No hacía demasiada humedad para una tarde de sábado de primeros de junio y Lucie estaba satisfecha por ello. Hizo pasar a Ginger a la espaciosa casa de dos niveles de Rosie —el mismo lugar en el que sus hermanos y ella habían crecido— y fue derechita a la cocina en tanto Ginger se iba en busca de sus primos adolescentes, que tan encantadores eran al parecer.
—Andi tiene la paciencia de un santo —dijo Lucie a su hermano Mitch, hablando sobre la hija mayor de éste—. Agradezco mucho el descanso.
Rosie trajinaba junto al cesto del pan haciendo sándwiches: su bienvenida tradicional. Nada más llegar, los recibía con cantidades ingentes de calorías, las tardes perezosas estaban salpicadas de fruta y
brownies
y en ocasiones de comidas enteras con carne y verduras, y las noches eran, como de costumbre, aventuras de platos múltiples al estilo bufet.
Lucie abrió el frigorífico para sacar el té helado reciente que siempre había en el estante.
—¿Quieres un vaso? —preguntó, con la cabeza entre las repisas. Cuando se volvió, vio que su hermano ya no estaba en la habitación.
—¿Mitchell? —inquirió al salir al patio con un vaso en la mano—. ¿Quieres té helado?
—¿Sabes? Eres un caso único, Lucie —respondió, de esa forma que le provocaba un nudo en el estómago.
«¡Ay, no! —se dijo—. Ya estamos otra vez... Lucie lo hace mal.»
—¿Qué pasa?
—¿Cómo puedes dejar que mamá cocine de esta manera ahí dentro?
—Tú también te comes lo que prepara.
—Sí, pero mi esposa la ayuda —repuso Mitchell.
—Podrías hacer algo por ti mismo. Ella no firmó para representarte a ti.
—Ya hago muchas cosas. Barro las hojas, limpio el garaje, llevo el coche a reparar... ¿Y tú qué? Mamá va a la ciudad varias veces a la semana para cuidar de Ginger. ¡Tiene más de ochenta años, joder!
—Ya sé cuántos años tiene nuestra madre, Mitch —dijo Lucie, y tomó un sorbo de la bebida que antes le había ofrecido a su hermano.
—Pues te aseguro que no actúas como si lo supieras —le espetó él con un resoplido—. Vienes aquí como si fueras una invitada, dejas que mis hijos hagan de canguro y que mamá cocine mientras tú te quedas en la mesa del comedor, charla que te charla sobre tus anécdotas sobre rodajes y estrellas del rock. No eres tan especial, Lucie. No hace tanto tiempo te enviaba dinero extra para que pudieras pagar el alquiler.
Lucie se erizó.
—Me he ofrecido a devolvértelo infinidad de veces.
Mitch era considerablemente más alto que ella, y odiaba el modo en que su hermano mayor la hacía sentir incómoda e intimidada para luego escarbar en su interior. Por el rabillo del ojo vio que sus sobrinos y sobrinas los observaban con atención.
—No me hace falta ese dinero —respondió Mitch.
«No, porque entonces no podrías echármelo en cara», se dijo Lucie, que, sabiamente, mantuvo la boca cerrada.
—Dime, ¿de qué va todo esto en realidad, Mitch? ¿No friego suficientes platos para tu gusto?
—Está perdiendo el juicio, Lucie. ¿Y sabes lo que me da rabia? Que tú eres la única que está soltera y la que menos hace. ¿Crees que es fácil estar casado, cumplir con el trabajo y encima tener que venir aquí corriendo para cuidar de mamá? ¿Dónde estás tú en todo esto?
—Yo vivo en la ciudad —declaró Lucie, consciente de la aspereza de su voz.
¡Maldita sea! Odiaba la forma en que se sentía en cuanto los ánimos empezaban a caldearse en casa de Rosie, como si experimentara una regresión. Todo el mundo representaba el mismo papel una y otra vez: Mitch provocaba el revuelo; Charlie intentaría apaciguar las cosas; Brian se pondría de parte de Mitch y Lucie iría alternando entre un sentimiento de infantilización e ineptitud o el de haber sido elegida como blanco de los matones.
Alzó una mano.
—No creo que estés diciendo lo que quieres decir —empezó.
—¿Qué demonios? —Mitch estaba furioso; antes sólo había estado enojado—. Sé exactamente lo que quiero decir. Por lo que a la familia concierne, eres una vaga y ya va siendo hora de que hagas un esfuerzo.
Lucie se quedó allí, atónita. La semana anterior Darwin le hacía notar que no estaba mucho por la labor, y ahora lo hacían sus hermanos.
—Patsy y yo tenemos planeado un crucero de tres semanas..., del cual hace meses que estás al corriente —añadió Mitch.
—Ya lo sé. Espero que os lo paséis en grande. Y que os relajéis un poco.
—Así pues, vamos a dejar a mamá y ya está, ¿no es eso?
—Charlie y Brian también están involucrados. —Lucie señaló a sus hermanos a los que distinguía vagamente a través de la ventana; ambos estaban enfrascados en un partido de béisbol que daban por televisión, y aunque los llamó con la mano, no hicieron ni un solo movimiento en su dirección.
—¿Sabes que la semana pasada Charlie vio que se pasaba de largo una señal de stop?
De todos sus hermanos, el mediano siempre había sido su favorito. Nunca se había mostrado particularmente molesto con Lucie —fue él quien le enseñó a hacer las divisiones largas y quien solía ir a la ciudad para llevarla a cenar un buen filete cuando ella tenía dificultades para salir adelante— y a ella le enojaba que Mitch pareciera creerse con el derecho de hablar por Charlie. Siempre tenía que ser él quien estuviera al mando.
—¿Acaso tú nunca te has saltado un stop?
—No, espera, que esto mejora. —Mitch no iba a aceptar ninguna pregunta—. Charlie la siguió durante una hora mientras ella conducía por la ciudad. Se perdió, aparcó y volvió a aparcar el coche repetidas veces en la tienda de comestibles y luego estuvo a punto de golpear a otra señora mayor al dar marcha atrás.
Lo más duro era saber que parte de lo que Mitch decía era cierto. Rosie empezaba a verse superada por las cosas. No podía mantener el ritmo que llevaba antes ni hacer las tareas ella sola. «Es demasiado.» Esto es lo que dice la gente. Es demasiado. Sin embargo, el momento en el que por fin admites que es demasiado, probablemente llegue mucho, mucho después de lo que debería haberlo hecho.
Le fastidiaba también que Mitch pareciera estar descargando su frustración en ella.
—Así pues, deberíamos hacer que Rosie dejara de conducir —dijo Lucie—. Que tomara un taxi para ir a la tienda.
—No va a entregar las llaves sin más. —Mitch la miró como si fuera imbécil—. Le dije que el coche hacía un ruido extraño y que tenía que llevarlo al taller. Lo conduje un rato, lo llevé a casa, saqué las bujías y le dije que había que esperar a que llegara un recambio para que pudiera funcionar de nuevo.
—Le mentiste.
—Descaradamente —afirmó Mitch al tiempo que se pasaba los dedos por el cabello corto de lo alto de la cabeza—. La cosa se reduce a esto. Mamá no va a envejecer de modo pacífico. A nadie le gusta hacerse mayor. Para ser una niña lista, eres bastante estúpida.
—¿Y ahora qué?
—Creo que tendríamos que turnarnos para venir y quedarnos con mamá, hacerle los recados y cosas así. Y, francamente, los chicos y yo hemos decidido que te toca a ti. Tendrías que saltarte tu maravilloso viaje a Italia y quedarte aquí con tu familia cuando se te necesita.
—¿Los chicos y yo? ¿Quién te ha puesto al mando?
—Dios. Cuando decidió que fuera el primero en nacer.
—Eso puede aplicarse a sacarte el carnet de conducir antes que los demás, pero lamento decirte, Mitch, que en este caso no va a funcionar. —A Lucie se le quebró la voz al sentir cómo aumentaba su frustración—. De modo que tú te vas de vacaciones, yo rechazo una oportunidad profesional decisiva y Brian y Charlie ven el béisbol y comen albóndigas. ¿En qué cuerno piensas?
—No estás ayudando.
—¿Quieres saber una cosa? —Lucie ya estaba gritando. Imaginó que sus sobrinos y sobrinas tendrían mucho sobre lo que cuchichear después—. A veces soy egoísta. Y a veces hago lo que tengo que hacer para poner a Ginger en primer lugar. Quiero ir a Italia. Es importante para mi carrera y es importante para mi cuenta bancaria ahora y para mi reputación profesional en el futuro.
—Eres su hija. Siendo una chica, deberías estar aquí.
—Todos somos sus hijos, ¿o no? Yo haré mi parte, pero que me aspen si voy a participar en este viaje culpable que me ofreces. No hay ninguna regla por la que una hija tenga que hacer más que un hijo, y seguro que tampoco la hay para que la gente soltera tenga que dejar su vida para que la gente casada se tome un descanso. Lo siento, Mitch, pero dentro de esta familia todos somos igualmente importantes. Tanto si tengo un marido, como si no.
Se alejó airada, pero luego giró sobre sus talones y gritó aún más fuerte al tiempo que alzaba los brazos por encima de la cabeza para dar énfasis a sus palabras:
—¡Y no vayas a creer ni por medio segundo que voy a marcharme corriendo de aquí y echar a perder mi último fin de semana con mamá antes de mi viaje! —exclamó—. Voy a reírme, a bromear y a comer espaguetis y a disfrutar de todos los condenados minutos de este fin de semana, tanto si te gusta como si no.
Lucie seguía disgustada el lunes por la mañana, cuando la alarma del despertador la devolvió a la conciencia con un sobresalto. No se movió, se limitó a escuchar el ruido insistente de la máquina mientras repasaba a toda prisa su lista de control: desayunar, despertar a Ginger, darle de comer, lavarse la cara, los dientes y las manos, hacer que se vistiera, llevarla a la guardería y luego ir a trabajar. No, un momento, tachemos eso. Se suponía que tenía que encontrarse con Catherine para hablar de todo lo de Italia. Tan sólo necesitaba cinco minutos más, pensó mientras palpaba la mesilla de noche con una mano intentando darle al botón que silenciaría la alarma. Tiempo atrás, Lucie había sufrido rachas recurrentes de insomnio y la invectiva de Mitch no había contribuido exactamente a que tuviera un fin de semana apacible.
—Tienes un aspecto horrible —le comentó Catherine, que estaba esperando a Lucie en la charcutería de Marty
El establecimiento, situado justo debajo de Walker e Hija, en la planta baja, se había convertido en una especie de punto de reunión cuando Peri todavía no había abierto la tienda. Mantenía el mismo horario de apertura que Georgia, a las diez de la mañana, estrictamente. Catherine sospechaba, con una dosis sustancial de respeto, que tal vez Peri se quedara en la cama hasta las nueve y media. La cuestión era que pasar el rato en la charcutería carecía de cierta elegancia y Catherine no parecía encajar del todo allí, sentada en una mesa situada no muy lejos de los refrescos refrigerados, pero era un lugar céntrico y familiar. Además, el café era delicioso.
—Estupendo —respondió Lucie.
Catherine siempre hacía que se sintiera como si todavía no dominara eso de ser adulta. Ni combinar un conjunto elegante. Ni hacerse un corte de pelo fantástico. Y en Catherine siempre había cierta actitud distante, algo que Lucie no sabía decir concretamente qué era. Tanto Anita como Catherine eran personas adineradas, pero, aun así, Anita se las arreglaba para parecer una más del grupo. Bueno, la más sabia del grupo, pero al fin y al cabo, una socia como cualquiera de las demás. Sin embargo, Catherine siempre parecía mantenerse un poquito apartada. Así pues, encontrarse con ella para tomar café era algo atípico y Lucie entró con cierta renuencia en la charcutería provista de aire acondicionado.
—Lo siento —dijo Catherine—. Pareces cansada, sí, pero he sido ineducada. Padezco una incapacidad clínica para mantener la boca cerrada.
—Tengo un hermano así.
De repente, Lucie se encontró desahogándose de sus preocupaciones, A veces, cuando las cosas están en la cabeza tienen tendencia a brotar sin más, y Lucie estaba en tensión.
—No puedes hacer más de lo que puedes hacer —dijo Catherine—. Y tampoco puedes hacer que lo sienta de otra forma.
—Lo sé —afirmó Lucie—. Pero eso no lo hace más fácil. Aún quiero la aprobación de mi hermano, ¿sabes?
Catherine se encogió de hombros.
—Mi familia no está unida, de modo que no, no puedo decir que me identifique personalmente —comentó—. En cualquier caso, a todos nos gusta que nos aprecien y nos valoren.
—No soporto ver envejecer a mi madre —confesó Lucie—. Es una polvorilla. Resulta extraño pensar que mis hermanos le han quitado el coche.
—Son cosas que resultan incómodas para mucha gente, sí. Aunque no sabría qué decirte. Mis padres murieron hace mucho. En cierto sentido, creo que te envidio, por poder hacer esta transición con tu madre. Apuesto a que es duro, pero al mismo tiempo tiene sentido. No hay tantos porqués.
—No —replicó Lucie—. Sigue habiéndolos.
Permanecieron en silencio unos minutos, tomando sus cafés, hasta que Lucie sacó las preguntas sobre restaurantes y tiendas en Roma que tenía anotadas. Y Catherine, quien disfrutaba muchísimo compartiendo su pericia, la satisfizo revelándole sus lugares favoritos.
—Mi plan sólo adolece de un problema —admitió Lucie—. No sé con quién dejar a mi hija. Es evidente que no puedo dejar a Ginger con mi madre y no me atrevo a pedirles a mis hermanos mayores que cuiden de ella.
—Es el inconveniente de tener hijos —comentó Catherine con aire pensativo, como si marcara uno de los puntos de alguna lista mental—. Pueden resultar inoportunos.
—Pensé en contratar a una niñera, pero me he informado un poco y de momento no he encontrado a nadie con quien me sintiera cómoda para que me acompañara todo el tiempo.
—¿Y por qué no optas por alguien más obvio? —sugirió Catherine—. Alguien que esté disponible de inmediato, que trabaje por una miseria y tenga un horario flexible. Y que conozca a Ginger.