—Mejor, mejor, gracias, doctor Holmes. Me temo que no me encontraba lo suficientemente bien para asistir al funeral del juez Healey.
A George Washington Greene solían referirse los demás como «el viejo», pero en realidad tenía sesenta años, cuatro más que Holmes y dos más que Longfellow. Las enfermedades crónicas habían envejecido varias décadas al ministro unitarista retirado e historiador. Pero todas las semanas viajaba en ferrocarril desde East Greenwich, Rhode Island, con tanto entusiasmo por las veladas de los miércoles en la casa Craigie como por los sermones que pronunciaba allá donde era invitado o por las historias de la guerra revolucionaria que su propio nombre le había impulsado a reunir.
—Longfellow, ¿acudió usted?
—Me temo que no, señor Greene —respondió Longfellow, el cual no había estado en el cementerio del monte Auburn desde antes del funeral de Fanny Longfellow, ceremonia en cuyo transcurso permaneció confinado en su cama—. Pero imagino que estuvo muy concurrido.
—Oh, sí, mucho, Longfellow —dijo Holmes juntando los dedos sobre el pecho, pensativo—. Un hermoso y adecuado tributo.
—Demasiado concurrido, tal vez —intervino Lowell, entrando, procedente de la biblioteca, con un montón de libros e ignorando el hecho de que Holmes ya había contestado a la pregunta.
—El viejo Healey se conocía bien a sí mismo —señaló Holmes con suavidad—. Sabía que su lugar era el palacio de justicia, no la bárbara arena de la política.
—¡Wendell! Usted no puede decir eso —replicó Lowell con tono autoritario.
—Lowell —le advirtió Fields, clavando en él la mirada.
—Y pensar que nos convertimos en cazadores de esclavos… —Lowell se apartó de Holmes sólo un segundo. Lowell era primo en sexto o séptimo grado de los Healey, porque los Lowell eran primos en sexto o séptimo grado, al menos, de las mejores familias de brahmanes, y esto sólo incrementaba su insistencia—. ¿Se hubiera usted comportado tan cobardemente como Healey, Wendell? De haber podido usted decidir, ¿habría mandado a aquel chico, Sims, de vuelta a su plantación cargado de cadenas? Dígamelo, dígame sólo eso, Holmes.
—Debemos respetar la pérdida que ha sufrido la familia —dijo tranquilamente Holmes, dirigiendo su comentario principalmente al medio sordo señor Greene, que asentía con gesto cortés.
Longfellow se excusó cuando sonó una campanilla en el piso de arriba. Podía haber profesores o reverendos, senadores o reyes entre sus huéspedes, pero ante aquella señal Longfellow se ausentaría para escuchar las oraciones de Alice, Edith y Annie Allegra antes de acostarse.
Cuando regresó, Fields había reconducido hábilmente la conversación a asuntos más ligeros, de modo que el poeta se integró en una ronda de carcajadas motivadas por una anécdota narrada al alimón por Holmes y Lowell. El anfitrión dirigió una mirada a su reloj de caoba Aaron Willard, una antigua pieza por la que sentía debilidad, no por su exactitud, sino porque su tictac le parecía más agradable que el de otros relojes.
—Empieza la clase —dijo con tono suave.
Los reunidos guardaron silencio. Longfellow cerró los postigos verdes de las ventanas y Holmes bajó la intensidad de las lámparas destinadas al moderador, mientras los demás ayudaban a disponer una hilera de velas. Esta serie de halos que se solapaban se fundía con el tembloroso brillo del fuego. Los cinco eruditos y
Trap
—el rollizo terrier escocés de Longfellow— ocuparon sus lugares establecidos resiguiendo la circunferencia de la pequeña estancia.
Longfellow tomó un fajo de papeles de su cajón y pasó unas pocas páginas de Dante en italiano a cada invitado, junto con un juego de pruebas de imprenta con su correspondiente traducción línea por línea. En el claroscuro delicadamente tejido por el hogar, la lámpara y la mecha, la tinta parecía despegarse de las pruebas de Longfellow, como si una página de Dante de pronto cobrara vida bajo los ojos de cada uno. Dante había escrito su verso en una
terza rima
: cada tres líneas un contenido poético, la primera y la tercera rimando entre ellas y la de en medio proyectando una rima con la primera línea del siguiente terceto, de tal manera que los versos se inclinaban adelante en un movimiento de avance.
Holmes siempre disfrutaba con la manera como Longfellow iniciaba sus reuniones sobre Dante, con una recitación de las primeras líneas de la
Commedia
con un inimitable y perfecto italiano.
—«En medio del camino de nuestra vida, me encontré en una selva oscura, pues había extraviado el recto sendero».
Como primer punto del orden del día en una reunión del club Dante, el anfitrión revisaba las pruebas de la sesión de la semana anterior.
—Buen trabajo, mi querido Longfellow —dijo el doctor Holmes.
Estaba satisfecho siempre que una de las correcciones que había sugerido resultaba aprobada, y dos del miércoles anterior se habían impuesto en las pruebas finales de Longfellow. Holmes dirigió su atención a los cantos de aquella noche. Había puesto un cuidado especial en su preparación, porque hoy debía convencerlos de que él había acudido allí para proteger a Dante.
—En el séptimo círculo —dijo Longfellow—, Dante nos dice cómo él y Virgilio van a parar a una selva oscura.
En cada región del infierno, Dante seguía a su adorado guía, el poeta romano Virgilio. A lo largo del camino, supo del sino de cada grupo de pecadores, escogiendo a uno o dos para dirigirse al mundo de los vivos.
—La selva perdida que ha ocupado las pesadillas de todos los lectores de Dante en un momento u otro —dictaminó Lowell—. Dante escribe como Rembrandt, con un pincel mojado en la oscuridad y con un brillo de fuego infernal como luz.
Lowell, según su costumbre, tenía cada pulgada de Dante en la punta de la lengua; vivía la poesía de Dante en cuerpo y alma. Holmes, en una de las pocas ocasiones en su vida, envidiaba el talento de otra persona.
Longfellow leyó su traducción. Su voz, mientras leía, sonaba honda y veraz, sin aspereza, como el rumor del agua fluyendo bajo una capa de nieve reciente. George Washington Greene parecía particularmente adormecido, pues el erudito, en su espacioso sillón verde del rincón, se deslizaba hacia el sueño en medio de las suaves entonaciones del poeta y del calor benigno del fuego.
Trap
, el pequeño terrier, que se había enroscado sobre su rechoncho estómago bajo el asiento de Greene, también dormitaba, y sus ronquidos, como en un arreglo para dúo, sonaban como el gruñido del contrabajo en una sinfonía de Beethoven.
En el canto que se estaba tratando, Dante se encontró en el Bosque de los Suicidas, donde las «sombras» de los pecadores habían sido convertidas en árboles, manando sangre en lugar de savia. Luego llegó un castigo más: arpías bestiales, con rostros y cuello de mujer y cuerpo de ave, pies con garras y vientres prominentes, se abrían paso quebrando la maleza, comiéndose y desgarrando por el camino cada uno de los árboles. Pero, junto con el gran sufrimiento, los desgarros y las lágrimas de los árboles aportaban a las sombras el único desahogo para exteriorizar su dolor, para contar sus historias a Dante.
—La sangre y las palabras deben brotar a la vez.
Así habló Longfellow. Después de dos cantos de castigos de los que Dante era testigo, a los libros se les pusieron puntos de lectura y se guardaron, los papeles se mezclaron y se intercambiaron muestras de admiración. Longfellow dijo:
—La clase ha terminado. Sólo son las nueve y media y merecemos algún refrigerio por nuestro trabajo.
—¿Saben? —intervino Holmes—. El otro día estaba pensando en la obra de nuestro Dante bajo una nueva luz.
Peter, el criado de Longfellow, llamó a la puerta y entregó un mensaje a Lowell con un susurro indeciso.
—¿Que alguien quiere verme? —protestó Lowell, interrumpiendo a Holmes—. ¿Quién viene a buscarme aquí? —Cuando Peter balbució una vaga respuesta, Lowell dio voces atronadoras para que todos en la casa lo oyeran—: ¿Quién diablos osa presentarse la noche en que se reúne nuestro club?
Peter se inclinó y se acercó más.
—Señor Lowell, dice que es policía.
En el vestíbulo principal, el agente Nicholas Rey se sacudió la nieve de las botas, y luego se quedó helado ante la profusión de esculturas y pinturas de George Washington que tenía Longfellow. La casa había servido de cuartel a Washington en los primeros días de la Revolución norteamericana.
Peter, el sirviente negro, irguió la cabeza dubitativamente cuando Rey le mostró la placa. A Rey se le dijo que las reuniones de los miércoles del señor Longfellow no podían ser perturbadas y que, policía o no, debería aguardar en la sala. La habitación a la que fue conducido estaba envuelta en una decoración intangiblemente ligera: paredes empapeladas con dibujos de flores y cortinas colgadas de bulbos góticos. Un busto de mármol crema de una mujer estaba enmarcado por un arco junto a la chimenea, con rizos de pétreo cabello cayendo graciosamente sobre unas formas suavemente cinceladas.
Rey permanecía de pie cuando dos hombres entraron en la estancia. Uno tenía una barba fluvial y una dignidad que le hacía aparecer muy alto, aunque era de estatura media. Su compañero era robusto, de porte resuelto, con un bigote como unos colmillos de morsa que se proyectaban adelante como para presentarse ellos primero. Se trataba de James Russell Lowell, el cual se detuvo un momento, como para establecer una distancia, y luego avanzó apresuradamente. Se echó a reír con la afectación de quien sabe de antemano cuál es la situación.
—Longfellow, ¡a que no sabe! Me he enterado de todo acerca de este mozo leyéndolo en el periódico de los hombres libres. Fue un héroe del regimiento de los negros, el Cincuenta y Cuatro, y Andrew lo admitió en el departamento de policía la semana de la muerte del presidente Lincoln. ¡Es un honor conocerlo, amigo!
—El regimiento Cincuenta y Cinco, profesor Lowell, el regimiento «de las dos hermanas». Gracias —dijo Rey—. Profesor Longfellow, le pido excusas por privarlo de su compañía.
—Acabábamos de terminar la parte seria, agente —replicó Longfellow sonriendo—, y el señor hará muy bien lo que tenga que hacer.
Su cabello plateado y su suelta barba le conferían un aspecto patriarcal, propio de alguien mayor de cincuenta y ocho años. Los ojos eran azules y sin edad. Longfellow vestía una impecable levita oscura, con botones dorados y un chaleco de ante ajustado.
—Yo me despojé de mi toga profesoral hace años, y el profesor Lowell ha ocupado mi lugar.
—Yo aún no me he acostumbrado a ese detestable título —murmuró Lowell.
Rey se volvió hacia él.
—En su casa, una joven dama me ha encaminado amablemente hasta aquí. Dijo que un miércoles por la noche no se le podría encontrar en ningún otro lugar.
—¡Ah, ha debido de ser Mabel! —comentó Lowell riendo—. Al menos no lo echó de casa, ¿verdad?
Rey rió también.
—Es una dama joven realmente encantadora, señor. Me enviaron aquí, profesor, desde el edificio principal de la universidad.
Lowell pareció sorprendido.
—¿Qué? —murmuró. Luego explotó, sus mejillas y sus orejas adquirieron un color de vino de Borgoña y su voz pareció abrasarle la garganta—. ¡Que me han mandado a un agente de policía! ¿Con qué posible justificación? ¿No son hombres capaces de hablar por su cuenta, sin mover los hilos de alguna marioneta municipal? ¡Explíquese, señor!
Rey permaneció tan inmóvil como la estatua de mármol de la esposa de Longfellow situada junto a la chimenea.
Longfellow colgó una mano de la manga de su amigo.
—Ya ve, agente, que el profesor Lowell es tan amable que, junto con algunos de nuestros colegas, me ayuda en un empeño literario que en el momento presente no cuenta con el favor de ciertos miembros de la junta de gobierno de la universidad. Pero se debe a que…
—Lo lamento —dijo el policía, dejando que su mirada recayera en el hombre que había hablado anteriormente, cuyo rubor había desaparecido de su rostro de manera tan súbita como apareció—. Fui al edificio principal de la universidad directamente. Ando buscando a un experto en lenguas, ¿sabe?, y allí algunos estudiantes me han dado su nombre.
—En ese caso, agente, acepte mis excusas —dijo Lowell—, pero ha tenido usted suerte y me ha encontrado. Sé hablar seis idiomas como un nativo… de Cambridge.
El poeta se echó a reír y depositó el papel que le entregó Rey en el escritorio de Longfellow, de marquetería de palisandro. Rey vio fruncirse en pliegues la despejada frente de Lowell.
—Un caballero me dijo ciertas palabras. Las pronunció en voz baja, fuera lo que fuese lo que pretendía comunicar, y además todo ocurrió de repente. Sólo puedo concluir que era alguna lengua rara y extranjera.
—¿Cuándo? —preguntó Lowell.
—Hace unas semanas. Fue un encuentro extraño e inesperado. —Rey entornó los ojos. Evocó la prolongada presión del hombre que susurraba sobre su cráneo. Podía oír formarse las palabras de manera muy clara, pero no era capaz de repetir ninguna de ellas—. Me temo que sólo se trata de una trascripción aproximada, profesor.
—¡Desde luego, menudo galimatías! —dijo Lowell pasando el papel a Longfellow—. No podrá sacarse gran cosa de este jeroglífico. ¿No puede usted preguntarle a esa persona qué quiso decir? O al menos averiguar en qué lengua pretendía hablar.
Rey dudó antes de contestar. Longfellow dijo:
—Agente, tenemos un gabinete de eruditos hambrientos ahí dentro, cuya sabiduría podría ser sobornada con ostras y macarrones. ¿Sería tan amable de dejarnos una copia de este papel?
—Le quedo muy reconocido, señor Longfellow —dijo Rey. Estudió a los poetas antes de añadir—: Debo pedirles que no mencionen a nadie mi visita de hoy. Tiene relación con un caso policial delicado.
Lowell levantó las cejas, escéptico.
—No faltaba más —aseguró Longfellow, e inclinó la cabeza en una señal que daba a entender que la confianza era algo inherente a la casa Craigie.
—Aleje usted esta noche de la mesa al buen ahijado de Cerbero, querido Longfellow.
Fields se introducía la punta de una servilleta en el cuello de la camisa. Ocupaban sus sitios en torno a la mesa del comedor.
Trap
protestó con un quejido ahogado.
—Oh, es muy amigo de los poetas, Fields —objetó Longfellow.
—¡Ah! Tenía que haberlo visto la semana pasada, señor Greene —dijo Fields—. Cuando usted guardaba cama, este amigable compañero se hizo con una perdiz que estaba en la mesa de la cena, mientras nosotros, en el estudio, nos ocupábamos del canto undécimo.