Authors: Nassim Nicholas Taleb
La filósofa Edna Ullmann-Margalit detectó una incoherencia en este libro, y me pidió que justificara el uso de la exacta metáfora del Cisne Negro para describir lo desconocido, lo abstracto y lo incierto impreciso: cuervos blancos, elefantes de color rosa o vaporosos habitantes de un planeta remoto que órbita alrededor de Tau Ceti. Admito que me cogió con las manos en la masa. Efectivamente, hay una contradicción; este libro es una historia, y prefiero usar historias y viñetas para ilustrar nuestra credibilidad sobre las historias y nuestra preferencia por la peligrosa compresión de las narraciones.
Para desplazar una historia se necesita otra historia. Las metáforas y las historias tienen muchísima más fuerza (lamentablemente) que las ideas; también son más fáciles de recordar y más divertidas de leer. Si tengo que ir tras lo que yo denomino las disciplinas narrativas, mi mejor herramienta es la narración.
Las ideas van y vienen; las historias permanecen.
El complejo asunto de este libro no es simplemente la curva de campana, ni el estadístico que se engaña a sí mismo, ni tampoco el erudito platonificado que necesita las teorías para autoengañarse. Es el impulso a «centrarse» en lo que tiene sentido para nosotros. Vivir en nuestro planeta, hoy día, requiere muchísima más imaginación de la que nos permite nuestra propia constitución. Carecemos de imaginación y la reprimimos en los demás.
Observe el lector que en este libro no me baso en el horroroso método de reunir «pruebas corroborativas» selectivas. Por razones que explico en el capítulo 5, a esta sobrecarga de ejemplos la llamo empirismo ingenuo: las sucesiones de anécdotas seleccionadas para que se ajusten a una historia no instituyen una prueba. Cualquiera que busque la confirmación enconará la suficiente para engañarse a sí mismo, y sin duda a sus iguales.
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La idea del Cisne Negro se basa en la estructura de lo aleatorio en la realidad empírica.
En resumen: en este ensayo (personal), yergo la cabeza y proclamo, en contra de muchos de nuestros hábitos de pensamiento, que nuestro mundo está dominado por lo extremo, lo desconocido y lo muy improbable (improbable según nuestros conocimientos actuales), y aun así empleamos el tiempo en dedicarnos a hablar de menudencias, centrándonos en lo conocido y en lo repetido. Esto implica la necesidad de usar el suceso extremo como punto de partida, y no tratarlo como una excepción que haya que ocultar bajo la alfombra. También proclamo con mayor osadía (y mayor fastidio) que, a pesar de nuestro progreso y crecimiento, el futuro será progresivamente menos predecible, mientras parece que tanto la naturaleza humana como la «ciencia» social conspiran para ocultarnos tal idea.
La secuencia de este libro sigue una lógica simple: va desde lo que se puede etiquetar como puramente literario (en el tema y en el trato) a lo que se puede considerar enteramente científico (en el tema, aunque no en el trato). En la primera parte y el principio de la segunda aparecerá sobre todo la psicología; en el resto de la segunda parte y en la tercera nos ocuparemos principalmente de los negocios y de la ciencia natural. La primera parte, «La antibiblioteca de Umberto Eco», se ocupa en especial de cómo percibimos los sucesos históricos y actuales, y de qué distorsiones aparecen en esa percepción. La segunda parte, «Simplemente no podemos predecir», trata de los errores que cometemos al ocuparnos del futuro y de las limitaciones inadvertidas de algunas «ciencias», y de qué podemos hacer al respecto. La tercera parte, «Aquellos cisnes grises de Extremistán», profundiza en el tema de los sucesos extremos, explica cómo se genera la curva de campana (ese gran fraude intelectual) y revisa las ideas de las ciencias naturales y sociales vagamente agrupadas con la etiqueta de «complejidad». La cuarta parte, «Fin», será muy breve.
Al escribir este libro disfruté mucho más de lo que había esperado —en realidad se escribió solo— y confío en que el lector tenga la misma experiencia al leerlo. Confieso que me enganché a esta incursión en las ideas puras después de las limitaciones que me impuso una vida activa y dedicada a los negocios. Cuando se haya publicado este libro, mi objetivo es alejarme del ajetreo de las actividades públicas para poder pensar con toda tranquilidad sobre mi idea científico-filosófica.
El escritor Umberto Eco pertenece a esa reducida clase de eruditos que son enciclopédicos, perspicaces y amenos. Posee una extensa biblioteca personal (con más de treinta mil libros), y divide a los visitantes en dos categorías: aquellos que reaccionan con un «¡Oh! Signore professore dottore Eco, ¡vaya biblioteca tiene usted! ¿Cuántos libros de éstos ha leído?», y los demás —una minoría muy reducida—, que saben que una biblioteca privada no es un apéndice para estimular el ego, sino una herramienta para la investigación. Los libros leídos tienen mucho menos valor que los no leídos. Nuestra biblioteca debería contener tanto de lo que no sabemos como nuestros medios económicos, la hipoteca y el actual mercado activo, competitivo y con escasa variación de precios de la propiedad inmobiliaria nos permitieran colocar. Acumularemos más conocimientos y más libros a medida que nos hagamos mayores, y el número creciente de libros no leídos sobre los estantes nos mirará con gesto amenazador. En efecto, cuanto más sabemos, más largas son las hileras de libros no leídos. A esta serie de libros no leídos la vamos a llamar antibiblioteca.
Tendemos a tratar nuestros conocimientos como una propiedad personal que se debe proteger y defender. Es un adorno que nos permite ascender en la jerarquía social. De modo que esta tendencia a herir la sensibilidad de la biblioteca de Eco al centrarse en lo conocido es un sesgo humano que se extiende a nuestras operaciones mentales. Las personas no van por ahí con anticurrículum vítae en que se nos cuente lo que no han estudiado ni experimentado (una tarea que corresponde a sus competidores), pero sería bonito que lo hicieran. Del mismo modo que necesitamos darle la vuelta a la lógica de la biblioteca, nos ocuparemos de dársela al propio conocimiento. Observemos que el Cisne Negro procede de nuestra falsa comprensión de la probabilidad de las sorpresas, de esos libros no leídos, porque nos tomamos un poco demasiado en serio lo que sabemos.
En los capítulos de este apartado abordaremos la cuestión de cómo Los seres humanos nos ocupamos del conocimiento, y de nuestra preferencia por lo anecdótico sobre lo empírico. El capítulo 1 expone al Cisne Negro asentado en la historia de mi propia obsesión. Haré una distinción fundamental entre dos variedades de lo aleatorio en el capítulo 3. A continuación, en el capítulo 4, volveré brevemente al problema del Cisne Negro en su forma original: cómo tendemos a generalizar a partir de lo que vemos. Luego expongo tres facetas del mismo problema del Cisne Negro: a) el error de la confirmación, o de cómo tendemos a desdeñar sin motivo la parte virgen de la biblioteca (la costumbre de fijarnos en lo que confirma nuestros conocimientos, no nuestra ignorancia), en el capítulo 5; b) la falacia narrativa, o de cómo nos engañamos con historias y anécdotas (capítulo 6); c) de cómo los sentimientos se entrometen en nuestras inferencias (capítulo 7); y d) el problema de las pruebas silenciosas, o los trucos que la historia emplea para ocultarnos los Cisnes Negros (capítulo 8). El capítulo 9 se ocupa de la letal falacia de construir el conocimiento a partir del mundo de los juegos.
Este libro no es una autobiografía, de modo que me voy a saltar las escenas de guerra. En realidad, aun en el caso de que fuese una autobiografía, me saltaría igualmente esas escenas. No puedo competir con las películas de acción ni con las memorias de aventureros más consumados que yo, así que me voy a ceñir a mis especialidades: la oportunidad y la incertidumbre.
Durante más de un milenio, la costa mediterránea oriental llamada Syria Libanensis, o Monte Líbano, supo albergar al menos una docena de sectas, etnias y creencias diferentes (fue algo parecido a la magia). Aquel territorio se parecía más a las principales ciudades del Mediterráneo oriental (llamado Levante) que a otras partes del interior de Oriente Próximo (era más fácil moverse en barco que por tierra, atravesando el montañoso terreno). Las ciudades levantinas eran mercantiles por naturaleza; las personas negociaban entre ellas de acuerdo con un protocolo claro, preservando así una paz que alentaba el comercio, y la socialización entre las comunidades era notable. Esos mil años de paz sólo fueron interrumpidos por alguna pequeña fricción ocasional acaecida dentro de las comunidades musulmana y cristiana, raramente entre musulmanes y cristianos. Las ciudades eran mercantiles y ante todo helenistas; en cambio en las montañas se habían asentado múltiples minorías religiosas que decían haber huido tanto de la ortodoxia bizantina como de la musulmana. Un territorio montañoso es el refugio ideal para quienes se salen de lo común, con la salvedad de que el enemigo es el otro refugiado que compite por el mismo tipo de escarpada propiedad inmobiliaria. El mosaico de culturas y religiones de la zona se consideraba un ejemplo de coexistencia: cristianos de todas las variedades (maronitas, armenios, ortodoxos bizantinos greco-sirios, incluso católicos bizantinos, además de los pocos católicos romanos que habían dejado las Cruzadas), musulmanes (chiitas y sunitas), drusos y algunos judíos. Se daba por supuesto que allí la gente aprendía a ser tolerante; recuerdo que en la escuela nos enseñaban que nosotros éramos mucho más civilizados y sabios que las comunidades de los Balcanes, cuyos habitantes no sólo no se bañaban, sino que eran presa de luchas facciosas. Parecía que estábamos en una situación de equilibrio estable, debido a una tendencia histórica hacia la mejora y la tolerancia. Los términos equilibrio y calma eran de uso habitual.
Las dos ramas de mi familia procedían de la comunidad greco-siria, el último asentamiento bizantino del norte de Siria, que incluía lo que hoy se llama Líbano. Tengamos en cuenta que los bizantinos se referían a sí mismos como «romanos», roumi (plural roum) en las lenguas locales. Somos originarios de la zona de olivares que se extiende a los pies del Monte Líbano (perseguíamos a los cristianos maronitas por las montañas en la famosa batalla de Amioun, el pueblo de mis ancestros). Desde la invasión árabe del siglo vil, habíamos vivido en paz mercantil con los musulmanes, aunque sufrimos algún ataque esporádico por parte de los cristianos maronitas libaneses asentados en las montañas. Gracias a cierto acuerdo (literalmente) bizantino entre los gobernantes árabes y los emperadores bizantinos, nos las arreglamos para pagar impuestos a ambas partes y contar con la protección de una y otra. Así conseguimos vivir en paz durante más de mil años prácticamente sin sufrir baños de sangre: nuestro último problema grave fueron los alborotadores cruzados finales, no los árabes musulmanes. Los árabes, quienes parecían estar interesados sólo en la guerra (y la poesía) y, después, los turcos otomanos, a quienes parecía que únicamente les interesaba la guerra (y el placer), nos legaron el poco interesante objetivo del comercio y el menos peligroso de la erudición (como la traducción de textos arameos y griegos).
Fuera como fuese, el país llamado Líbano, al que de repente nos vimos incorporados tras la caída del Imperio otomano a principios del siglo xx, parecía un paraíso estable; además, estaba configurado de forma que fuera predominantemente cristiano. De repente a la gente les lavaron el cerebro para que creyeran en el Estado-nación como una entidad.
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Los cristianos se convencieron a sí mismos de que estaban en el origen y el centro de lo que en sentido amplio se llama cultura occidental, aunque con una ventana hacia Oriente. En un caso clásico de pensamiento estático, nadie tuvo en cuenta las diferenciales en la tasa de natalidad entre las comunidades, y se dio por supuesto que aquella pequeña minoría cristiana sería permanente. A los levantinos se les había concedido la ciudadanía romana, lo cual permitió a un sirio como san Pablo viajar libremente por el mundo antiguo. La gente se sentía unida a todo aquello a lo que merecía la pena estar unido; el lugar estaba exageradamente abierto al mundo, tenía un modo de vida muy sofisticado, una economía próspera y un clima semejante al de California, con unas montañas cubiertas de nieve que se levantaban sobre el Mediterráneo. Esa tierra atrajo a una serie de espías (tanto soviéticos como occidentales), prostitutas (rubias), escritores, poetas, traficantes de drogas, aventureros, jugadores empedernidos, tenistas, esquiadores y comerciantes; profesiones todas ellas que se complementan mutuamente. Mucha gente se comportaba como si estuviera en una película de James Bond, o en los tiempos en que los playboys fumaban, bebían y, en vez de acudir al gimnasio, cultivaban sus relaciones con los buenos sastres.
Allí estaba el principal atributo del paraíso: se decía que los taxistas eran educados (aunque, por lo que yo recuerdo, conmigo no lo fueran). Es verdad que, visto con la sabiduría que da la experiencia, aquel territorio parecía, en el recuerdo de las personas, más elíseo de lo que realmente era.
Yo era demasiado joven para degustar los placeres de aquel lugar, pues me convertí en un idealista rebelde y, muy pronto, desarrollé un gusto ascético, contrario a las ostentaciones que demostraban riqueza, alérgico a la evidente persecución del lujo de la cultura levantina y a su obsesión por todo lo monetario.
Ya de adolescente, estaba ansioso por mudarme a una metrópoli donde pulularan menos tipos al estilo james Bond. Pero recuerdo algo que se tenía por especial en el ámbito intelectual. Asistí al liceo francés, que tenía una de las tasas de éxito más elevadas en la obtención del baccalauréat francés (el título de educación secundaria postobligatoria), incluso en la asignatura de Francés. Allí se hablaba el francés con bastante corrección; como en la Rusia prerrevolucionaria, la clase patricia cristiana y judía (desde Estambul a Alejandría) hablaba y escribía en francés formal como signo de distinción lingüística. A los más privilegiados se les mandaba a estudiar a Francia, como ocurrió con mis dos abuelos: mi homónimo paterno en 1912, y el padre de mi madre en 1929. Doscientos años antes, por el mismo instinto de distinción lingüística, los esnobs patricios levantinos escribían en griego, y no en el arameo propio del lugar. (El Nuevo Testamento fue escrito en el mal griego que hablaban los patricios de nuestra capital, Antioquia, lo que llevó a Nietzsche a clamar: «Dios hablaba un mal griego».) Y, con el declive del helenismo, recurrieron al árabe. Así pues, además de considerarlo un «paraíso», del lugar se decía también que era un milagroso cruce de caminos de las que con mucha superficialidad se denominan culturas «oriental» y «occidental».