—Yo a duras penas sé hacer funcionar la caja registradora de mi tienda —comentó Catherine con comprensión.
Eso fue segundos antes de percatarse de la mirada asesina de Peri. Como respuesta, compró también una mochila gris de punto y un bolso de noche negro con cuentas.
Aplacada, Peri empezó a envolver sus compras con mucho cuidado, doblándolas entre capas de papel de seda.
—¿Vas a asistir a grandes fiestas en Italia? —le preguntó.
—No lo sé —contestó Catherine que, por supuesto, no estaba planeando volver a divertirse jamás—. Lo cierto es que no tengo un itinerario de viaje.
—Dakota me contó que tienes mucho trabajo que hacer, como encontrar cosas únicas en su género.
—Bueno, sí, eso lo tengo previsto, por supuesto.
Era mentira. Lo cierto era que Catherine no sabía qué iba a hacer. Había anulado la excursión organizada de antemano a los viñedos Cara Mia e incluso dejó perder el apartamento que había reservado. Sólo quería estar sola y pensar. Y sufrir. Y castigarse por haber caído en el engaño de un futuro de fantasía.
—¡Eres tan afortunada! —exclamó Peri mientras colocaba cuidadosamente las compras de Catherine en una bolsa grande color lavanda de Walker e Hija—. Envidio cómo te lo montas, Catherine.
—Bueno, ya sabes lo que dicen —repuso Catherine—. Las apariencias engañan.
Era un placer intenso e inesperado contemplar las olas. Anita se pasaba horas observando las ondulaciones de agua azul y las espumosas burbujas blancas una y otra vez.
—Aquí fuera todo es perdón —le dijo a Marty al tiempo que se inclinaba para recibir un abrazo y él le daba un beso en la cabeza—. Una renovación constante.
Con las pulseras de digitopuntura en las muñecas para evitar el mareo, Anita estaba disfrutando muchísimo de sus días en el barco. Mordisqueaba sandwiches con el té de la tarde, se unía a los hermanos sexagenarios que se sentaban a su misma mesa en el comedor para la habitual partida al juego de las preguntas y respuestas por las mañanas y mimaba su lado goloso con tres bolas de helado de vainilla (y una galleta de barquillo adicional) cada noche. Marty la llevó al casino, donde Anita ganó cuarenta y siete dólares que se guardó rápidamente en el bolso, y asistieron a varias conferencias sobre historia maravillosas. Por no mencionar que se había llevado un montón de lana preciosa —toda de color crema, su color distintivo, dijera lo que dijese Dakota al respecto— para poder trabajar en su abrigo de novia. Porque al final decidió lo que iba a llevar cuando se casara con Marty: un vestido de manga larga rematado con un abrigo de punto, delicado y ligero, que caería formando ondas y arrastraría tras ella cuando recorriera el pasillo. «¿Lo ves? —se dijo a sí misma mientras tejía otra pasada más con las pequeñas agujas redondas del número 3—. La verdad es que es una buena cosa disponer de un poco de tiempo antes del gran acontecimiento.»
No obstante, llenar sus días no era sino un patrón de espera hasta que llegaran a Southampton y se reuniesen con el investigador privado que Marty había seleccionado. Anita llevaba consigo toda clase de cosas: fotografías antiguas, documentos familiares, el montón de postales —la del Big Ben había llegado en abril de 1968— y fotografías actuales de sus hijos y sus nietos. Incluso había metido algunas fotografías del club, y otras en las que salía trabajando en la tienda con Georgia y una infantil Dakota. A despecho de dónde o cómo encontrara a Sarah, estaba decidida a ponerla al corriente de los detalles.
—Es posible que haya fallecido —dijo Marty cuando, una vez más, encontró a Anita en la barandilla, contemplando el océano—. No ha llegado ninguna postal. Estemos preparados para llevarnos una decepción.
—Tonterías —replicó Anita sin apartar los ojos del agua—. Tiene unos buenos quince años menos que yo. Sólo tiene sesenta y tres.
Pero, mientras lo estaba diciendo, se dio cuenta otra vez de cuánto tiempo había pasado y torció el gesto.
Anita había previsto toda suerte de panoramas. Que tal vez no reconociera a Sarah, o que su hermana tuviese un aspecto muy cansado tras años de lucha y trabajo duro, o que ella y Sarah volvieran a encontrarse y comprobasen que no tenían absolutamente nada que decirse, aun después de toda esa añoranza. La brecha se había ensanchado demasiado y no se podía salvar la distancia.
Fue alternando diferentes preocupaciones en días distintos para así agotarse debidamente con todas las inquietudes.
Intentó recordar las canciones favoritas de Sarah, sus colores preferidos, y las comidas predilectas. «Sopa de pollo», pensó. ¿O quizá ése era Nathan? ¿Y si en el transcurso de los años lo había mezclado todo y las migajas de Sarah a las que se había aferrado eran en realidad fragmentos de la historia de otra persona? Y, a su manera, ¿no era eso peor que perderla directamente?
—Tú y tu hermano Sam, ¿tuvisteis alguna gran pelea alguna vez? —preguntó de repente.
—Oh, sí, nos peleábamos mucho —contestó Marty—. Pero a la hora de la verdad, siempre lo solucionábamos.
—En cierto sentido, Sarah fue más como mi hija en vez de una hermana —dijo Anita—. No podíamos reírnos tontamente y susurrar a altas horas de la noche porque cuando ella llegó yo ya estaba prácticamente fuera de casa. Pero siempre fue como un regalo.
Marty asintió con la cabeza, prestando mucha atención aun cuando llevaban días, semanas ya, sin hablar de otra cosa más que de Sarah.
—¡Qué fácil resulta olvidar cómo eran las cosas antes! —exclamó finalmente Anita—. Ahora ya casi nada provoca un escándalo.
Sola en Venecia —James había decidido desplazarse enseguida a Roma—, Catherine hizo cuanto pudo para hacer de turista: se bebió una copa de vino y escuchó a un violinista en la plaza de San Marco, fue al estudio de uno de sus sopladores de vidrio favoritos y se gastó una cantidad de dinero astronómica hasta que él asintió mirándola con aprobación y ella se vio, por un momento, respetable.
Luego se sintió asqueada consigo misma.
«Vuelves a estar perdida, Catherine», se dijo mientras tomaba un taxi acuático para regresar a su hotel y tomar una tranquila comida sola.
Lo estaba haciendo muy bien, y entonces... ¿qué? La soledad es la soledad, pero ¿de verdad iba a permitirse deambular por la vida como una mitad de un todo misterioso?
No serviría de nada recorrer una ciudad tan maravillosa como Venecia, se dijo mientras se ponía un sombrero grande para proteger su piel clara del sol y dirigirse al Museo de Arqueología. Investigó las tallas de marfil y las momias y admiró busto tras busto de atractivos generales y emperadores romanos. Al cabo de un rato, a pesar del trabajo de artesanía, a pesar de la presentación, Catherine empezó a reírse tontamente.
Todos eran iguales. Una y otra vez. Las cabezas, la pose... Bueno, quizá de vez en cuando había alguna nariz distinta. Pero los traseros eran, sencillamente, repetitivos.
—Alguien tendría que haber roto el molde —le dijo a un turista vestido con unos pantalones cortos de estampado madrás que estaba a su lado, y el hombre frunció el ceño para demostrar que era un serio entendido en arte que se tomaba las visitas a los museos muy, muy en serio.
Todas las figuras tenían un aspecto confiado y atractivo. Seguras de sí mismas aun después de dos mil años. Seguro que había días en los que debían de estar asustadas, pensó Catherine, cuando se enfrentaban a grandes batallas o veían morir a sus amigos. Seguro que también se angustiaban por amores no correspondidos, aunque probablemente pudieron permitirse el lujo de estrangular a unos cuantos.
Cayó en la cuenta de que, siendo especialista en historia del arte, se hubiera pasado años admirando la forma —la belleza y la perfección— sin preguntarse demasiadas cosas sobre los hombres que había detrás de esas grandes estatuas. Los individuos, dando su mejor impresión, guardándose su intimidad. Los artistas, optando por reflejar sólo lo ideal y pasando por alto, por ejemplo, las papadas, las cicatrices y las arrugas. Y al hacerlo, sus talentos monumentales casi habían eliminado aquello que hacía único a cada uno de aquellos individuos. Tan sólo había quedado la impresión de su poder.
Antes, Catherine había encontrado perfectamente razonable dicho enfoque. Pero ya no.
—Yo soy mi propia artista —dijo en voz alta. Al centrarse en ser perfecta, perfecta, perfecta, siempre estaba tratando de ocultar a Catherine la mujer. Hacía lo mismo una y otra vez. Y, a diferencia de aquellos grandes rostros, al hacerlo desperdiciaba todo su potencial y estima.
—Ya es hora de probar un nuevo patrón —dijo, en esta ocasión para sus adentros.
Sabía que no se había enamorado de Nathan; se había enamorado de la idea de vivir la afortunada vida de Anita. De recibir una familia ya formada, atada con un lazo. De saber con absoluta certeza que tenía un lugar.
Pero siempre lo había tenido. Consigo misma. Lo que ocurría era que lo había olvidado.
—Gracias, Julio. Me has sido de gran ayuda —le dijo a la estatua, sin darse cuenta apenas de los visitantes del museo que pasaban con cautela junto a la mujer que hablaba con las obras de arte—. Cuando te vea en Roma, te invitaré a una copa.
El vuelo a Roma fue un milagro. Ginger quería hacer cualquier cosa que hiciera Dakota, y eso incluía permanecer sentada en silencio, hablar en voz baja y sorber poco a poco su zumo.
—Vamos a conversar —dijo la niña de cinco años y medio y cabello rubio rojizo dirigiéndose a Dakota, que estaba sentada a su derecha, mientras Ginger ocupaba el asiento central, metida entre su madre y su nueva mejor amiga.
—Es una idea excelente —repuso Dakota, que alargó la mano para sacar de su mochila un catálogo de American Girl—. Vamos a discutir qué muñecas nos gustan y por qué —sugirió.
Ginger asintió enérgicamente con la cabeza en tanto que Lucie, contenta de haber insistido con James, sacó una cómoda almohada cervical y se entregó a un sueño exhausto, sin que ni siquiera le importara que la despertaran las risas tontas de Ginger y Dakota que se burlaban de sus ronquidos.
En cambio, la llegada al aeropuerto de Roma fue menos optimista cuando descubrieron que, inexplicablemente, habían enviado su equipaje a Chicago.
—Llegará pronto —le dijo en un inglés con mucho acento un hombre que sostenía una tablilla con sujetapapeles.
—¿Cuándo? —preguntó Lucie enérgicamente.
—Tal vez mañana —respondió el hombre, tras lo cual añadió—: o pasado mañana.
—Dijiste que a Polly no le iba a pasar nada —acusó Ginger, que señaló a su madre con un dedo regordete.
—Juguetes —le aclaró Lucie a Dakota, y explicó con insistencia a su hija que lo único que ocurría era que Polly y sus amigos harían un vuelo más largo.
—Estará bien —afirmó Dakota—. Tengo una camiseta de más en mi mochila y te la puedes poner si quieres.
Todas las preocupaciones por la maleta de juguetes se olvidaron al instante.
Agarraron el equipaje de mano y a Dulce, el peluche de Ginger, el único miembro de la comunidad de los juguetes autorizado para viajar con las personas, pasaron por la aduana y se dirigieron al coche que las estaba esperando para llevarlas al recién restaurado hotel V de Roma. La estancia en el establecimiento había sido una de las muchas condiciones de James, pero Lucie estaba más que contenta de alojarse allí. La idea no le había causado tan buena impresión a Dakota, quien se sentía frustrada por las maniobras de su padre para inmiscuirse en su aventura. Se figuraba que aún la seguiría a todas partes cuando tuviera treinta años.
—A veces no se está en situación de exigir nada —repuso Catherine cuando Dakota le suplicó que evitara que James las acompañara—. He oído hablar de cosas mucho peores que trabajar en la oficina de desarrollo internacional de V en Italia. Tu padre es un hombre de talento y puede que, en contra de todos tus esfuerzos, acabes aprendiendo algo.
Últimamente Catherine también estaba insoportable, resultaba difícil localizarla para charlar y esas cosas.
No obstante, la joven se sintió emocionada en cuanto vio la campiña italiana y los pequeños automóviles que iban a toda velocidad por la autopista hacia Roma.
—¡Me encanta ver lugares nuevos! —exclamó Dakota mirando por la ventanilla del coche.
—A mí también —coincidió Ginger, que alargó el brazo y le tomó la mano a Lucie distraídamente.
Al cabo de poco llegaron a la ciudad y vieron pasar las tiendas y las viviendas rápidamente al otro lado del cristal, a gente paseando por las aceras, escogiendo fruta, hablando por el móvil. Igual que en Nueva York, salvo que era completamente distinto.