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Authors: Nassim Nicholas Taleb

El cisne negro (13 page)

BOOK: El cisne negro
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Por ejemplo, cuando a los niños se les muestra el dibujo de un solo miembro de un grupo y se les pide que adivinen las propiedades de los miembros que no se ven, son capaces de seleccionar qué atributos deben generalizar. Mostremos a un niño la fotografía de una persona obesa, digámosle que pertenece a una tribu, y pidámosle que describa al resto de la población: lo más probable es que no salte sin más a la conclusión de que todos los miembros de esa tribu son obesos. Pero reaccionará de diferente forma en las generalizaciones que afecten al color de la piel Si le mostramos a personas de color oscuro y le pedimos que describa al resto de la tribu, dará por supuesto que también los demás tienen la piel oscura.

Así pues, parece que estamos dotados de unos instintos inductivos específicos y refinados que nos orientan. En contra de la opinión del gran David Hume, y de la que ha sido la tradición empirista inglesa, según los cuales la creencia surge de la costumbre, pues suponían que aprendemos las generalizaciones únicamente a partir de la experiencia y las observaciones empíricas, diversos estudios sobre la conducta infantil han demostrado que llegamos al mundo equipados con una maquinaria mental que hace que generalicemos selectivamente a partir de la experiencia (es decir, que adquiramos el aprendizaje inductivo en algunos ámbitos, pero sigamos siendo escépticos en otros). Ahora bien, no aprendemos de digamos unos mil días, sino que, gracias a la evolución, nos beneficiamos del aprendizaje de nuestros ancestros, que dieron con los secretos de nuestra biología.

Regreso a Mediocristán

Yes posible que de nuestros ancestros hayamos aprendido cosas equivocadas. Pienso en la probabilidad de que heredáramos los instintos adecuados para sobrevivir en la región de los Grandes Lagos de África oriental, de donde supuestamente procedemos; pero es indiscutible que estos instintos no están bien adaptados al entorno actual, posterior al alfabeto, intensamente informativo y estadísticamente complejo.

No hay duda de que nuestro entorno es un poco más complejo de lo que nosotros (y nuestras instituciones) percibimos. En el mundo moderno, siendo como es Extremistán, dominan los sucesos raros, muy raros. Se puede producir un Cisne Negro después de miles y miles de blancos, de modo que tenemos que retener tal juicio mucho más tiempo de lo que solemos hacer. Como decía en el capítulo 3, es imposible —biológicamente imposible— encontrarse con un ser humano que mida varios cientos de kilómetros de alto, así que nuestras intuiciones descartan estos sucesos. Pero las ventas de un libro o la magnitud de los sucesos sociales no siguen este tipo de restricciones. Cuesta mucho más de mil días aceptar que un escritor carece de talento, que no se producirá un crac en la Bolsa, que no estallará una guerra, que un proyecto no tiene futuro, que un país es «nuestro aliado», que una empresa no entrará en bancarrota, que el analista de seguridad de una agencia de Bolsa no es un charlatán, o que un vecino no nos atacará. En el lejano pasado, los seres humanos podían hacer inferencias con mucha mayor precisión y rapidez.

Además, hoy día las fuentes de los Cisnes Negros se han multiplicado más de lo que se puede medir.
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 En el entorno primitivo estaban limitadas al descubrimiento de nuevos animales salvajes, nuevos enemigos y cambios climáticos bruscos. Tales sucesos se repetían con la suficiente frecuencia como para que hayamos desarrollado un miedo innato a ellos. Este instinto de hacer inferencias de forma rápida, y de «tunelar» (es decir, de centrarse en un reducido número de fuentes de incertidumbre o de causas de Cisnes Negros conocidos) lo seguimos llevando como algo que nos es consustancial. Dicho de otro modo, este instinto es lo que nos pone en aprietos.

LA FALACIA NARRATIVA
De las causas de mi rechazo a las causas

En el otoño de 2004 asistí a una conferencia sobre estética y ciencia que se celebraba en Roma, quizás el mejor lugar para una reunión de ese tipo, ya que la estética se halla por doquier, hasta en la conducta y en el tono de voz que uno adopta. Durante el almuerzo, un notable profesor de una universidad del sur de Italia me saludó con mucho entusiasmo. Aquella misma mañana había estado yo escuchando su apasionada ponencia; era tan carismatico, tan convincente y estaba tan convencido que, aunque no conseguí entender gran cosa de lo que dijo, me daba cuenta de que coincidía con él en todo. Sólo podía entender alguna que otra frase, pues mi conocimiento del italiano funcionaba mejor en los cócteles que en los eventos intelectuales y académicos. En un determinado momento de su exposición, se puso rojo de ira, lo cual me convenció (y convenció al público) de que sin duda tenía razón.

Me acosó durante todo el almuerzo para felicitarme por demostrar los efectos de esos vínculos causales que son más frecuentes en la mente humana que en la realidad. La conversación se animó tanto que no nos separábamos de la mesa del bufé, obstaculizando a los otros delegados que querían acercarse a la comida. Él hablaba un francés con mucho acento (gesticulando), y yo contestaba en italiano primitivo (gesticulando), y estábamos tan enfrascados que los otros invitados temían interrumpir una conversación de tanta importancia y tan animada. Él insistía en valorar mi anterior libro sobre lo aleatorio, una especie de enfurecida reacción del operador de Bolsa contra la ceguera en la vida y en las Bolsas, que en Italia se había publicado con el musical título de Giocati dal caso. Tuve la suerte de tener un traductor que sabía del tema casi más que yo, y el libro encontró cierta acogida entre los intelectuales italianos. «Soy un gran entusiasta de sus ideas, pero me siento desairado. En realidad también son mías, y usted ha escrito el libro que yo (casi) tenía planeado escribir», me dijo el profesor. «Es usted afortunado; ha expuesto de forma muy exhaustiva el efecto del azar en la sociedad y la excesiva valoración de la causa y el efecto. Demuestra usted cuan estúpidos somos al tratar de explicar sistemáticamente las destrezas.»

Se detuvo y, luego, en un tono más tranquilo, añadió: «Pero, mon cher ami, permítame que le diga quelque cbose [hablaba muy despacio, con el dedo gordo golpeando los dedos índice y medio]: de haber crecido usted en una sociedad protestante, donde se predica que el esfuerzo va unido a la recompensa, y se subraya la responsabilidad individual, nunca habría visto el mundo de ese modo. Usted supo ver la suerte y separar las causas y el efecto gracias a su herencia ortodoxa del Mediterráneo oriental». Empleaba el francés a cause. Y era tan convincente que, durante un minuto, acepté su interpretación.

Nos gustan las historias, nos gusta resumir y nos gusta simplificar, es decir, reducir la dimensión de las cosas. El primero de los problemas de la naturaleza humana que analizamos en este apartado, el que acabo de ilustrar más arriba, es lo que denomino la falacia narrativa. (En realidad, es un fraude pero, para ser más educado, lo llamaré falacia.) Tal falacia se asocia con nuestra vulnerabilidad a la interpretación exagerada y nuestra predilección por las historias compactas sobre las verdades desnudas, lo cual distorsiona gravemente nuestra representación mental del mundo; y es particularmente grave cuando se trata del suceso raro.

Observemos que mi atento colega italiano compartía mi militancia contra la interpretación exagerada y contra la sobreestimación de la causa, pero era incapaz de ver mi obra y a mí mismo sin una razón, una causa, unidos a ambas, como algo distinto de una parte de una historia. Tenía que inventar una causa. Además, no era consciente de haber caído en la trampa de la causalidad, y yo tampoco lo fui de forma inmediata.

La falacia narrativa se dirige a nuestra escasa capacidad de fijarnos en secuencias de hechos sin tejer una explicación o, lo que es igual, sin forzar un vínculo lógico, uní flecha de relación sobre ellos. Las explicaciones atan los hechos. Hacen que se puedan recordar mucho mejor; ayudan a que tengan más sentido. Donde esta propensión puede errar es cuando aumenta nuestra impresión de comprender.

Este capítulo, como el anterior, se ocupará de un único problema, pero que al parecer se plantea en diferentes disciplinas. El problema de la narratividad, aunque ha sido estudiado exhaustivamente por los psicólogos en una de sus versiones, no es tan «psicológico»: algo referente a la forma en que están diseñadas las disciplinas oculta la cuestión de que es más bien un problema de información. La narratividad nace de una necesidad biológica innata conforme a la cual tendemos a reducir la dimensionalidad; pero los robots también tenderían a adoptar ese proceso de reducción. La información quiere ser reducida.

Para ayudar al lector a situarse, observe que al estudiar el problema de la inducción en el capítulo anterior, examinábamos qué se podía inferir a partir de lo no visto, lo que queda fuera de nuestro conjunto de informaciones. Aquí nos fijamos en lo visto, en aquello que se encuentra dentro del conjunto de información, y examinamos las distorsiones que se producen en el acto de procesaría. Hay mucho que decir sobre el tema, pero el ángulo desde el que lo abordo se refiere a la simplificación que la narratividad hace del mundo que nos rodea y de sus efectos sobre nuestra percepción del Cisne Negro y la incertidumbre disparatada.

Partir el cerebro en dos

Husmear entre la antilógica es una actividad excitante. Durante unos meses. uno experimenta la estimulante sensación de que acaba de entrar en un mundo nuevo. Después, la novedad se desvanece, y el pensamiento regresa a sus asuntos habituales. El mundo vuelve a ser aburrido, hasta que se encuentra otro tema con el que apasionarse (o se consigue colocar a otro personaje en un estado de ira total).

Una de estas antilógicas me llegó con el descubrimiento —gracias a la literatura sobre la cognición— de que, contrariamente a lo que todo el mundo cree, no teorizar es un acto, y que teorizar puede corresponder a la ausencia de actividad deseada, la opción «por defecto». Se necesita un esfuerzo considerable para ver los hechos (y recordarlos) al tiempo que se suspende el juicio y se huye de las explicaciones. Y este trastorno teorizador raramente está bajo nuestro control: es en gran medida anatómico, parte de nuestra biología, de manera que luchar contra él supone luchar contra uno mismo. Por eso los preceptos de los antiguos escépticos acerca de la suspensión del juicio van contra nuestra naturaleza. Hablar es barato, un problema de la filosofía del consejo que veremos en el capítulo 13.

Si intentamos ser auténticos escépticos respecto a nuestras interpretaciones nos sentiremos agotados enseguida. Nos sentiremos también humillados por oponernos a teorizar. (Existen trucos para alcanzar el auténtico escepticismo; pero hay que entrar por la puerta trasera, en vez de emprender a solas un ataque frontal.) Incluso desde una perspectiva anatómica, a nuestro cerebro le resulta imposible ver nada en estado puro sin alguna forma de interpretación. Hasta es posible que no siempre seamos conscientes de ello.

La racionalización post hoc. En un experimento, varios psicólogos pedían a un grupo de mujeres que escogieran, de entre doce pares de calcetines de nailon, los que más les gustaran. Después les preguntaban las razones de su elección. La textura, el tacto y el color destacaban entre las razones aducidas. De hecho, todos los pares de calcetines eran idénticos. Las mujeres daban explicaciones actualizadas post hoc. ¿Indica esto que sabemos explicar mejor que comprender? Veamos.

Se ha realizado una serie de famosos experimentos en pacientes de cerebro escindido, los cuales nos muestran pruebas físicas —es decir, biológicas— convincentes del aspecto automático del acto de la interpretación. Parece que hay en nosotros un órgano que se encarga de dar sentido, aunque tal vez no sea fácil centrarse en él con precisión. Veamos cómo se detecta.

Los pacientes de cerebro escindido no tienen conexión entre los lados izquierdo y derecho de su cerebro, lo cual impide que los dos hemisferios cerebrales compartan la información. Estos pacientes son para los investigadores unas joyas raras y de valor incalculable. Son literalmente dos personas distintas, y podemos comunicarnos con cada una de ellas por separado: las diferencias entre los dos individuos nos dan alguna indicación sobre la especialización de los hemisferios cerebrales. Esta partición suele ser resultado de una intervención quirúrgica para remediar trastornos mayores, como la epilepsia grave; no, a los científicos de los países occidentales (y de la mayor parte de los orientales) ya no se les permite cortar el cerebro por la mitad, aunque pretendan aumentar los conocimientos y la sabiduría.

Supongamos ahora que inducimos a una de estas personas a realizar un acto —levantar el dedo, reír o coger una pala— con el fin de asegurarnos de cómo adscribe una razón a su acto (cuando de hecho sabemos que no existe más razón que el hecho de que lo hayamos inducido). Si pedimos al hemisferio derecho, aquí aislado del lado izquierdo, que realice una acción, y luego pedimos una explicación al otro hemisferio, el paciente ofrecerá invariablemente alguna interpretación: «Señalaba al techo para...», «Vi algo interesante en la pared», o, si se pregunta a este autor, ofreceré mi habitual «porque procedo del pueblo ortodoxo griego de Amioun, al norte de Líbano», etc.

Ahora bien, si hacemos lo contrario, es decir, si ordenamos al hemisferio izquierdo aislado de una persona diestra que realice un acto y pedimos al hemisferio derecho que nos dé las razones, se nos responderá sencillamente: «No lo sé». Señalemos que el hemisferio izquierdo es donde generalmente residen el lenguaje y la deducción. Advierto al lector ávido de «ciencia» contra los intentos de construir un mapa neural: todo lo que intento demostrar es la base biológica de esta tendencia hacia la causalidad, no su ubicación exacta. Tenemos razones para sospechar de las distinciones entre «cerebro derecho/cerebro izquierdo» y las consiguientes generalizaciones de la ciencia popular sobre la personalidad. En efecto, es posible que la idea de que el cerebro izquierdo controla el lenguaje no sea tan precisa: parece más exacto suponer que el cerebro izquierdo es donde reside el reconocimiento de patrones, y que sólo puede controlar el lenguaje en la medida en que éste tenga un atributo de reconocimiento de patrones. Otra de las diferencias entre ambos hemisferios es que el derecho se ocupa de la novedad. Tiende a ver las series de hechos (lo particular, o los árboles), mientras que el izquierdo percibe los patrones, la figura (lo general, o el bosque).

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