—Dios mío…
Dominó una arcada. Sintió un mareo repentino, como si hubiese recibido un golpe contundente en la cabeza con un saco blando.
—No puede ser… —se horrorizó Pierre.
—Son…
—Las Matronas de la Voz. Toda la estirpe.
Permanecieron unos segundos inmóviles con la mirada anclada en aquellos cuerpos violados, algunos arrugados por la edad antes de resecarse al sol, otros que no habían despertado a la pubertad, ya simples fundas de ébano, atravesados en aquel bosque de maderos en punta coronados por cornamentas de cebú. La mayoría de ellas tenían los pies despedazados por los buitres.
La Bouche se volvió al tiempo que el chamán llegaba al lugar acariciando su machete, seguido del usurpador y de un puñado de guerreros.
—¡Sé dónde está Luna! —se le ocurrió gritar.
—¡Él sabe dónde está Luna! —tradujo Pierre de forma automática.
Ambovombe sintió una punzada en el pecho.
—¡Deteneos! —ordenó.
—¡No! —se desesperó el chamán.
—¡No me repliques! —le amenazó Ambovombe. Atravesó a La Bouche con la mirada que utilizaba para atemorizar a sus súbditos—. ¿Has dicho que sabes dónde está?
—Imaginad lo que sería si os la trajera de vuelta… —se regodeó nervioso el capitán—. El pueblo anosy se asombraría aún más de vuestro infinito poder.
Pierre tradujo como pudo, jadeando por la carrera. Matthieu escuchó horrorizado las siguientes palabras del salvaje.
—Tráeme su cabeza y dejaré que el rey de Francia vuelva a enviar súbditos suyos a Fort Dauphin. —Su cabeza…, retumbó en el cerebro del joven músico—. Siempre que esos súbditos traigan consigo mis armas —añadió.
Matthieu sintió algo parecido a un espasmo. La Bouche, en cambio, no pudo reprimir una sonrisa de satisfacción.
—¿Por qué me miras así? —le gritó al músico—. ¡Tú tendrás su melodía! ¿Qué te importa su cabeza?
—Esto es una pesadilla… —se lamentó Pierre antes de enfrentarse a Ambovombe sin contemplaciones—. ¿Qué hicieron estas mujeres para merecer semejante castigo?
—Todas sabían lo que planeaba la Garganta de la Luna —declaró el indígena con una gélida serenidad—. Es el castigo que merecen los traidores.
—La mayoría son unas niñas… —murmuró, incrédulo, Matthieu, negando con la cabeza—. ¿Cómo iban a saberlo?
—Habrían escogido a otra para ocupar el puesto de la sacerdotisa… —completó Pierre con un hilillo de voz.
Ambovombe escupió a la que tenía más próxima y abandonó el lugar seguido por el chamán y los guerreros.
La Bouche se acuclilló y dejó caer la mirada. Matthieu deambuló entre los postes, tocó la sangre reseca sobre la madera. Se arrodilló en el suelo a los pies de una matrona cuyo pelo liso le caía hasta las nalgas. Sentía una presión insoportable en la cabeza, como si todas las Matronas estuvieran chillando al mismo tiempo. El pestilente olor volvía el aire irrespirable.
—El antiguo rey de los anosy no se parecía en nada a su hijo —dijo el médico tras sortear un tartamudeo nervioso—. Su pueblo le amaba. Se limitaba a proteger su tierra…
Matthieu se volvió un instante para comprobar que La Bouche no podía oírle.
—Te juro que no haremos nada que pueda acrecentar el poder de Ambovombe —declaró con gravedad—. Confía en mí.
—Madagascar era un paraíso —siguió inconsolable el médico—. Las dieciocho tribus vivieron en armonía durante siglos, cada una en su territorio, hasta que pusimos pie en sus playas. Nosotros trajimos el germen. ¡No! Nosotros somos el germen. Las comunidades malgaches no conocían los monstruos. En sus mitos y leyendas se batían vivos y ancestros, pero no había monstruos. ¡Nosotros hemos creado el primero!
Matthieu tenía la sensación de estar precipitándose por un abismo. El clan de las Matronas de la Voz, después de haber superado los más demoledores caprichos de la naturaleza, de haber manejado las pasiones de los antiguos reyes de la isla del origen, perpetuándose a su amparo generación tras generación, había sido exterminado. El origen sucumbiendo al monstruo, como en la ópera de la Orangerie, y él un Amadís detrás de una princesa huida. La melodía ya sólo tenía una voz, virgen y renegada: la de la joven del cabello negro que navegaba en dirección a Libertalia. Le emocionaba pensar que unas horas después saldría en su busca, pero al mismo tiempo su mente se nublaba con pensamientos pavorosos. No podía dar media vuelta, ¡necesitaba la melodía!, aunque cada paso le acercase al aterrador final que parecía depararle el destino: el violín en el suelo, sobre la sangre derramada, impregnando la partitura y sus dedos, los cuales ya nunca volverían a tocar.
Dedicó una última mirada a los cuerpos vacíos de las Matronas de la Voz. Quería grabar aquella imagen a fuego en sus retinas, llevarse adherido a la piel el olor a descomposición y a ceniza, el eco de los gritos apresados entre los troncos afilados, los gritos resonando para siempre en la caverna más profunda de su corazón.
P
asaron varias horas tirados en el suelo de la choza de la circuncisión. Matthieu había convencido a Pierre de que debían seguirle el juego al capitán. Resultaba trágico, pero lo necesitaban para llegar a Libertalia y regresar a Fort Dauphin a tiempo de subirse al barco de la Compañía. Se verían obligados a improvisar para truncar sus planes y salvar a la sacerdotisa.
Ya había caído la noche cuando La Bouche se decidió a hablar.
—El día que nos cruzamos con Misson en alta mar me dijo que para llegar hasta él sólo tenía que buscar a su lugarteniente Caraccioli.
—¿Caraccioli, el sacerdote pirata? —preguntó Pierre de forma mecánica.
—Me aseguró que lo encontraría en el antiguo cementerio de barcos. Al parecer está surcando la derrota del sur para mejorar las cartas náuticas.
Pierre asintió levemente. Conocía bien el lugar al que se refería el capitán. Estaba ubicado en Sainte Luce, una playa cercana a Fort Dauphin en la que los primeros colonizadores franceses que pisaron la isla construyeron un fuerte provisional del que sólo quedaban unas cuantas piedras y restos de naves varadas.
—¿Y si Caraccioli no aparece? —intervino Matthieu.
—Prepararé un aparejo de fortuna en alguna de las barcazas que pueda aguantar la travesía y saldremos en su busca —dispuso La Bouche —. Tarde o temprano nos cruzaremos con él.
Durante unos segundos todos callaron.
—Es una locura —murmuró Pierre.
—¿Qué te preocupa? No me lo podrían haber puesto más fácil.
—¿Fácil? ¡Hablas de lanzarte al mar en una balsa! ¿Y qué conseguiremos aun encontrando a Caraccioli? ¿Piensas decirle que te conduzca hasta su colonia secreta para que puedas rebanar el cuello de la protegida de Misson?
—Misson me brindó la posibilidad de unirme a ellos, así que me bastará con decirle que acepto la oferta.
—¡Si haces eso tendrás que convivir una temporada en su república para ganarte su confianza y aceptar las misiones de prueba que te vayan encomendando! ¡Quizá te manden a las Comores o a Zanzíbar!
—No disponemos de tanto tiempo —objetó Matthieu.
—Lo tengo todo pensado —le tranquilizó La Bouche.
—¿Qué le dirás cuando te pregunte por el
Aventuré?
—siguió el médico.
—Le diré que tomé la decisión de abandonarlo mientras lo reparábamos tras el ataque, que mis hombres no quisieron acompañarme y les permití continuar su ruta hacia la India; que entonces apareciste tú y mediaste con los anosy para que nos proveyeran de una nave.
—¿Y cómo explicarás la presencia de Matthieu en todo esto?
Fue el propio músico quien contestó, poniendo de su parte para perfilar el único plan del que por el momento disponían.
—Le diré que Su Majestad me había enviado a la India para reclutar nuevos músicos e instrumentos exóticos para su ballet de Versalles.
—¡Muy hábil! —celebró La Bouche.
—Y que siempre me habían fascinado las leyendas de piratas —completó—, por lo que me lancé a ciegas a una nueva vida en libertad. Al fin y al cabo ésa es la propia historia de Misson. ¿Por qué no habría de creerme?
—Misson es un gran amante de la música —apuntó La Bouche, pendiente del gesto de preocupación de Pierre—. Le seducirá la idea de tener un verdadero violinista en su colonia.
El médico caviló durante unos segundos.
—Supongamos que conseguimos que Caraccioli nos conduzca a Libertalia. ¿Cómo piensas sacarnos de allí después? ¿También has pensado en eso?
—Es cierto… —se apagó Matthieu.
—Misson dijo que se había propuesto renovar las cartas náuticas de todo Madagascar, ¿no es cierto? —recordó La Bouche. Matthieu asintió—. Pues ahí tenemos la solución: le convenceré para que mi primera misión sea dibujar el mapa de la costa sur. Sabe que conozco mejor que nadie el área de Fort Dauphin: sus bajíos, arrecifes, la profundidad de las bahías… Estoy seguro de que cuando se lo proponga fletará un barco y lo pondrá a mis órdenes. ¡La noche antes de zarpar decapitaré a la sacerdotisa y para cuando se den cuenta ya no podrán alcanzarnos! —Matthieu sintió cómo el corazón se le aceleraba hasta la extenuación. El capitán se dirigió a él—. Tendrás que darte prisa en transcribir su melodía.
—Ya buscaré el modo —consiguió articular.
—Así me gusta. ¡Le entregaremos la cabeza al usurpador y volveremos a Francia con la partitura y el tratado firmado!
Se reclinó sobre la pared de madera con la misma cara de satisfacción que mostraría tras haberse dado un festín. Matthieu se esforzaba en no dejar entrever su ansiedad. A La Bouche se le allanaba el terreno a cada paso mientras él se dejaba arrastrar hacia un desenlace propio de las tragedias griegas.
—Pierre —le interpeló el capitán—, todavía no has dicho nada.
El médico se fijó en un guerrero anosy que, drogado por la savia de las hojas que masticaba, introducía la cabeza por una ventana de la choza.
—Al fin y al cabo las cosas no se pueden poner peor —accedió.
A la mañana siguiente fueron conducidos de nuevo a la explanada de las asambleas. Allí los esperaba un puñado de guerreros que les servirían de escolta hasta el cementerio de barcos. El chamán los bendijo con un alcohol rojo destilado a partir de la cáscara de un árbol que crecía en las laderas del valle y habló a los ancestros, con la mirada puesta en las nubes, como quien conversa con una persona viva. Sin más demoras, los tres franceses salieron en hilera detrás de los guerreros. Matthieu se giró hacia Ambovombe, quien le taladraba con sus ojos entrecerrados desde el trono cubierto de monedas. Pensó que la próxima vez que volviese allí sería para quemar aquel lugar.
A Matthieu se le rompía el alma cada vez que recordaba las atrocidades que había presenciado en el poblado y el destino difícilmente revocable de su amada Luna, pero ello, lejos de abrumarle, le animaba a seguir adelante. Se sabía el único capaz de dar la vuelta a las cosas, y también era consciente de que las soluciones no florecerían sobre el odio. Necesitaba emocionarse, sentir… Sería así como las repuestas fluirían por sí solas, al igual que ocurría cuando creaba música. Tenía que conseguir escuchar de nuevo el pulso de la isla, su corazón latiente. Se obligaba a contemplar la iridiscente paleta que exhibían los camaleones gigantes para comunicarse, a escuchar los chillidos de los murciélagos de la fruta que dormitaban colgados de las ramas de los tamarindos. Emocionarse… sentir… En una parada que la caravana hizo al borde de un cañón, al fondo del cual se elevaban unas caprichosas formaciones de piedra erosionada que, por el color y la forma, se confundían con un incendio vivo, se acercó con sigilo a un insecto palo que desplegaba sus alas púrpura para intimidar a un lagarto.
—Ya te dije que ni la imaginación del escritor más fecundo sería capaz de igualar tanta magia —dijo Pierre yendo hacia él.
Eran las primeras palabras que pronunciaba desde que abandonaron el poblado. A Matthieu le satisfizo volver a escuchar su voz.
—No me extraña que pasases años recorriendo esta isla, ni que llegase un momento en el que no quisieras volver a casa —repuso.
Se tumbaron derrengados sobre la tierra roja.
—¿Y a ti? —le preguntó el médico—. ¿Quién te espera en París?
Le tomó desprevenido.
—Déjalo…
—No me digas que no hay nadie. Si yo tocase el violín como tú y además tuviera ese rostro tallado por Bernini… —fue capaz de bromear.
Matthieu pensó en Nathalie.
—Ni siquiera recuerdo el primer sonido que escuchamos juntos.
—¿El primer sonido?
Miró a Pierre a los ojos y alargó una pausa.
—¿Para qué habría de esperarme? En toda mi vida no he merecido a nadie.
—Creo que te valoras poco.
—Tal vez haya pecado de lo contrario.
—¿Qué importa en realidad? Se trata de hacer las cosas mejor cada día, no de comprender el porqué de nuestros errores pasados. Muchas veces nuestra propia vida se nos antoja como un jeroglífico difícil de descifrar.
—Un jeroglífico…
—Así es.
—Tengo que enseñarte algo —le anunció Matthieu, saliendo de su propia nebulosa—. Quizá tú puedas ayudarme.
Metió la mano en la bolsa de cuero y desplegó el epigrama de Newton. Las frases parecieron desperezarse al entrar en contacto con el aire: «Sol, tus rayos no llegan a tocarme. Parpadea en la oscuridad como al principio y yo, tu Luna, derramaré lágrimas sobre el fruto…».
—Sobre el fruto… —repitió el médico.
—Sigue leyendo.
—«¿Qué eres tú sin mi abrazo, y qué puedo hacer yo, sino gritar, si te apagas?» —terminó de recitar en voz alta—. ¿Qué significa?
—Esperaba que tú me dieras alguna respuesta relacionada con esta isla.
—¿De dónde lo has sacado?
Matthieu no quería mentirle, pero tampoco hablarle del científico. Se decidió por una verdad a medias.
—Me lo entregó mi tío, Marc-Antoine Charpentier.
—¿Eres sobrino del compositor? ¡Esto sí que no me lo esperaba!
—Todo se lo debo a él.
Pierre le contempló callado durante unos segundos.
—¿Qué demonios esperabas embarcándote en esta locura? ¿Dejaron de parecerte estimulantes las enseñanzas del maestro Charpentier?
Aquellas palabras, pronunciadas por Pierre de forma inocente, removieron en Matthieu sentimientos encontrados, aún más confundidos por la angustia de no saber qué estaría ocurriendo en ese mismo momento al otro lado del planeta.
—Si se te ocurre alguna solución para el acertijo, dímela —resolvió mientras guardaba el manuscrito de forma apresurada en la bolsa—. O, mejor aún, olvídalo. No quiero que te vuelvas tan loco como yo.