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Authors: Federico Andahazi

Tags: #Aventuras, Ciencia Ficción

El conquistador (3 page)

BOOK: El conquistador
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Tepec había criado a sus hijos en los antiguos principios de sus antepasados toltecas, término este último que significaba «hombres sabios». Y así consideraba Tepec a sus ancestros antes de que triunfara la nueva facción de los guerreros. A juicio del anciano, la guerra no sólo había hecho que los toltecas dejaran de ser sabios, sino que, sencillamente, hizo que dejaran de ser. Tepec nada podía hacer para impedir que sus hijos marcharan al frente de batalla; al contrario, era su obligación como funcionario entregarlos para que sirvieran al ejército del emperador. El día que se despidió de ellos se recriminó el hecho de haberlos educado en la ciencia, la poesía y el conocimiento, en lugar de templarlos en la lucha y el arte militar. Finalmente, la guerra parecía ser el único destino que podía esperar un hombre joven.

Todo esto recordaba el viejo, mientras encendía una rama de ahuejote, velando por la recuperación del pequeño, que descansaba con un sueño frágil, quebrado por el dolor. Y cuanto más miraba al niño, tanto menos podía olvidar a sus hijos. Cuántas veces había tenido que pasar la noche despierto para atenderlos cuando estaban enfermos. Y ahora, se decía Tepec, en el otoño de su existencia, debía empezar nuevamente. No pensaba en el sacrificio que significaba criar un hijo, sino que se resistía a la idea de que el pequeño sufriera. Por otra parte, sabía que él no viviría muchos años más y que, de hecho, lo estaba condenando, nuevamente, a la orfandad.

Mientras el humo de la rama ardiente invadía el aire, en la misma medida se iba poblando de recuerdos la memoria del viejo. Jamás iba a olvidar el día en que recibió la terrible noticia. Después de varias lunas sin saberse nada, corrió la voz: desde la montaña estaban llegando, por fin, las tropas. La gente salía de las casas o interrumpía sus trabajos para ir a recibir a los heroicos hijos de Tenochtitlan. Entre ellos, claro, corrían también Tepec y sus esposas. Sin embargo, en lugar de encontrarse con un ejército victorioso, pudieron comprobar que se trataba de unos pocos hombres devastados por la fatiga y la vergüenza. Habían sido derrotados. Sólo había logrado sobrevivir ese puñado de soldados. Traían las armas quebradas, los ropajes hechos jirones y las peores noticias. Tepec supo por boca de ellos que uno de sus hijos, el mayor, había sido alcanzado por una flecha enemiga que le atravesó el cuello y murió sin sufrir. En cambio el menor, de apenas trece años, había caído prisionero y su corazón fue ofrendado al Dios de la Guerra. Aquel Dios infausto al que su propio pueblo rendía pleitesía. Unos y otros se estaban matando en nombre de las mismas deidades. Si había un Dios tan ignominioso para exigir la vida de propios y ajenos, de los hijos de los unos y los otros, entonces el enemigo no podía ser otro más que ese Dios. Así pensaba el viejo.

Tepec creía que habría de ser imposible vivir con semejante dolor. Pero no sólo sobrevivió a eso, sino también a la muerte de sus dos esposas; ése era el precio de la longevidad. Recostado con el niño sobre su pecho, el viejo miraba atento la brasa de la rama para darle el remedio no bien dejara de arder.

Tres días con sus noches pasó Tepec peleando contra el sueño. Tres días con sus noches sin que se le pasara una sola toma de la medicina. Tres días con sus noches velando, literalmente, para que la madera no dejara de arder. Tres días con sus noches consolando al niño cada vez que lloraba. Y al cabo de esos tres interminables días con sus noches, el niño se restableció. Contra todos los pronósticos y los sombríos augurios de los sacerdotes, se curó por completo. El viejo Tepec consiguió arrancarlo de las garras sangrientas del Dios de la Guerra primero y de las manos mórbidas de la enfermedad después.

Al término de tres días con sus noches, el anciano pudo ver, por fin, cómo aquel hijo que Quetzalcóatl, el Dios de la Vida, puso en sus manos, dormía con un sueño plácido. Con esas mismas manos sarmentosas, huesudas y arrugadas, Tepec alzó al niño hacia el cielo de la madrugada y le puso por nombre Quetza, que significaba «El resucitado».

5. LAS VOCES DEL VALLE

A diferencia de la mayoría de los padres de Tenochtitlan, quienes consideraban a sus hijos como un regalo de los dioses, Tepec creía, al contrario, que había que protegerlos de ellos para que no se los arrebataran en guerras o sacrificios. Antes de ingresar al
Telpochcalli
o al
Calmécac
, los dos fundamentos de la educación mexica, la instrucción de los niños durante los primeros años, quedaba en manos de la familia: las mujeres educaban a las hijas y los padres a los hijos varones.

Tal vez porque ya tenía edad sobrada para ser abuelo, quizá porque el hecho de haber perdido a sus hijos ablandó más aún su corazón, Tepec crió a Quetza en el cariño y el consentimiento y no en el rigor propio de la crianza de los mexicas. La educación familiar solía ser muy dura y los castigos, en ocasiones, llegaban a la crueldad: era frecuente el azote con varas de caña verde, las punzadas con púas de maguey o la sofocación mediante el humo de pimientos quemados, que causaba un ardor insoportable en ojos y nariz. La educación de las mujeres era menos rigurosa en cuanto a los castigos corporales pero, en cambio, incluía grandes humillaciones morales. A menos que se tratara de las hijas de las
ahuianis
, las prostitutas, y siguieran los pasos de sus madres, las niñas que eran sorprendidas en una actitud no ya de lascivia, sino de simple seducción, debían barrer al anochecer fuera de la casa en señal de repudio, una suerte de condena pública mucho más oprobiosa que una paliza.

Desde los cuatro años los niños debían comenzar a trabajar: al principio se trataba de tareas simples y, a medida que iban creciendo, los trabajos se hacían más complejos y pesados. Los varones, por lo general, heredaban el oficio del padre y las mujeres se ocupaban de las tareas de la casa.

Quetza tuvo una infancia feliz. El único rigor que le imponía Tepec era el intelectual. El modo de enseñanza de los padres a los hijos dentro del hogar se ajustaba al enunciado de los
huehuetlatolli
, las Palabras de los Sabios. Se trataba, por regla general, de una cantidad de apotegmas, proverbios y discursos que resumían los principios mexicas. Ningún aspecto de la existencia escapaba a estos postulados trasmitidos a través de las generaciones. Se pronunciaban oraciones para recibir a los que venían al mundo y para despedir a los que lo abandonaban. Los niños escuchaban con atención los consejos de sus padres con relación al trabajo, a la guerra y a la observancia de los dioses. Las madres decían fórmulas a sus hijas acerca de la preparación para el matrimonio, y la crianza de los hijos.

La mayor parte de los
huehuetlatolli
, según se creía, provenían de los fundadores de Tenochtitlan; sin embargo, Tepec, fiel a su ascendencia, recitaba a Quetza los antiguos proverbios de los toltecas. El viejo solía alzar en brazos al pequeño cuando éste aún ni siquiera sabía hablar y, junto al fuego, pronunciaba las oraciones dedicadas a los huérfanos adoptados:

«Pequeña semilla del cardo abandonada al viento, perdida en la brisa sin abrigo y sin amparo. Óyeme, chiquito, polen de la flor que se ha marchitado, náufrago del aire, soy yo ahora tu padre, la tierra fecunda en la que habrás de echar raíces y alzarte al cielo con verdes ramas. Soy tu suelo firme para que en mí reposes y encuentres el sostén. Soy ahora tu padre, el colibrí que tomó el polen de la flor marchita, mi pequeño, para mostrarte el camino de las demás flores y no estés nunca más en soledad. Chiquito, soy ahora tu padre, soy la casa para darte cobijo y el fuego y el agua. Te ofrezco un nido, pequeño quetzal perdido, para que nunca más me alcance a mí la soledad».
[1]

Y así, el viejo con el pequeñito recostado sobre su pecho, que aunque duro y lleno de huesos le resultaba a Quetza tan mullido y cálido como un lecho de plumas, ambos se dormían.

Quetza era hijo de prisioneros acohuas; su padre, un soldado capturado durante la campaña de conquista, había sido sacrificado al Dios de la Guerra. Su madre había muerto cubriendo con su cuerpo a sus tres hijos de la lluvia de flechas y lanzas. La guerra no era para los mexicas sólo una disputa territorial tendiente a dilatar los dominios del Imperio. Era, ante todo, la manera de mantener la fuente de ofrendas para los dioses; en cada batalla, el bando victorioso tomaba la mayor cantidad de prisioneros para ofrecerlos en sacrificio ritual. Ése fue el destino no sólo del padre de Quetza, sino también el de sus dos hermanos. Tal vez por haber sido arrancado tan tempranamente de los brazos de su madre, quizá por haber presenciado aquel acto brutal en el que fue muerta, Quetza necesitaba tener la certeza de que no iba quedar nuevamente abandonado. Todo el tiempo reclamaba la proximidad de Tepec y, cuando el viejo estaba lejos, el niño no podía evitar un sentimiento de pavor que lo sumía en un silencio tal, que ni siquiera podía llorar. Viendo que debía fortalecer el corazón temeroso de su hijo, el anciano le recitaba aquellos
huehuetlatolli
de sus antepasados toltecas que no buscaban la exaltación de la muerte y el miedo, sino, al contrario, llamaban a la calma frente al misterio de la existencia y a morigerar el temor ante la certeza de la muerte.

«Oye, mi pequeño, no hay por qué temer a la sombra porque nos recuerda que es sombra de luz. Oye bien, mi chiquito, mi quetzal, no temas de la muerte porque ella nunca nos toca: mientras tenemos la vida, la muerte nos es ajena. Y cuando ella llega, ya no estamos ahí para recibirla.»

Y a medida que Quetza crecía y aprendía a hablar, aquellas palabras se le hacían carne y su corazón se iba templando poco a poco. Tepec creía, igual que sus ancestros, que era el miedo el único enemigo del hombre y que el temor, hijo del oscurantismo, era la mejor herramienta de dominación.

«Mira, oye, entiende, así son las cosas en la Tierra. No vivas de cualquier modo, no vayas por donde sea. ¿Cómo vivirás, por dónde has de ir? Se dice, niño mío, quetzal, chiquito, que la Tierra es en verdad un lugar difícil, terriblemente difícil. Pero eso sólo es verdad para quienes andan a tientas en las tinieblas, en la ignorancia. Si te encomiendas a Quetzalcóatl, Dios de la Luz, no hay nada que temer. El conocimiento, mi niño, no consiste en echar oscuridad sobre la luz, como hacen tantos, sino en caminar con la antorcha de la razón por delante. Se teme lo que se desconoce; igual a la luz de la antorcha es el afán del conocimiento y donde arde ese fuego se quema el miedo, todo miedo, para siempre.»

Quetza se convirtió en un niño de porte robusto y estatura breve. Tenía una sonrisa blanca y unos ojos sagaces que, más que mirar, indagaban. Ningún vestigio quedó en su cuerpo ni en su ánimo de la vieja enfermedad. Tepec nunca le ocultó la tragedia que había signado sus días; sabía cuál había sido el destino de sus padres verdaderos y el de sus hermanos. Su espíritu, antes temeroso, se robusteció, sin que por eso se endureciera su corazón. Pese a que Quetza sabía que no era un mexica y que, al contrario, fueron ellos los que lo arrancaron de su familia y de su pueblo, jamás sintió que viviera en el seno del enemigo. Tepec lo había criado en la idea de que todos los pueblos que compartían el valle y la lengua náhuatl, alguna vez habían sido un solo pueblo y, más tarde o más temprano, debían volver a serlo, que aquellas matanzas demenciales tenían que terminar, que esas luchas para la obtención de corazones jóvenes no hacían más que cebar de sangre al Dios de la Guerra. Sin embargo, Quetza no ignoraba que sus vecinos de
calpulli
lo trataban como si fuese distinto de ellos. En rigor, en aquel barrio habitado por la nobleza mexica, todos aquellos que no fueran
pipiltin
eran considerados inferiores. Mucho más, si se trataba de oriundos de los pueblos que circundaban el lago, fuesen o no tributarios de Tenochtitlan. Por muy respetado que fuese Tepec, nadie ignoraba que el niño que había tomado bajo su cuidado era un acohua y que, por lo tanto, por sus venas no corría la sangre de los hijos de Tenoch. Quetza recibía la indiferencia, cuando no el rechazo de los demás niños del
calpulli
, hecho al que, desde luego, no era insensible. No sucedía lo mismo con los hijos de los esclavos, con quienes se sentía a gusto y lo recibían como si fuese uno de ellos. De hecho, el viejo Tepec muchas veces reunía a varios de los hijos de los esclavos e, invitándolos a que se sentaran en torno de él, les recitaba también
huehuetlatolli
.

Los dos grandes amigos de Quetza eran Huatequi e Ixaya. Ambos eran hijos de dos esclavas de la casa. Hautequi, cuyo nombre significaba «golpear madera» ya que, cuando pequeño, la única forma de calmarlo para que dejara de llorar era dándole dos palitos que hacía sonar golpeándolos una y otra vez, era todo lo contrario de Quetza: era alto, muy delgado y un tanto torpe de movimientos. Ixaya era una niña de una belleza infrecuente; tal como indicaba su nombre, tenía unos ojos muy redondos, claros y grises como las nubes después de la tormenta. Llevaba su hermosura con naturalidad, como si no le otorgara ninguna importancia. Quetza y Huatequi eran amigos inseparables; sin embargo, la presencia de Ixaya agregaba a su relación fraterna un componente de rivalidad; a veces, sin advertirlo, competían por su atención y podían hacer cualquier cosa para ganar una mirada de aquello ojos grises, desde trepar un árbol y hacer equilibrio en lo alto, hasta arrojarse de cabeza a las aguas heladas del lago en pleno deshielo.

Quetza se reunía con sus amigos en los jardines del
calpulli
y pasaban las tardes jugando Tlachtli. En rigor, se trataba de un remedo infantil del juego ceremonial reservado a los adultos. El verdadero Tlachtli se jugaba en el campo delimitado por el Templo Mayor y el recinto consagrado a los caballeros Águila. En lugar del alto aro de piedra ubicado en el muro de la pirámide, usaban una canasta colocada sobre la rama de un árbol. Y no sólo golpeaban la pelota con las caderas, el pecho, los pies y los codos, como se hacían en el juego verdadero, sino que se ayudaban con las manos. Tepec acostumbraba sentarse al borde del improvisado campo de juego y, con mucha seriedad, estudiaba el curso del juego. Por momentos instaba a los niños a que prescindieran de las manos e impulsaran la pelota como correspondía. Como si no se tratara de un simple juego infantil, el viejo los exhortaba a que planificaran tácticas y a que se distribuyeran de manera estratégica en el campo. Tal vez porque él mismo había sido jugador en su juventud, quería que, si acaso Quetza llegaba a jugar alguna vez en el campo ceremonial, estuviese preparado de la mejor forma: el equipo vencido debía honrar la derrota con la vida de sus integrantes. Y, en efecto, además de divertirse, Quetza jugaba Tlachtli como si en cada partido le fuera la vida.

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