El comodoro (26 page)

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Authors: Patrick O'Brian

Tags: #Aventuras, Historico

BOOK: El comodoro
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Algunas horas después, Stephen, sentado en la cabina con un Reade totalmente mudo y dos autoridades portuarias, dijo:

—Y aparte de los pertrechos de guerra que pertenecen a esta embarcación, buque de pertrechos del navío de su majestad británica el
Bellona
, al que habrán visto no hará mucho —ninguno de los cuales puede considerarse como mercancía—, no hay nada más exceptuando un tesoro que me pertenece en propiedad, y que pretendo ingresar en el Banco del Espíritu Santo y del Comercio de esta ciudad. Conozco personalmente a don José Ruiz, su director, que fue la persona que me lo envío por barco en primera instancia. Como se trata de oro en guineas inglesas, queda, por supuesto, exento de contribuciones.

—¿Se trata de una suma importante?

—No sabría decirle de cuántas guineas se trata exactamente, pero el peso, creo, oscila entre las cinco y las seis toneladas. Esa es la razón de que deba rogarles a ustedes que me hagan la increíble merced de dar fondeadero adecuado a esta embarcación, y de prestarme una veintena de forzudos de confianza para transportar los baúles. Aquí —dijo señalando con un gesto un par de abultadas bolsas de loneta— les he dejado una suma que espero distribuyan de la forma que consideren más apropiada. ¿Puedo dar por sentado que hemos llegado a un acuerdo, caballeros? Puesto que, de ser ése el caso, debo apresurarme a desembarcar y hablar con don José al respecto del oro, y después irme derecho a presentar mis respetos al gobernador.

—Oh, señor —exclamaron—, a estas alturas el gobernador debe encontrarse a medio camino de Valladolid. No sabe usted cuánto lamentará no poder verle.

—¿Pero confío en que ése no será el caso del coronel don Patricio FitzGerald Saavedra?

—Oh, así es, así es. Don Patricio sigue aquí, con todos sus hombres.

* * *

—¡Primo Stephen! —exclamó el coronel—, cuánto me alegra verte. ¿Qué buen viento te trae a Galicia?

—Primero déjame preguntarte cómo estás y si eres feliz. ¿Te trata bien la fortuna?

—Por favor, la fortuna me tiene cogido por las partes pudendas, pero nunca permitas quejarse a un soldado. Habla, por favor.

—Bueno, veamos, Patrick, he traído a mi hija Brigid y a la dama que cuida de ella, porque me gustaría que pasaran un tiempo con la tía Petronila en Ávila. Cuentan con un sirviente, Padeen Colman, aun así, con el país tan revuelto, el viaje tan largo que les espera y como tengo que despedirme aquí mismo de ellos, no me gustaría que fueran solos, sin contar con alguien que hable español por ellos. Ruiz, el del banco, ha apalabrado un carruaje con un conductor que habla francés, y la guardia de rigor, pero no sabes cuánto te agradecería que pudieras prestarme a una docena de tus soldados y a un oficial. La verdad es que embarcaría mucho más tranquilo y feliz.

* * *

El coronel le dio buenos motivos para estarle agradecido. Observaba los ocho caballos que tiraban del enorme carruaje que avanzaba pesadamente colina arriba, detrás de La Coruña, con una escolta de soldados de caballería delante y detrás, y dos manos agitando dos pañuelos blancos, agitándolos y agitándolos de un lado a otro hasta que fueron engullidas por la distancia, pero nadie que viera el rostro de Stephen de pie en la amura de la
Ringle
, hubiera pensado que se le veía, ay, más feliz.

—Bueno, señor —dijo Reade, que a juzgar por el tono de su voz se sentía tan incómodo como compasivo, cuando Stephen entró en la cabina—, tenemos intención de largar amarras en cuanto ese portugués gigantesco de ahí se aparte de nuestro camino. Y ahora que lo pienso, señor, no recuerdo que usted me dijera adonde debíamos aproar en caso de que no encontráramos al comodoro en el Rompeolas.

—¿De veras no lo hice? —preguntó Stephen. Reflexionó sobre ello y volvió a reflexionar—. Jesús, María y José —murmuró—. He olvidado el nombre. Lo tengo en la punta de la lengua, pero me elude, es donde anidan los petreles, ¿o eran los frailecillos…? Murciélagos, eran murciélagos. En una vasta caverna por donde circula un vendaval, a cierta distancia en pleno mar. Islas… Lo tengo, lo tengo: ¡Las Berlings! Las Berlings, eso es, por mi alma.

CAPÍTULO 6

El sábado por la tarde avistaron las Berlings por la amura de babor, huérfana la
Ringle
del viento de juanetes que había jugado a las bochas con ella desde el cabo Finisterre, viento quizás asustado por el estruendo de la batalla que se oía al suroeste, a estribor.

La goleta, dispuesta para la acción, se cubrió de más y más lona, orientada para aprovechar el menor soplo de viento y arrumbada hacia la incertidumbre de lo que le aguardaba por la amura de estribor. El doctor Maturin, apartado del pasamanos desde el cual había estado observando las nubes de aves marinas perturbadas por las detonaciones, a medida que trazaban amplios círculos sobre las lejanas rocas, fue enviado abajo, a ese sombrío y atestado espacio triangular en el que tendría que atender a los heridos, sin ayuda, si la
Ringle
podía hacer avante rumbo suroeste a tiempo de unirse a la refriega, prodigiosa refriega a juzgar por la trapisonda de las andanadas que partían de los navíos de línea, nada más y nada menos.

Mould, el mayor, a la par que el más liviano de los marineros embarcados, pecador de piel arrugada y cinco pies de altura, se encontraba en el tope armado de un catalejo. El embriagador aroma de la pólvora se extendió por cubierta arrastrado por el viento, en el mismo instante en que gritó:

—¡Cubierta, ahí! Veo algo más allá del humo y la oscuridad. Es la escuadra, que practica con los cañones. Distingo el gallardete del
Bellona
. Veo claramente al
Stately.

El viento, amable, refrescó al son de sus palabras, y se llevó consigo los penachos de humo blanco que despedían los cañones hasta revelar ante su mirada a toda la escuadra —a la que se habían sumado dos bergantines y una goleta de Lisboa—, al tiempo que impelía a buen paso a la
Ringle
hasta el punto de reunión.

Reade se apresuró a descender para tranquilizar al doctor.

—Si no parecía un combate de verdad, un combate de línea, me como el sombrero —dijo—. Si coge usted mi catalejo, podrá ver que han estado disparando desde ambos costados a objetivos dispuestos a lo largo de la línea de barcos. ¡Desde ambos costados! ¿Había oído usted algo parecido, señor?

—Jamás —respondió Stephen, armado con la verdad absoluta. Su puesto de combate se encontraba en la enfermería del sollado o lo que podía ser su equivalente, y aunque en ciertas ocasiones, todas ellas memorables, cuando el tambor no había redoblado a zafarrancho, se le había permitido observar a oficiales, guardiamarinas y marineros llevar a cabo los ejercicios con los cañones, nunca los había visto servir a la vez las piezas de ambos costados de un barco. Sucedía en raras ocasiones en un combate real, excepto, claro está, cuando el combate se convertía en un enfrentamiento generalizado, como pasó en Trafalgar. Pero no se producía casi nunca durante una práctica. Uno de los motivos era el precio de la pólvora; el gobierno suministraba una exigua cantidad de pólvora, que tan sólo bastaba para llevar a cabo una práctica con los cañones de un costado. Cualquier cosa que fuera más allá tendría que salir del bolsillo del capitán, y pocos capitanes había que estuvieran tan convencidos de la importancia de la artillería, y fueran lo bastante adinerados como para adquirir la cantidad de pólvora necesaria y conseguir con ella que la dotación del barco tuviera la suficiente experiencia para llegar a efectuar tres disparos bien apuntados en el espacio de cinco minutos. Algunos, como Thomas de la
Thames
, hombre razonablemente próspero, tenían la convicción de que la brusquedad en la maniobra, el brillo de los metales, la impoluta pintura de los costados, unas vergas ennegrecidas y el arrojo natural del pueblo inglés servirían para coronar con éxito cualquier propósito, de modo que sus prácticas con los cañones no iban más allá del hecho de destrincarlos y llevarlos de un lado a otro sin más, sin siquiera aprovechar la cantidad extra proporcionada, por el gobierno. La mayor parte de estos oficiales habían participado en pocos combates, quizás en ninguno. Por su parte, Jack Aubrey había tomado parte en muchos más combates que la mayoría; y él, al igual que buena parte de sus amigos, estaba convencido de que por mucho coraje que uno tuviera no se podía ganar por la mano a un enemigo de igual fuerza que disfrutara del barlovento y que pudiera disparar más rápido y con precisión. Además, había comprobado los efectos desastrosos de no adiestrar a la dotación en el disparo de ambos costados. En una ocasión, por ejemplo, al estar de pasajero a bordo de la fragata de su majestad
Java
, cuando ésta se enfrentó a la
Constitution
, fragata de los Estados Unidos, hubo un momento en la batalla en que el americano presentó su vulnerable popa al barco inglés, pero los marineros, que habían estado sirviendo los cañones del costado de estribor carecían de las luces necesarias y, sobre todo y ante todo, del adiestramiento imprescindible para barrer su popa con efectividad con los cañones de babor. La
Constitution
se marchó casi de rositas y, aunque poco después, henchidos de valor, intentaron tomarla al abordaje, no sirvió de nada. Al finalizar aquel día de diciembre, la
Java
, abatida, fue apresada y quemada, mientras que sus supervivientes, incluido Jack, fueron hechos prisioneros y conducidos a Boston.

Ahora disponía de dinero suficiente como para gastarlo en la cantidad que quisiera de pólvora; y ahora, también, decidido a tener bajo su mando a una escuadra que pudiera enfrentarse a cualquier enemigo de igual porte, había ordenado llevar a cabo un ejercicio de fuego real de proporciones homéricas, y dispuesto a todos sus barcos en línea de combate para que pudieran abrir fuego al pasar contra objetivos diseminados a un cable de distancia, a quemarropa.

A medida que la
Ringle
cerró sobre el buque insignia, que formaba al pairo en mitad de la línea, Stephen observó no sin cierta inquietud que aunque la superficie del océano era llana como el cristal, con apenas un solo pliegue, su cuerpo principal, esa enorme masa líquida, subía y bajaba arrastrada por un intenso oleaje procedente del sur, movimiento claramente visible entre los botes que formaban a los costados del
Bellona
, ya que el comodoro había reunido a los capitanes del
Stately
, la
Thames
y la
Aurora
, y sus falúas se elevaban y caían de un modo sorprendente. La experiencia le decía que cualquiera que no llevara el mar en la sangre tendría dificultades para subir a bordo sin arriesgarse a sufrir una desgracia; sin embargo, aún reflexionaba al respecto de aquel particular cuando la
Ringle
se deslizó bajo la popa del
Bellona
, fue derechita a situarse por su costado de babor y se enganchó a las cadenas de la mesa de guarnición del trinquete.

—Señor Barlow —llamó Reade al segundo del piloto, situado en el castillo de proa—, écheme un amante aquí para la almohada de estiba del doctor. Un amante de gruesa mena, si es tan amable —añadió con cierto énfasis.

Y un amante de gruesa mena le echó; después de aseguradas las pertenencias del doctor, se le pidió que se sentara en su baúl de marino, cogido al cabo con ambas manos.

—Agárrese fuerte, señor, y no se le ocurra mirar abajo —advirtió Reade; entonces, en la cresta de la ola, gritó—: Allá va. Ahora, poco a poco y sobre vuelta.

Stephen y sus pertenencias se elevaron en el aire, se balancearon sobre el navío de línea y se posaron en cubierta con un golpe tan suave que no hubiera roto un huevo.

—Vaya, Caley… —dijo mientras observaba una de aquellas caras conocidas, después de dar las gracias a los marineros. Cogió con suavidad la oreja izquierda del marinero en cuestión, oreja que había cosido después de que un compañero algo juguetón le arrancara buena parte de ella, y añadió—: Muy bien, tienes la misma capacidad para recuperarte que un cachorrillo. —Y sin más se dirigió a popa por el pasamanos de babor, respondiendo a la media docena de inclinaciones de cabeza y gestos diversos que le dedicaron sus antiguos compañeros de tripulación, puesto que la práctica totalidad de los marineros de la
Surprise
que no tenían hogar en Shelmerston navegaban ahora con el capitán, en el
Bellona.

Al acercarse al alcázar vio salir de la cabina del comodoro al capitán Thomas de la
Thames
. Parecía furioso: su rostro había adquirido un color peculiar, y la cólera que recubría como una capa la piel morena confería a su faz el aspecto de una máscara. Pitaron cuando descendió por la borda con la debida ceremonia, sin saludar ni nada por el estilo, en marcado contraste con Duff del
Stately
, y Howard de la
Aurora
, quienes le habían precedido en sus respectivas falúas.

Stephen observó las miradas de inteligencia y las sonrisas particulares que cruzaron los oficiales reunidos con la debida formalidad en el alcázar, pero en cuanto la falúa de la
Thames
se hubo alejado, Tom Pullings asomó por la porta de entrada con una amplia, candida y alegre sonrisa dibujada en su rostro, una sonrisa completamente distinta a las demás, y se apresuró hacia Stephen, exclamando:

—Bienvenido a bordo, querido doctor, bienvenido a bordo. No esperábamos verle tan pronto, menuda sorpresa. Venga a ver al capi… al comodoro. Se sentirá muy contento y aliviado de verle. Pero antes permítame presentarle a mi segundo teniente, el primero figura en el parte de enfermos, nada del otro mundo. Teniente Harding, le presento al doctor Maturin.

Se estrecharon la mano, cruzando atentas miradas, puesto que los compañeros podían llevarse bien o mal y convertir cualquier destino en un infierno o un cielo. Ante el cortés «¿Cómo está usted, señor?», el otro respondió «Encantado de conocerle».

Aquella fue la primera ocasión en que Stephen veía a Pullings enfundado en el tan ansiado uniforme de capitán de navío, y después, al reparar en ello, dijo:

—Qué bien te sienta ese uniforme, Tom.

—Vaya, señor —dijo Pullings, que rió alegre—. Debo admitir que amo este uniforme de todo corazón.

Llegaron al lugar donde hacía guardia el infante de marina.

—Debo dejarle aquí, señor —dijo Pullings—, pero traeré mi informe sobre las cadencias de fuego en cuanto esté redactado como Dios manda. No hay un momento que perder, porque la mitad de los números escritos en la tablilla siguen en mi cabeza, y la otra mitad están en la del señor Adams.

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