maestro dejó caer la vasija y con los brazos en alto, gritó:

—¡Yo soy el agua! Me vierto en vosotros; el que tenga sed que se acerque y beba de mí. Si creéis en mí, ríos de agua viva fluirán de vosotros...

Y, como recordaron más tarde los que lo presenciaron, su voz era tan rica, su dominio de las palabras tan inspirador, que nadie se dio cuenta de que no tenían la menor idea de lo que estaba hablando hasta mucho después.

Cuando la cena estaba terminando y la gente empezaba a irse, Nicodemo oyó por casualidad una conversación entre varios de sus compañeros fariseos. Se había convocado a toda prisa un consejo clandestino esa misma noche en el palacio de Caifas, en el otro extremo de la ciudad. A pesar de no haber sido invitado, Nicodemo decidió asistir porque estaba claro que incluso los seguidores más convencidos del Maestro habían quedado perplejos y aturdidos por su extraño comportamiento.

A la mañana siguiente, temprano, Nicodemo fue al patio del templo para ver al Maestro antes de que nadie lo encontrara. Quería protegerlo de lo que pudiera hacer o decir, porque sus palabras solían ser mal interpretadas incluso por sus propios discípulos. La noche anterior, a pesar de las tenaces objeciones de Nicodemo y otros, incluida la propia policía del templo, Caifas había insistido en que debían buscar algún pretexto para detener al Maestro en cuanto apareciera por la mañana.

El Maestro llegó inmediatamente después que Nicodemo. Llevaba las mismas ropas blancas que durante el festejo. Apenas entró en el patio del templo, muchos de los asistentes a la reunión secreta formaron un círculo a su alrededor. Esta vez estaban más preparados. A petición de Caifas, habían traído con ellos a una mujer adúltera. La empujaron ante el Maestro
y
le preguntaron si opinaba que debían lapidarla, tal como dicta la ley. Era una trampa: es bien conocido que, al igual que Hillel, que era liberal respecto a las normas del matrimonio, en especial en lo que a las mujeres se refiere, el Maestro cree en el perdón de estos pecados cuando existe arrepentimiento.

Pero ante el asombro de todos, el Maestro no dijo nada en absoluto. En lugar de ello, se agachó en silencio y empezó a dibujar con el dedo en el polvo, como si no hubiera oído ni una palabra. Para entonces, a su alrededor se había congregado una verdadera multitud que abucheaba a la mujer y la sujetaba ante el Maestro como si se tratara de un pedazo de carne colgado de un gancho.

Lo estuvieron acosando durante lo que pareció un rato muy largo, y al final se puso en pie y miró a la multitud en silencio, con gran intensidad, a los ojos de cada persona, como si estuviera juzgando sus almas una por una. Por fin, habló.

—El que esté libre de pecado —dijo— que lance la primera piedra.

Se volvió a agachar en el polvo sin mediar más palabra y siguió dibujando con el dedo. Tras un buen rato, levantó la vista y vio a la mujer que permanecía delante de él como antes. Estaba sola.

—Ve y no vuelvas a pecar —le indicó.

Con estas palabras, Nicodemo, que lo había visto todo desde lejos, comprendió la importancia de lo que había hecho el Maestro. Había arriesgado la vida por una mujer cuya culpa sabía cierta, porque había dicho «vuelvas». El Maestro había obligado a todos los presentes a juzgarse a sí mismos, incluida la mujer, porque ella también habría tenido que darse cuenta de la importancia de lo que acababa de hacer por ella.

Cuando la mujer hubo partido y el Maestro se quedó solo, Nicodemo se le acercó, mientras seguía dibujando con el dedo en el polvo. Sentía curiosidad por ver lo que dibujaba el Maestro. Miró hacia el suelo y vio una especie de nudo: un nudo muy complicado del que no se podía adivinar el principio ni el final; parecía dar vueltas y más vueltas.

El Maestro reparó en la presencia de Nicodemo y se levantó. Con el pie borró la imagen que había dibujado. Cuando Nicodemo comentó el riesgo que había corrido al viajar solo desde Galilea sin avisar, el Maestro sonrió y se limitó a decir:

—Mi querido Nicodemo, ¿acaso te parece que estoy solo? Pues no lo estoy; he venido con mi Padre. Recuerda, el
shofar
también suena en Galilea.

Sin duda con ello se refería al día de la Expiación, celebrado semanas atrás, cuando el Maestro estaba todavía en Galilea. En esa fecha se sopló el cuerno de carnero, como cada final de año, para invitar a todos los hombres a que en el año entrante reflexionaran sobre cómo podrían actuar de forma más ajustada a la voluntad de Dios. Pero fue la forma superficial en que el Maestro mencionó esta tradición ancestral lo que dio a Nicodemo la desagradable impresión de que en la mente fértil y siempre inquieta del Maestro podía haber adquirido un nuevo significado. ¿Qué estaba planeando?

Antes de que Nicodemo pudiera seguir con ese tema, el Maestro se dirigió decididamente hacia el patio de los cambistas, en el interior del recinto del templo. Nicodemo se vio obligado a apretar el paso para seguirlo. Los que habían hostigado al Maestro fuera lo rodearon de nuevo, como podía haber esperado y parecía desear, y lo acusaron de falso testimonio. Entonces fue cuando hizo lo que desató el rumor de que tal vez se había vuelto loco.

Cuando esos hombres dijeron que descendían de la semilla de Abraham y que no necesitaban que el Maestro les proporcionara la orientación que él ofrecía con tanta liberalidad, ni les gustaba su afirmación pretenciosa de ser el mesías y el heredero de la rama de David, el Maestro tuvo la audacia de afirmar que conocía a Abraham personalmente. Es más, les dijo que cuando Abraham tuvo noticia de su misión en la tierra, se regocijó. Ellos se rieron y afirmaron que el Maestro no era bastante viejo para conocer a un hombre que, como Abraham, llevaba muerto miles de años. El Maestro los silenció con la mirada. Luego les dijo que Dios mismo los había presentado. Dijo que él, el Maestro, era el hijo de Dios: ¡la carne de Dios! Pero eso no fue todo.

Les dijo, y muchos de los que están hoy en la cámara fueron testigos de ello: «Mi Padre y yo somos uno. Antes de que Abraham fuera... ¡Yo soy!» Utilizó el nombre santo para describirse, un acto blasfemo merecedor de flagelación o de lapidación.

Pero eso fue sólo el principio. Hace tan sólo tres meses, mucho después de la fiesta, el Maestro fue reclamado en Betania, en casa del joven Lázaro, hermano de Marta y de Miriam de Magdala, que figuran entre sus discípulos más próximos. El chico estaba muy enfermo y quería ver al Maestro antes de morir. Según afirman incluso los doce, el Maestro no se comportó bien y se negó a salir de Galilea para visitar a la familia, aunque la situación era muy grave y las mujeres le suplicaron que intentara curar al chico y salvarlo así de una muerte segura. Cuando por fin llegó, hacía tres días que el muchacho había muerto. Miriam le dijo que el cadáver había empezado a corromperse y olía mal, y ella y su hermana no permitieron que el Maestro entrara en la cripta.

De modo que se quedó fuera. Se quedó fuera y llamó a Lázaro, el joven y muerto Lázaro, hasta que lo levantó. Lo levantó de la tumba de sus padres. Lo levantó en su estado de descomposición, envuelto en las ropas funerarias putrefactas cuando el cadáver ya estaba plagado de gusanos. Lo levantó de entre los muertos.

—Dios bendito —susurró José de Arimatea cuando el relato hubo terminado. Miró con ojos vidriosos a los demás, sentados alrededor de la mesa, sin conseguir hablar. ¿Qué podía decir? Los saduceos predicaban que la muerte era el fin de la vida; los fariseos enseñaban que el hombre bueno podía ser recompensado con la vida eterna en el cielo por haber vivido justamente. Pero nadie creía en el concepto de resurrección, en devolver un cadáver descompuesto de la tumba a la existencia en la tierra. Era un horror imposible de imaginar.

Muchos de los sentados a la mesa, al ver la consternación de José, intentaron evitar su mirada. Pero el sumo sacerdote Caifás, que no había aportado nada a la historia contada por los demás, intervino con un pensamiento propio.

—Podría decirse que tu sobrino, nuestro amado Jesús, hijo de José de Nazaret, un humilde carpintero, ha desarrollado ciertos delirios de grandeza, querido José —comentó con su desagradable voz empalagosa—. En lugar de ser el líder, el profesor, el
rabh
o maestro, el rey anunciado o cualquier otra cosa que esperaran nuestros compañeros, parece que ha degenerado en un loco que se cree descendiente directo del Dios verdadero y que puede decidir quién debe vivir o morir. Me gustaría saber cómo ha podido surgir tal idea en su cerebro desquiciado.

Miró a José con una sonrisa burlona. José sabía muy bien que muchos, aunque guardaban silencio, compartían la opinión del sumo sacerdote. Dios era inefable e intangible: por lo tanto, no podía encarnarse. «¿Cómo puede haber pasado esto?», pensó José. En un año
escaso
su mundo se había desmoronado.

Tenía que ver al Maestro en persona, de inmediato. Lo conocía mejor que nadie. Siempre había creído que sólo él era capaz de ver la pureza de su alma. Tenía que verlo antes que los demás, antes de que fuera demasiado tarde.

VIERNES

La propiedad de José en el monte de los Olivos, que últimamente casi no veía debido a sus viajes, se llamaba Getsemaní. Estaba seguro de que el Maestro no llevaría a sus discípulos a Getsemaní, ni siquiera iría solo, sin su permiso. Así pues, sólo había un lugar donde podía estar en esa parte de la región: la ciudad de Betania, en casa de Lázaro y sus hermanas, Marta y Miriam de Magdala.

Tan sólo con pensar en las hermanas de Betania, José tenía que combatir emociones contradictorias. Miriam de Magdala, o María, como la llamaban los romanos, le hacía recordar todos los fracasos de su vida, como judío y como hombre. La amaba, no había ninguna duda, y en todos los sentidos la amaba como un hombre debería amar a una mujer. Aunque a sus cuarenta años era bastante mayor para ser su padre, si por él fuera, cumpliría su responsabilidad para con Dios y sembraría la tierra con los frutos de su semilla, como diría Nicodemo.

Pero Miriam amaba a otro. Y sólo José de Arimatea sabía con certeza, aunque muchos lo sospechaban, que el objeto de su amor era el Maestro. José no podía reprochárselo, porque él también lo amaba. Y por ese motivo jamás se había declarado abiertamente a ella. No lo haría mientras el Maestro viviera. A pesar de todo ello, envió un mensajero a Betania para invitarse a cenar.

El Maestro bajaría de Galilea el jueves y se había preparado una comida formal y una cena ligera para el viernes, cuando, según la respuesta de Marta, el Maestro iba a anunciar algo importante. Tras haber levantado al joven cabeza de familia de la tumba en su anterior visita, José se preguntaba, con algo de humor negro, qué planes tendría el Maestro para su siguiente actuación.

El viernes por la mañana, José se dirigió hasta Betania, pasados unos kilómetros de Getsemaní. Cuando se detuvo en la casa tuvo una visión, o mejor dicho, una aparición: una figura de blanco, que bajaba por la colina con los brazos abiertos. Era el Maestro, lo sabía, pero por algún motivo parecía transformado. Iba rodeado de un centenar de personas, como de costumbre la mayoría mujeres, que vestían también de blanco, iban cargadas con flores y cantaban una tonada extraña pero evocadora.

José estaba sentado sin habla en su carreta. Cuando el Maestro llegó hasta él, con las ropas ondulantes como el agua sobre sus extremidades, lo miró a los ojos y sonrió. José vio en él, en ese instante, al niño que había sido.

—Querido José —dijo el Maestro, cogiéndole las manos y bajándolo de la carreta—, no sabes cuántas ganas tenía de verte.

Luego, en lugar de abrazarlo, el Maestro recorrió con sus manos los brazos de José, sus hombros, su cara, como si examinara un animal o quisiera grabarse sus rasgos en la memoria para esculpirlo. José no sabía muy bien qué pensar. Sin embargo, sentía una especie de hormigueo cálido bajo la piel, bajo la carne, en los huesos, como si se estuviera produciendo alguna acción física. Se apartó, incómodo.

Las personas que cantaban y se movían a su alrededor estorbaban a José, que no conocía a ninguna y quería alejar al Maestro para hablar de temas urgentes.

—¿Te quedarás conmigo, José? —dijo el Maestro, como si hubiese leído sus pensamientos.

Other books

Magnificent Delusions by Husain Haqqani
Civil War Prose Novel by Stuart Moore
With Every Breath by Maya Banks
Fury’s Kiss by Nicola R. White
Crave by Murphy, Monica
Nobody's Son by Zaria Garrison
Goated by the Gods by Sheri Lyn