Olegario se disponía a levantarlo a pulso cuando oyó amartillarse una pistola a su espalda. Se volvió y contempló a otro motorista con el mismo traje que el que yacía a sus pies apuntándole con una automática —le pareció una Beretta—.
¿Quiénes eran estos tipos que seguían a Ariosto, que sabían kung-fú y andaban con pistolas?
, se preguntó. El chófer no esperó a que esta vuelta de tuerca en la situación se convirtiera en permanente.
Si hubiera querido matarme, ya lo habría hecho
, pensó. Soltó a aquel tipo y tras dar un par de zancadas rápidas se lanzó detrás de un enorme almendro que crecía al borde de la carretera. Como sospechaba, el motorista de la pistola se desentendió por un momento del chófer y bajó a ocuparse de su compañero, a quien ayudó a volver a la carretera. Olegario asió un imponente pedrusco, dispuesto a defenderse si era atacado. El inesperado sonido de un disparo lo mantuvo detrás del árbol. Esperó unos segundos, extrañado. No le habían disparado a él, de eso estaba seguro. El ruido del motor de la segunda moto vibró en el aire y comenzó a alejarse camino de la carretera principal.
Olegario salió de su improvisado escondite, y tras no detectar movimiento, volvió con precaución a la carretera. La segunda moto y sus dos ocupantes habían desaparecido. Acto seguido averiguó qué había sido aquel disparo. La llanta delantera derecha del
Mercedes
reposaba somnolienta sobre el neumático destrozado. El chófer dejó escapar un suspiro de alivio al comprobar que el resto de la carrocería se mantenía intacta. Una décima de segundo después lanzó una fiera mirada a la carretera.
Estos cabrones me van a pagar la rueda como que me llamo Olegario
, —juró mientras se desempolvaba la chaqueta con las manos—…
y la factura de la tintorería también
.
Santa Cruz de Tenerife, viernes. 16.00 horas.
El cristal oscurecido de la redacción apenas podía luchar contra los candentes rayos solares a aquella hora de la tarde. El ambiente amenazaba con convertirse en tórrido, y algún gracioso había desconectado el aire acondicionado, por aquello del ahorro. Sandra Clavijo echó un vistazo a su alrededor. Sólo había una mesa ocupada, la de Pedrito Bencomo, el que se encargaba de las crónicas políticas. De resto, estaban todas vacías. O bien todos habían aprovechado la mañana del viernes para hacer su trabajo y comenzar el fin de semana desde el mediodía o se estaban escaqueando fuera del periódico. Sandra hubiera hecho lo mismo de haber podido, pero debía terminar el reportaje sobre la reapertura de la catedral y de la exposición de Ariosto, que se publicaría sin falta al día siguiente.
La joven redactora, una chica atractiva de veintipocos años, pelo oscuro cortado a la altura del cuello, camiseta y pantalón ajustados y zapatos bajos, se había hecho famosa unos meses atrás al verse involucrada en la investigación de los asesinatos en serie que habían tenido lugar en La Laguna. Su protagonismo en su resolución le valió un ascenso y el reconocimiento profesional de sus compañeros.
Desechó la idea de tomar otro café, le iba a producir acidez, y lo más probable es que no le hiciera efecto hasta la madrugada, con lo que la perspectiva de pasar otra mala noche no le sedujo en absoluto. Estaba con el
curriculum
del nuncio del papa: un sacerdote doctor en Teología, licenciado en Económicas, antiguo componente de la selección alemana júnior de atletismo. En los últimos años había promovido la ayuda económica a los países del Sahel, donde se iniciaba el éxodo de muchos africanos hambrientos y desesperados en dirección al Mediterráneo. Por lo menos se lo había currado, vamos, que no era un amiguete enchufado del Pontífice. Y encima tenía cierto atractivo, debía elegir entre varias fotos del embajador vaticano, y en todas ellas parecía un hombre alto y delgado, bien parecido por no decir guapo, y con unas canas muy interesantes. En cierta manera, le recordó a Ariosto, aunque en una versión mayor.
Ariosto, con quien había congeniado en los últimos meses, era un hombre extraordinario y sorprendente. Habían estado redactando un libro sobre los sucesos de los túneles acaecidos en los meses anteriores, que con toda seguridad iba a ser un éxito. Con el trato cotidiano, Sandra se dio cuenta de que el interés de él por ella se limitaba a una buena amistad. Sabía que podía esperar su ayuda en lo que necesitara, pero nada más. Tal vez fuera mejor así, la diferencia de edad era ostensible, y a ella le quedaba toda la vida por delante. A pesar de ello, reconocía que era un tipo muy interesante.
Sus pensamientos volvieron al nuncio. Insertó en el texto una foto de medio cuerpo tomada en la calle, le pareció que era en la que más natural quedaba. Una bombillita en el cerebro le recordó que debía guardar lo escrito, no fuera a ocurrir que al ordenador le diera por hacer otra vez de las suyas, y se dispuso a revisar el texto en busca de las pequeñas erratas que disfrutaban escondiéndose de su inquisitoria mirada.
Una alarma visual de mensaje electrónico recibido destelló en la barra inferior de su pantalla. Sandra dudó en atenderla o seguir con la corrección del artículo. Se merecía un pequeño descanso, por lo decidió minimizar el editor de textos y amplió el correo.
Sra. Clavijo. Importancia Esencial. Solo para sus ojos
, rezaba el título. Buscó el remitente: [email protected]. Aquello tenía la pinta de ser otro estúpido
spam
o un bromista desocupado. La curiosidad pudo con ella, y como no aparecía reflejado ningún peligro de virus, abrió el correo. Era sólo de texto, con una única frase:
Recibirá una llamada a las 4:15 p.m. Muy importante para la su carrera profesional.
Sandra arqueó una ceja.
¿Era alguna clase de publicidad?
Si era así, ya estaba predispuesta en contra por aquella falta de ortografía «¿la su carrera?». También le llamó la atención lo de
4:15p.m
. En España se escribía 16:15, lo que le hizo sospechar que era un correo extranjero, tal vez uno de esos rusos o chinos que llegaban continuamente de rebote.
Miró el reloj de la redacción. Las cuatro y cuarto, mira por dónde. Como aquello no se merecía más tiempo, pulsó la orden de eliminar y volvió al editor de textos.
Su teléfono móvil comenzó a sonar. Miró la pantalla: número oculto. Estuvo a punto de rechazar la llamada, odiaba los números ocultos. Generalmente detrás de ellos había una operadora de acento extranjero que pretendía vender algo completamente innecesario. Sin embargo, tal vez por el aviso del correo electrónico, pulsó el botón de recibir la llamada.
—¿Diga? —no pudo evitar adoptar un tono de fastidio.
—Señorita Clavijo —una voz grave de hombre mayor se oyó al otro lado—. Le ruego que escuche atentamente…
Sandra se extrañó de aquella frase…
le ruego
…, le recordaba a la forma de hablar de Ariosto. La voz poseía un leve acento… ¿argentino?…, no, le faltaba verborrea, más bien italiano…, sí, decididamente italiano.
—Espero que no sea una broma, no tengo mi mejor tarde.
—Tal vez sea porque no ha comido bien —respondió su interlocutor—. Un bocadillo de jamón no es suficiente para trabajar todo el día…
Una alarma se disparó en la cabeza de Sandra…, efectivamente, su almuerzo había consistido en un bocadillo de jamón serrano, de los que hacían en el bar de abajo, y muy bien, por cierto. La voz prosiguió.
—O tal vez fuera porque llegó demasiado pronto al supermercado y tuvo que esperar diez minutos a que abrieran. Ni siquiera la lectura de la prensa rival haciendo tiempo logró quitarle ese mal humor…
—¿Quién es usted? —Sandra sintió una mezcla de miedo e indignación. Alguien la había estado siguiendo aquella mañana—. Voy a llamar a la policía.
—No pierda el tiempo con la policía. Esta llamada no puede ser localizada, se lo puedo asegurar. Escuche, no pretendo otra cosa que captar su atención. —El hombre dejó pasar un segundo, Sandra se dio cuenta de que había logrado captar toda, pero toda su atención—. Esta noche va a ocurrir un acontecimiento mediático sin precedentes en la isla. Algo que dará que hablar durante generaciones, y quiero que usted sea mi enlace con los medios de comunicación. A la dos en punto de la madrugada, abra su correo electrónico.
—¡Un momento! —respondió Sandra, alzando la voz—, no pienso seguirle el juego a alguien que no conozco y que anda con tanto secretismo. Si me niego a hacer lo que dice… ¿Qué va a hacer? ¿Va a continuar siguiéndome?, le advierto que tengo amistades en la policía.
—No se preocupe por su integridad —la voz mantenía un tono neutro, sin sobresaltos, como si ya esperase esa salida de Sandra—, no está en peligro. Si no accede a mi petición, utilizaré a Fabio Méndez, el cronista del
Heraldo tinerfeño
, su periódico rival…
—Olvídese de Fabio Méndez —Sandra no podía soportar a ese petulante engreído que escribía fatal—. Dígame al menos con quién hablo.
—Mi nombre es irrelevante. No aportaría nada salvo confusión. —El hombre hizo una leve pausa—. No se olvide, a las dos en punto.
La comunicación se cortó. Sandra permaneció durante unos segundos con el móvil en la mano. Notó que el pulso le temblaba. Hacía tiempo que una llamada no le producía tanto desasosiego. Aquello le daba mala espina. Muy, pero que muy mala espina.
La Laguna, Viernes. 21:30 horas.
La temperatura había descendido bruscamente desde que el sol decidió dar un salto detrás de la Mesa Mota, la meseta que vigilaba, impertérrita, la vega lagunera. La Laguna, situada a 600 metros sobre el nivel mar —justo a la altura de las nubes que los vientos alisios empujaban desde el Océano—, poseía un clima, frío y húmedo, muy diferente del que se disfrutaba en las costas de la isla, mucho más cálido.
Las sombras vencieron a la claridad hasta que llegaron a rescatarla las farolas de la ciudad, que se encendieron de golpe, como por sorpresa, iluminando el automóvil del Inspector Galán cuando se adentraba en el centro de La Laguna, a la altura del comienzo de la calle de San Juan.
—Entonces… ¿A qué tasca de la zona de La Concepción vamos? —preguntó el policía a su compañera de viaje, la arqueóloga Marta Herrero. Era una profesora universitaria conocida por su trabajo de recuperación de vestigios indígenas guanches, el pueblo que habitaba las Islas antes de la llegada de los europeos, en el siglo XV. Alta, más de un metro setenta, poseía unos ojos verdes que captaban las miradas de sus contertulios, desviando la atención de su media melena castaña y una silueta de saltadora de pértiga.
—Vamos al
Jardín del Hada
, en la calle Capitán Brotons, y luego daremos un paseo por la Carrera o San Agustín. —Respondió Marta mirando a Galán, su pareja. Un policía atípico, titular de un par de carreras universitarias, exhibía con discreción un físico de decatleta a pesar de haber llegado a la cuarentena. Como había comprobado recientemente, era un hombre valiente hasta la temeridad, y además, de una conversación muy animada, algo que ella valoraba especialmente.
Galán asintió, las tapas de aquel local eran estupendas. Además, no era mala perspectiva caminar un poco después de cenar. Tal vez cayera alguna copita. Sólo una, había que conducir. La reciente peatonalización de las viejas calles del centro brindaba unos insospechados paseos para los inicialmente escépticos ciudadanos laguneros y los cada vez más desconsolados habitantes de Santa Cruz. Se había convertido en casi un deporte deambular por las tres calles más importantes del casco histórico, Herradores, La Carrera y San Agustín, rebotando en sus iglesias, palacios y casas señoriales. Edificios que regalaban sin recato un intenso sabor a Historia a quienes caminaban a su vera. La Laguna, una ciudad en la que otrora sus moradores hacían vida dentro de las casas, se había convertido en pocos años en un carrusel de movimiento en la calle. Hasta se habían multiplicado las terrazas de bares y cafeterías, cuyos ocupantes —y no sólo los fumadores— vencían obstinadamente cada día al frío y a la humedad marca de la casa.
El
Mitsubishi Montero
de quince años de Galán —se negaba a cambiarlo por otro—, pasó por delante de la Catedral y sus ocupantes observaron como ese mismo día había desaparecido la triste valla que durante años —¿o milenios?— había privado a los laguneros de acercarse a los muros de su templo mayor, abusando del espacio público y de la paciencia de sus usuarios. A la altura de la casa Ossuna escucharon el frenazo brusco de un automóvil tres vehículos más adelante, y como una consecuencia irremediablemente natural, el golpe sordo de metal contra algo más blando, que Marta y Galán adivinaron al instante qué podía ser. Los automóviles que antecedían al de Galán lograron frenar sin alcanzarse y sus conductores comenzaron a bajar de los coches.
—Espera aquí, Marta —dijo el policía—, voy a ver qué ha pasado.
Marta lo miró por encima del hombro.
¿Pensaba realmente que iba a quedarse quieta en el coche?
Se apeó casi al mismo tiempo que él y se dirigió al lugar del accidente, justo enfrente de la entrada del
Tocuyo
, una de las tascas más populares de la ciudad. Alrededor de un remolino de personas se encontraba un joven sentado en el suelo, agarrándose la rodilla, con vivas muestras de no estar pasando un buen rato. No era grave, advirtió Galán de inmediato. No obstante, Marta ya estaba llamando al número de emergencias solicitando una ambulancia.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó el policía al muchacho.
—Ese coche —indicó a un automóvil detenido unos metros más adelante con las luces encendidas—, iba demasiado deprisa y me golpeó con la defensa.
—¿Dónde está el conductor?
—Se las ha pirado corriendo —respondió uno de los compañeros del accidentado—. Sí, sí, ha salido del coche como alma que lleva el diablo, y eso que tampoco era para tanto.
Galán miró extrañado el automóvil abandonado. No era un comportamiento normal el del conductor, darse a la fuga por una nimiedad como aquella. Se acercó por detrás al vehículo. Un
SEAT Altea XL
negro, un coche relativamente grande. La pegatina de la luna trasera indicaba que se trataba de un coche de alquiler. La puerta del conductor estaba abierta y por ella se asomó. Al menos el motor estaba apagado, pero no vio ningún objeto personal en los asientos. Abrió la guantera y extrajo el sobre de la documentación que facilitaban las empresas de alquiler de coches. Buscó y encontró el contrato de alquiler. Tomasso Ranieri, italiano, vecino de Milán. Todo parecía en orden, pero algo no le cuadraba. Sacó el móvil de su bolsillo y marcó el número de la Comisaría. Aquella noche estaba de guardia Valido, y seguro que le agradecería que le interrumpiera en el decimocuarto
sudoku
.