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Authors: Chuck Palahniuk

Tags: #Intriga

El club de la lucha

BOOK: El club de la lucha
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Todos los fines de semana, en sótanos y aparcamientos a lo largo y ancho del país, jóvenes oficinistas se quitan los zapatos y las camisas y pelean entre sí hasta la extenuación. Los lunes regresan a sus despachos, con los ojos amoratados, algún diente de menos y un sentimiento embriagador de omnipotencia. Estas reuniones clandestinas son parte del plan con el que Tyler Durden, aspira a vengarse de una sociedad enferma por el consumismo exacerbado.

Chuck Palahniuk

El club de la lucha

ePUB v2.1

Demes & GONZALEZ
18.06.12

Título original:
Fight Club

© 1996, Chuck Palahniuk

Traducción de Pedro González del Campo

Editor original: Demes (v1.0)

Segundo editor: GONZALEZ (v2.0)

Corrección de erratas: othon_ot & asolbap

ePub base v2.0

A Carol Meader,

que soporta mi mal comportamiento.

Uno

Tyler me consigue un trabajo de camarero, después me mete una pistola en la boca y me dice que para alcanzar la vida eterna primero tienes que morirte. Sin embargo, durante mucho tiempo Tyler y yo fuimos muy buenos amigos. La gente siempre me pregunta si conocía bien a Tyler Durden.

El cañón de la pistola me oprime el fondo de la garganta, y Tyler dice:

—En realidad, no moriremos.

Descubro con la lengua los agujeros del silenciador que taladramos en el cañón de la pistola. La mayor parte del ruido que hace un disparo se debe a la expansión de los gases y al pequeño estallido sónico que provoca la bala al salir tan rápida. Para fabricar un silenciador hay que taladrar agujeros, un montón de agujeros, en el cañón del arma. De esta forma se logra una descompresión que hace que la velocidad de la bala sea menor que la del sonido.

Si taladras mal los agujeros, la pistola te volará la mano.

—En realidad, esto no es la muerte —dice Tyler—. Seremos una leyenda; no envejeceremos.

Desplazo el cañón con la lengua hacia la mejilla y digo:

—Tyler, estás pensando en vampiros.

El edificio donde nos encontramos dejará de existir en diez minutos. Coge un concentrado con un noventa y ocho por ciento de ácido nítrico gaseoso y añádele el triple de ácido sulfúrico. Prepáralo en una bañera con agua helada. Luego, échale glicerina con un cuentagotas. Ya tienes nitroglicerina.

Lo sé porque Tyler lo sabe.

Mezcla la nitroglicerina con serrín y obtendrás un bonito explosivo plástico. Mucha gente mezcla la nitroglicerina con algodón y añade sales Epsom como sulfato. Así también funciona. Otros emplean parafina mezclada con nitroglicerina. A mí la parafina jamás me ha funcionado.

Total, que Tyler y yo estamos en lo alto del edificio Parker-Morris con la pistola incrustada en mi boca, y oímos un ruido de cristales rotos. Asómate al borde. El día está nublado incluso a esta altura. Éste es el edificio más alto del mundo y a esta altura el viento es siempre frío. Hay tanta tranquilidad a esta altura que crees ser uno de aquellos monos astronautas. Cumples pequeñas tareas para las cuales has sido preparado.

Tirar de una palanca.

Apretar un botón.

No entiendes nada y, sencillamente, te mueres.

Desde una altura de ciento noventa y un pisos te asomas al borde del tejado y la calle allá abajo parece una alfombra moteada de gente que, de pie, mira hacia arriba. Los cristales rotos son de una ventana justo debajo de nosotros. Estalla una ventana en una cara del edificio y aparece un archivador negro tan grande como una nevera. Justo debajo de nosotros, un archivador de seis cuerpos cae por la fachada cortada a pico del edificio, y mientras cae va girando despacio, cae haciéndose más pequeño hasta que desaparece entre la multitud congregada abajo.

En algún lugar de los ciento noventa y un pisos, los monos astronautas de la Comisión de Daños del Proyecto Estragos se han descontrolado y están destruyendo todo vestigio de la historia.

Aquel viejo refrán de «siempre se mata lo que más se quiere», bueno, mira, funciona en ambas direcciones.

Con una pistola incrustada en la boca y el cañón entre los dientes sólo conseguirás farfullar algunas vocales.

Sólo nos quedan diez minutos.

A continuación, por un lado del edificio, va apareciendo, centímetro a centímetro, una mesa de madera oscura, que, empujada por la Comisión de Daños, se tambalea, se inclina y, tras darse la vuelta, se precipita al vacío hasta que se pierde en la multitud como si se tratara de un extraño objeto volador.

Dentro de nueve minutos el edificio Parker-Morris ya no estará aquí. Si llevas suficiente gelatina para detonaciones controladas y la colocas en los cimientos de una construcción, conseguirás echar abajo cualquier edificio del mundo. Tiene que estar bien afirmada y cubierta con sacos terreros para que la explosión incida sobre los pilares y no se expanda por el sótano del garaje que los rodea.

Los libros de historia no ofrecen este tipo de instrucciones. Hay tres formas de obtener napalm: la primera mezclando a partes iguales gasolina y concentrado de zumo de naranja congelado; la segunda, mezclando a partes iguales gasolina y Coca-Cola light; y la tercera, disolviendo en gasolina inmundicias de gato desmenuzadas hasta que la mezcla adquiera una consistencia sólida.

Pregúntame cómo se fabrica gas nervioso. ¡Ah, y no digamos todos esos demenciales coches bomba!

Nueve minutos.

Los ciento noventa y un pisos del edificio Parker-Morris caerán con la lentitud de un árbol que se desploma en el bosque. ¡Tronco va! Puedes echar abajo cualquier cosa; es fantástico pensar que el lugar donde estamos será sólo un punto en el cielo.

Tyler y yo estamos en el borde del tejado. Tengo la pistola metida en la boca y me pregunto si el arma estará limpia.

Mientras contemplamos cómo se precipita edificio abajo otro archivador, aquí nos olvidamos del suicidio-asesinato de Tyler. Los cajones se abren en el aire, soltando resmas de papel blanco, que, atrapadas por la corriente ascendente, son arrebatadas por el viento.

Ocho minutos.

Después, el humo; por las ventanas rotas empieza a salir el humo. El equipo de demolición activará la carga primaria dentro de, quizás, ocho minutos. La carga primaria provocará la explosión de la carga base; los cimientos se desmoronarán y la serie fotográfica del edificio Parker-Morris pasará a los libros de historia.

La serie de cinco fotografías sucesivas: en la primera, el edificio está en pie; en la segunda, adopta un ángulo de ochenta grados; en la siguiente, uno de setenta; en la cuarta, cuando el armazón comienza a ceder y la torre describe un ligero arco, el edificio presenta un ángulo de cuarenta y cinco grados; en la última instantánea, la torre, con sus ciento noventa y un pisos, se precipita sobre el museo nacional, que es el verdadero objetivo de Tyler.

—Ahora éste es nuestro mundo —dice Tyler—: los antepasados están muertos.

Si supiera cómo va a terminar todo esto, estaría bien contento de estar ya muerto y en el cielo.

Siete minutos.

En la cima del edificio Parker-Morris con la pistola de Tyler en la boca, mientras archivadores, despachos y ordenadores caen como meteoros sobre la multitud que rodea el edificio, y el humo sale formando columnas por las ventanas rotas y en la calle, a tres bloques de distancia, el equipo de demolición mira el reloj. Sé que todo esto —la pistola, la anarquía y la explosión— es por Marla Singer.

Seis minutos.

Se trata de una especie de triángulo amoroso: yo quiero a Tyler, Tyler quiere a Marla, Marla me quiere a mí.

Yo no quiero a Marla, y Tyler no me quiere aquí, ya no. Se trata de una cuestión de cariño más que de amor, de propiedad más que de posesión.

Sin Marla, Tyler no tendría nada.

Cinco minutos.

Tal vez nos convirtamos en leyenda, tal vez no. «No», digo, pero aun así, espera.

¿Qué sería de Jesús si nadie hubiera escrito los Evangelios?

Cuatro minutos.

Desplazo con la lengua la pistola hacia la mejilla y digo:

—Tyler, ¿quieres ser una leyenda? Vale, tío, yo te convertiré en leyenda. He estado aquí desde el principio.

Lo recuerdo todo.

Tres minutos.

Dos

Los brazos descomunales de Bob me abrazaban y sepultaban bajo su mole; me apretujaban y mantenían en total oscuridad entre unas tetas flamantes y sudorosas que pendían tan gigantescas como concebimos la grandeza de Dios. Todas las noches nos encontrábamos en el sótano de la iglesia, que estaba atestado de hombres: éste es Art, éste es Paul, éste es Bob. Las anchas espaldas de Bob me hacían pensar en el horizonte. Su cabello, rubio y espeso, era como el que consigues cuando el fijador se vende como «espuma de moldear»: un pelo espesísimo, muy rubio y con la raya extremadamente recta.

Sus brazos me envolvían, y con las palmas de las manos me apretaba la cabeza contra sus flamantes tetas, que se erguían sobre el barril de su tórax.

—Todo irá bien —dice Bob—; ahora llora.

Desde las rodillas hasta la frente, siento las reacciones químicas de la digestión de Bob y el oxígeno dentro de su cuerpo.

—A lo mejor lo detectaron a tiempo —dice Bob—. Tal vez se trate sólo de un seminoma. Con un seminoma casi tienes una tasa de supervivencia del cien por cien.

Los hombros de Bob se yerguen en una honda inspiración, luego se encogen más y más estremeciéndose entre sollozos. Se yerguen. Se encogen, encogen y encogen.

Hace dos años que vengo aquí todas las semanas, y Bob siempre me rodea con sus brazos y lloro.

—Llora —me dice Bob mientras inhala aire y solloza una y otra vez—. No dejes de llorar.

Su ancho y húmedo rostro descansa sobre mi cabeza y me siento perdido entre sus brazos. Ahora debería llorar. Es lo más apropiado en esta oscuridad asfixiante, oculto por el cuerpo de otra persona y consciente de que todo cuanto sea capaz de conseguir se convertirá en basura.

Cualquier cosa de la que puedas estar orgulloso acabará en el cubo de la basura.

Me siento perdido entre sus brazos.

En casi una semana es lo más cerca que he estado de quedarme dormido.

Así conocí a Marla Singer.

Bob llora porque hace seis meses le extirparon los testículos. Luego, lo sometieron a una terapia hormonal de apoyo. Bob tiene tetas porque su nivel de testosterona es demasiado alto. Si elevas el nivel de testosterona más de la cuenta, el cuerpo aumenta la producción de estrógenos para compensarlo.

Ahora es cuando debería llorar porque, justo en este instante, la vida se reduce a nada, o peor aún, cae en el olvido.

Si tomas demasiados estrógenos, te salen tetas de perra.

Es fácil llorar cuando te das cuenta de que las personas a las que quieres acabarán por rechazarte o morirse. En un plazo suficientemente largo, la tasa de supervivencia de cualquier persona se reducirá a cero.

Bob me quiere porque piensa que a mí también me han extirpado los testículos.

A nuestro alrededor, en el sótano de la Trinidad Episcopal, con sus sofás a cuadros comprados en almacenes baratos, puede que haya unos veinte hombres y sólo una mujer; todos abrazados por parejas y la mayoría llorando. Algunas parejas se inclinan hacia delante con las cabezas juntas, oreja contra oreja, como atletas de lucha libre fundiéndose en un abrazo. El hombre emparejado con la única mujer apoya los codos en los hombros de ella, un codo a cada lado de la cabeza que sostiene entre las manos, y llora con el rostro oculto en su cuello. La mujer vuelve la cara a un lado y se lleva un cigarrillo a la boca.

BOOK: El club de la lucha
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