—Aun así, no creo que la coincidencia de fechas sea casual —reflexionó Matthieu.
—¿En qué estás pensando?
—Hemos de reunimos con Newton cuanto antes —dispuso sin más explicación—. ¿Dónde está alojado?
—En una vivienda del puente Saint-Michel que alquilé para él.
—Salgamos —le pidió Matthieu a su tío.
—¿En el puente de los artesanos? —intervino el padre.
—Está utilizando las habitaciones de un librero que se ha mudado a la calle de la Harpe. Se encerró allí el primer día con todos los artilugios que trajo de Inglaterra y no ha vuelto a salir.
—Ese barrio está siempre lleno de gente, da igual a la hora que vayas. ¿No sería mejor que os encontraseis con él en cualquier otro sitio?
—Es el sitio perfecto —resolvió Matthieu.
Elevó la vista hacia la ventana del primer piso. Allí seguía Luna, apenas tapándose los pechos con los brazos, con la frente pegada al cristal.
«Será la última vez que te abandone», pensó el músico, sabiendo que ella le entendía con sólo mirarle.
R
ecorrieron la calle des Augustins hasta llegar al puente Saint-Michel, uno de los que unían el extrarradio de la ciudad con la isla de la Cité. Matthieu disfrutó durante un segundo la visión de las torres de Notre Dame sobresaliendo entre los tejados apelmazados. Apenas podía creerse que estuviera de vuelta en París. Era media tarde y los muelles estaban atestados de carruajes y gente que iba y venía. Los comerciantes hacían cola en las escaleras para recoger los fardos de las barcazas. El nivel del Sena había descendido y los caballos aprovechaban para bajar por una rampa y beber desde una suerte de playa embarrada que acumulaba desperdicios.
—Es allí, la primera ventana sobre el segundo arco —señaló Charpentier.
El puente había sido reconstruido en piedra, mejorando así la antigua estructura de madera que durante siglos había sufrido constantes incendios y derrumbes. Sus tres enormes pilares se veían obligados a soportar no sólo el peso del propio puente y de la gente que lo cruzaba a todas horas, sino también de las dos hileras de edificios de ladrillo que se levantaban sobre él, una a cada lado del carril de paso, cuyas fachadas caían a plomo sobre el canal. Newton ocupaba una pequeña estancia en uno de los de la cara oeste. Prefería contemplar la puesta de sol a ver amanecer, según le había dicho al compositor cuando hablaron de buscar un alojamiento.
Se abrieron paso entre el olor acre del colorante de los tintoreros y el tufo a aguafuerte que desprendía el cubículo de un grabador. Como había apuntado el padre de Matthieu, las casas del puente estaban ocupadas en su mayoría por artesanos de los más variados oficios: orfebres, perfumeros, tapiceros, fabricantes de arpas y de calzado. El edificio que ocupaba Newton estaba pegado a una taberna atestada. Charpentier se ocultó el rostro con su capa, temiendo que le reconociera alguno de los nobles que acudían allí a saborear vinos de Beaune, por aquel entonces los preferidos del Rey Sol, y otros que el tabernero se esforzaba en conseguir para impresionar a los clientes, como unos de exquisita factura traídos de una pequeña región española enclavada en el valle del río Ebro. Enfilaron la escalera ennegrecida. La humedad lo volvía todo seboso.
—¿Quién anda ahí? —gritó una voz desde el interior cuando Charpentier llamó a la puerta.
—Soy yo. Vengo con alguien que te alegrará conocer.
—¿De quién se trata?
—Mi sobrino Matthieu. Ha vuelto.
Tras un instante de silencio se escuchó una tos bronca. El tétrico sonido del cerrojo precedió a una inesperada imagen del científico: la cara sudorosa, envuelto en una nube de vapor de azufre, las uñas negras, sujetando la puerta con recelo.
—¿Hay alguien más con vosotros?
—¡Claro que no! —se quejó el compositor empujando hacia dentro.
Cerraron tras de sí. El suelo crujía a cada paso. La luz que se filtraba por la ventana que daba al canal, casi opaca por la suciedad, apenas iluminaba la habitación. En el otro extremo vibraba la llama del horno. Newton, que rara vez dormía más de cuatro horas, mantenía el fuego encendido día y noche. Había dispuesto útiles de alquimia por toda la estancia y aún quedaban otros muchos amontonados sobre una mesa, en la que también tenía dos libros abiertos:
La fuga de Atalanta,
el tratado hermético que el doctor Evans utilizó para seducir a Charpentier en las reuniones que celebraban en casa de la duquesa de Guise, y el
Agrícola metallis,
un volumen desvencijado que profundizaba en la parte más tangible de la transmutación de los metales.
Matthieu le saludó de forma espontánea, con más familiaridad de la que jamás habría pensado brindarle a una persona de su alcurnia. El científico, que conservaba su porte distinguido aun estando enfundado en aquella camisola amarilleada por el sudor acumulado durante dos semanas, le contestó con maneras tan exquisitas como carentes de simpatía. Desde el primer momento, Matthieu percibió en su rostro la desazón de alguien que vivía en búsqueda constante, lo que se traducía en una persistente hostilidad.
Sacó la partitura de la bolsa. El inglés, lejos de apresurarse a cogerla, evitó incluso fijarse en ella. Atravesó a Matthieu con la mirada.
—¿Crees que hago esto por el oro? ¿Me ves como un miserable quemador de carbones? —le preguntó de súbito, refiriéndose de forma despectiva a los alquimistas tradicionales que carecían de cualquier aspiración espiritual y concentraban todas sus ansias en asistir al momento en el que el plomo comenzase a brillar.
El joven músico se tomó unos segundos para pensar.
—Creo que necesitáis convenceros de que sois capaz de llegar al final.
Newton miró a Charpentier.
—¿De dónde has sacado a este chico?
—¿Por qué no nos concentramos en…?
—Es la mejor respuesta que podría haber escuchado —le interrumpió, dejando a un lado el tono amargo. Se volvió de nuevo hacia Matthieu con cierta condescendencia—. Cuando termine este experimento podré vanagloriarme de haber leído la mente de Dios, y tú habrás participado de forma activa. ¡Estoy a un paso de culminar la última fase en la elaboración de la Piedra Filosofal! ¡Por fin escribiré el capítulo final de mi
Index Chemicus
y callaré a tanto inepto! —exclamó, refiriéndose a su obra alquímica más ambiciosa.
Entonces sí le arrancó la partitura de la mano y la analizó con detenimiento.
Matthieu percibió desde un principio las extremas contradicciones que atenazaban al científico: su genial capacidad para el análisis experimental convivía con el misticismo exacerbado que le había llevado a buscar respuestas en la tradición hermética y, al mismo tiempo, con una egolatría y vanidad devoradoras que le hacían aceptar la adulación como aliento vital.
—Como ya le dije a mi tío en la Bastilla la primera vez que me habló de vos —comentó Matthieu para crear un ambiente cordial—, me resulta difícil entender cómo sois capaz de vivir entre dos mundos aparentemente incompatibles. La mayoría de los científicos consideran la alquimia una patraña del pasado más oscuro.
—No me molestes ahora —le cortó el inglés con frialdad sin apartar los ojos del pentagrama.
Charpentier le hizo un gesto a su sobrino pidiéndole calma.
—Miradme cuando me habléis —le reprochó Matthieu sin hacer caso del ruego de su tío—. No olvidéis que he sido yo quien ha viajado al otro lado del mundo para traeros esta partitura.
Newton se volvió, desconcertado. Permaneció pensativo durante unos segundos.
—Es cierto que mi ciencia está bañada de alquimia, y lo mismo puede decirse al revés —le explicó por fin—. Pero ¿dónde empieza la una y dónde termina la otra? Observa las conclusiones de mis tratados sobre óptica. ¿Acaso los cambios de los cuerpos en luz y de la luz en cuerpos no son transmutación pura? ¡Toda la naturaleza lo es! ¡Mira! —Le cogió del brazo y lo acercó a la ventana—. ¡El Creador dio forma a una naturaleza viva, a un cosmos interconectado, entre sí y con Él mismo, en el que todos sus elementos están en constante transmutación, oscilando entre la perfección y la degradación! ¡Todo depende de cómo se reorganicen sus partículas esenciales, en las que radica la materia universal común a todas las cosas!
—¿Interconectados? —se sorprendió Matthieu—. ¿Materia universal común a todas las cosas? ¿Afirmáis que todo lo que veo son pequeñas porciones del propio Dios?
Newton negó con la cabeza.
—El mundo no puede ser considerado como una parte de Dios. Él es un ser uniforme, todo ojo, todo oído, todo cerebro, toda fuerza de sentir, de comprender, de actuar, y todo ello de una manera que no es humana. Lo que afirmo, Matthieu, es que todo está supeditado a unas leyes supremas inspiradas por Él al principio de los tiempos. Piensa en nuestro sistema de sol, planetas y cometas. ¿No te abruma tanto orden y belleza? ¿Qué les impide a las estrellas caer las unas sobre las otras? Formamos parte de un universo hermanado. Las mismas leyes que rigen la atracción de los ingentes planetas son trasladables a las ínfimas partículas esenciales, que también se atraen entre sí organizándose en millones de combinaciones diferentes y dando lugar a millones de formas y cuerpos. ¿Qué pensarías si te dijera que la teoría de la gravitación universal vino a mi mente mientras estudiaba la fuerza magnética del régulo estrellado de antimonio para confeccionar mi Piedra Filosofal? —afirmó, refiriéndose a un mineral cristalizado del que se servía en sus procesos alquímicos.
—Creía que la teoría se os ocurrió mientras veíais caer una manzana.
—¿De verdad me consideras tan ingenuo como para revelar a los cuatro vientos la fuente real de mi conocimiento sobre las fuerzas gravitacionales o sobre cualquier otra disciplina científica? Además —añadió—, los mortales quieren manzanas, no complicados análisis que jamás llegarían a entender.
Volvió a toser. Sin duda el respirar a todas horas los efluvios que desprendía el alambique le estaba destrozando por dentro.
—¿De veras son ciertas las facultades que se le atribuyen a la Piedra Filosofal?
Newton no pudo ocultar un brillo en sus ojos.
—La Piedra es un agente que, valiéndose de las mismas leyes con las que el Creador confeccionó el mundo, puede recomponer la naturaleza a su antojo. Al igual que puede transmutar los metales, aislando sus partículas esenciales, reduciéndolas al caos originario y reorganizándolas para que adopten la forma del oro, puede transmutar el espíritu.
—Entonces es cierto lo que me contó mi tío. Podéis recomponer el alma degradada del ser humano…
—Quien posea la Piedra sentirá de inmediato sus efectos, experimentará una regresión al momento sublime en el que el alma era una música bella y en perfecta armonía con el resto del cosmos.
—Es increíble…
—Denominarlo increíble sería atentar contra la fe. Utilicemos el término «fascinante».
Matthieu dio una vuelta alrededor de la mesa en la que se acumulaba el material de laboratorio. Después fue hacia el horno. Acercó la mano, como para sentir su calor.
—Ten cuidado… —le dijo Charpentier con un inevitable brote paternal.
Newton comenzó a revolver entre los frascos que guardaba en un arcón de madera. Sacó dos de ellos.
—Mirad.
—¿Qué guardáis ahí?
—La materia prima de la Piedra Filosofal.
—¿Ya la tenéis?
—Tengo los dos elementos que utilizaré para componerla.
—¿Cuáles son?
Elevó uno de los frascos.
—El primero es el mercurio filosófico, un mercurio de cualidades muy superiores al ordinario. —Pegó el ojo al cristal para mirarlo de cerca—. Conseguí hacerlo amalgamando mercurio ordinario con una aleación de régulo estrellado de antimonio, el componente del que antes os he hablado. Es una manifestación cristalina del Dragón Negro, de extraordinarias propiedades magnéticas —explicó, refiriéndose en términos crípticos al mineral del cual a su vez se obtenía.
—¿Y el otro? Parece oro.
—Lo es. El oro también forma parte de la propia Piedra, pues traslada su pureza al resto de metales que se vayan a transmutar. Lo que me faltaba saber era el proceso que ha de respetarse mientras se funden el uno con el otro en el crisol. Para obtener la Piedra Filosofal y que el resultado del experimento no se reduzca a una pasta requemada han de seguirse unos métodos de calentamiento extremadamente precisos.
—Ése es el secreto que nos revela la partitura —dedujo.
—Así es. Nos contesta a las más diversas preguntas: ¿En qué momento he de dejarlos reposar? ¿Cuándo he de volver a avivar la llama? ¿Con qué potencia? ¿Cuándo deberé retirarlos del fuego? ¿Habré de hacerlo durante un rato o ya definitivamente? Cualquier alteración en el proceso conduce al fracaso. Por eso te insistíamos en que un solo error en la transcripción de la melodía original haría la partitura inservible.
—Todavía no me habéis dicho cuál es la clave para leerla.
Newton dudó un instante antes de contestar.
—Los tiempos se extraen de los diferentes intervalos de la melodía —reveló por fin—, según sean de tercera, de cuarta, de quinta… siguiendo una por una la sucesión de notas que la componen; la potencia del fuego depende de si esas notas son blancas, negras, corcheas, semicorcheas, silencios… teniendo en cuenta además si cada grupo melódico está interpretado
legato
o
staccato.
Parece complicado —concluyó de forma condescendiente—, pero responde a una criptografía relativamente sencilla. Al fin y al cabo, la técnica musical no deja de ser una extensión de las matemáticas. Confío en que no te hayas confundido en ninguna suma.
—La transcripción es exacta —declaró Matthieu harto de que el científico cuestionase su trabajo antes de probarlo.
Newton le miró a los ojos.
—Eso espero.
Se dio la vuelta y comenzó a preparar su instrumental.
M
atthieu y Charpentier se acomodaron en dos sillas que colocaron junto a la puerta de entrada para no estorbar al científico, que no dejaba de caminar de un lado a otro de la habitación. Matthieu observaba con detenimiento cómo extendía la partitura sobre la mesa y limpiaba con sumo cuidado el crisol en el que había de realizar el experimento. Volcado en su trabajo, Newton parecía una persona diferente. Sus ojos destilaban emoción. Al poco se escuchó un ruido al otro lado de la pared.