El consejo de hierro (22 page)

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Authors: China Miéville

Tags: #Ciencia Ficción, #Fantasía

BOOK: El consejo de hierro
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No ocurre nada durante largo rato. Luego llegan los delicados monosílabos de los lanzancudos.

»Son las tierras de caza de los demás clanes. No nos querrán.

»Pero debéis iros. Si no lo hacéis, ya veréis lo que traen esos hombres. Los clanes deben unirse y ocultarse.

»Nos ocultaremos. Cuando vengan los hombres, seremos árboles.

»No será suficiente. Harán que la tierra se seque. Enterrarán vuestra aldea.

Los lanzancudos lo miran.

»Tenéis que iros.

No lo harán.

Judah pasa los siguientes días mordiéndose las uñas. Come con los lanzancudos y los observa, saca heliotipos de sus actividades y toma notas, pero con una creciente sensación de pesar que comprende que se debe a su recuerdo.

»Ha habido guerras, le dicen cuando exige conocer el pasado de sus conflictos. »Hace tres años, luchamos contra otro de los clanes y muchos de los nuestros murieron.

Judah pregunta cuántos y el lanzancudo levanta las manos —este tiene siete dedos en cada una—, las abre, las cierra y levanta un dedo más. Quince.

Judah sacude la cabeza.

»Muchos, muchos, muchísimos más morirán si no os marcháis, dice, y el lanzancudo sacude también la cabeza. Ha aprendido el gesto de él y lo utiliza con orgullo.

»Seremos árboles, dice.

Judah aprende a hacer que su criatura de barro baile. Cada día lo hace mejor. Ahora crea figuras de arcilla y turba de treinta centímetros de altura. No sabe qué lo provoca ni cómo le han enseñado los niños lanzancudos a hacerlo, ni lo que puso aquel adulto en su interior, pero sus nuevos poderes lo maravillan. Su pequeño modelo vence a los demás en los juegos de circo en los que enfrentan a sus gólems.

Es su único placer, y detesta tener la impresión de que es una evasión. Una o dos veces más suplica a los lanzancudos que lo sigan al interior de la ciénaga. Es humillante ser incapaz de encontrar las palabras necesarias para convencerlos. Es su cultura, se dice a sí mismo, es su forma de ser, es su naturaleza. Ellos —no él— son los culpables. Pero no cree a su propio pensamiento.

Se siente maniatado por la historia. Puede batir las alas, como una mariposa ensartada en un alfiler, pero no puede ir a ninguna parte.

Hay nuevas reverberaciones, y la detonación de las armas de los cazadores se oye todos los días. Judah aprende algo. Está con un lanzancudo cuando este acorrala a un anfibio grueso como un muslo, y entre los dos cantan-exhalan el ritmo
uh uh uh uh uh
, y durante medio segundo la criatura queda petrificada en mitad de salto, atrapada en tiempo solidificado, y Judah comprende que el ritmo que cantan es un eco de la canción que usan los niños con los gólems de barro. La misma, solo que mucho más compleja, dotada de muchas estrofas.

Está obsesionado con el canto. Quiere preservar los momentos en su totalidad, congelar los sonidos, desnudarlos y clasificarlos. Solo consigue medir su compás y ponerlos por escrito para estudiar sus relaciones.

Judah trabaja deprisa. Siente que está formándose un nudo dentro de él. Su medio amigo Ojos Rojos lo ayuda. »Creamos formas que se mueven. Todos nosotros: los niños de una forma y los cazadores de otra. Y Judah descubre que los cantos de los niños no son más que mímica. Son sus manos las que hacen que se muevan los gólems. El ritmo de los cazadores hace lo mismo que el chasqueo de los dedos de los niños. Dos intercesiones de un mismo tipo.

Hay un ruido fabril en la distancia. Un gruñido rítmico.

El primer lanzancudo en morir es un joven demasiado confuso para controlar su camuflaje. Lo abate un cazador, asustado por un acelerado parpadeo que revela tan pronto una criatura de cuatro patas como lo que parece ser un árbol en estado de descomposición. No sabe qué es lo que ha matado, y solo por una mezcla de azar y neofobia no acaba devorando al muchacho. El clan encuentra el pequeño cuerpo.

Han llegado al lago
, piensa Judah. Imagina incontables vagonetas de nada, de suelo, piedra y tierra desecando las ciénagas.

Es el momento. De hacer que su nuevo clan se traslade al interior y desaparezca. No habrá otro. Lo han vencido. Aunque cada noche vuelve a decir lo que ya ha dicho —debéis iros, no es seguro, morirán muchos más—, se ha rendido. Está desvinculándose. Vuelve a ser un observador.

Los lanzancudos debaten en silencio. La comida empieza a escasear. Los peces y las criaturas de las que se alimentan están huyendo de la asfixia. Hay veneno en la ciénaga, los desechos de un millar de hombres y mujeres, los residuos de las letrinas, de los limpiacristales, de la negra pólvora, de las improvisadas tumbas.

Hay otra muerte, una solitaria presa sorprendida sola. El tronar de la industria es perpetuamente audible.

Un grupo de cazadores lanzancudos regresa y trata de relatar lo que ha visto. Un núcleo seco, algo que se aproxima. A estas alturas ya hay excavadoras a vapor, como bien sabe Judah, en grupos cada vez mayores.

»Uno de ellos nos ha atacado, dice un lanzancudo, y muestra a los demás el arma que le ha arrebatado. Está manchada de sangre humana. Han matado, y Judah comprende entonces que ha llegado el fin. Se les ha acabado el tiempo. Ellos no lo saben. El sol se ha apagado. No queda nada. Crece su frenesí por aprender. Por preservar al pueblo en sus notas, por ofrecerle su homenaje.

Tras esa muerte, los lanzancudos se convierten en presas.

Los sires rojos desenvuelven a su amado dios y vuelven a tallarlo para transformarlo en un espíritu asesino. Reviven un culto a la muerte. Ciertas presas y sires de alquitrán impregnan sus manos-lanza en venenos capaces de matar con un mero rasguño, y que en menos de un día y una noche será absorbido por su piel y los matará, de modo que no les queda más remedio que convertirse en asesinos suicidas y atacar a los enemigos que se aproximan.

Judah ve los cadáveres de los hombres de Nueva Crobuzón atravesados por las manos de los lanzancudos, hinchados por la acción de las toxinas, tirados en medio de la vegetación. Si lo encuentran con los lanzancudos será declarado un traidor a su raza, a su ciudad, y sufrirá una muerte lenta, ilegal pero sancionada por las autoridades. Los lanzancudos más valientes tienden emboscadas a los hombres de la carretera.

Matan humanos y algunos cactos, de tres en tres y de cuatro en cuatro. Se ofrecen recompensas por cada par de manos de lanzancudo. En cuestión de pocos días, el campamento se llena de recién llegados, cazadores de recompensas. Renegados de un centenar de culturas, visten harapos apocalípticos, como muestra de desafío a todas las sociedades. Judah los vislumbra entre los árboles.

Chusma de Mar de Telaraña y de Khadoh, y piratas Cactos de Dreer Samher. Hay vodyanoi, desechos de Gharcheltist y Nueva Crobuzón. Una mujer de varios pies de alto que lucha con dos mayales se cobra un montón de lanzancudos muertos. Se rumorea que ha venido un gessin con su armadura. Una bruja del estrecho de Fuegagua consigue muchos pares de manos, los junta en un ramillete y se sume en un letargo para conjurar demonios oníricos y enviarlos sobre el campamento.

»Huid, dice de nuevo Judah, y esta vez, los que quedan vivos en la aldea lo escuchan.

Se dirigen al sur. Ojos Rojos le cuenta a Judah que buscarán refugio entre la nueva tribu mestiza de refugiados de todas las naciones de lanzancudos.

»No tardaré en ir, le dice Judah. Ojos Rojos asiente, otro gesto que ha aprendido.

No quedan niños en la aldea para desafiar a sus gólems. Solo quedan adultos, cuyo saber es ahora marcial, que cuentan presas cobradas y ponen trampas. El chirrido de la piedra y los engranajes de las máquinas que se aproximan es incesante.

Un día Judah se levanta y recoge todo lo que tiene —notas, especímenes, heliotipos y dibujos—, abandona la aldea y se dirige a la nueva zona industrial atravesando el laberinto acuoso.

Hay un capataz al borde del claro reciente, gritando a sus trabajadores. Judah se lo queda mirando. Son vulgares, pequeños y arrogantes, pero están moldeando la tierra.

El capataz asiente cuando Judah pasa a su lado y le dice:

»Esto no es un puto lago. Este pedazo de mierda es un diablo. El hombre escupe al agua negra. »Se traga hasta la última tonelada de tierra que le echamos. No tiene fondo.

Leñadores y vigilantes, agrimensores, cazadores, ingenieros abriendo zanjas; cactos, vodyanoi, hombres y rehechos. Trabajan con azadas y serruchos, picos, carretillas. La ciénaga está menguando.

Hombre tras hombre, y rehechos, y cactos, llegan con carretillas llenas de yeso y grava y guijarros de la nueva cantera. Una pala a vapor descarga espasmódicamente sus cargamentos. El balastro es engullido. Los juncos y la capa de hojas y la tierra han desaparecido. El camuflaje de los pantanos ha sido vencido y sus aguas han quedado al descubierto, empujadas por un anillo en expansión. Desaparece una caretilla tras otra con un ruido parecido al que hace una garganta al tragar.

»¿Ves? ¿Ves?, dice el capataz. »Esta maldita cosa es más profunda que el coño de una puta.

Esto era antes un cenagal, un lugar donde podía atenazarte un lodo tan vigoroso como una boa constrictora. La roca acarreada desde las colinas se alza en montículos, lamida por el agua espesa. Son baluartes hechos de grava y arena. La tierra seca se recorta. Los trabajadores han extirpado una carretera de materia, una ringlera hecha de restos de alerces, mangles, matorrales y nenúfares arrancados. Es una serpentina de tierra aplastada, de una docena de metros de anchura y longitud interminable, que retrocede sinuosamente entre humedales, purgada de árboles y alimentada por el trabajo de peones y canteros hasta a donde Judah le alcanza la vista.

Hay una extensa ciudad hecha de tiendas. Se ven carromatos tirados por mulas rehechas como criaturas de la ciénaga, anfibias. Judah echa a andar por la carretera elevada. El suelo está lleno de charcos, y tras ellos se mueven los dedos del Pantano. Las bombas aúllan y desecan los humedales, los convierten en barrizales, que luego se convierten en el lecho para nuevas rocas. Hay cuadrillas de cactos, cuyos músculos se mueven poderosamente bajo la piel espinosa.

Y hay muchos rehechos. No miran a los hombres enteros, a los trabajadores libres, los aristócratas de aquella obra.

Los rehechos siempre son diferentes. Desde que Judah tiene uso de memoria. Sus cuerpos han sufrido transformaciones imposibles. Al pie de la carretera hay un hombre en cuyo torso pululan un sinfín de brazos famélicos, extraídos de cadáveres o amputaciones. Encadenado a él hay un hombre, más alto y de rostro estoico, con un zorro metido dentro del pecho, desde donde, sumido en un permanente estado de terror, no para de gruñir y lanzar dentelladas.

Aquí hay un hombre reptante, embutido en una humeante cáscara de hierro en forma de espiral. Allí, una mujer trabajando, porque también hay mujeres entre los rehechos, una mujer convertida en un pilar acanalado al que están adheridos los órganos vitales como si hubieran sido olvidados allí. Un hombre —¿o es una mujer?— por cuya carne circulan extrañas corrientes, eructos, como un pulpo. Gente con la cara desplazada, con cuerpos de hierro y tubos de goma, y brazos accionados a vapor, y brazos de animal, y brazos que son pistones de tamaño de un cuerpo y que utilizan para caminar, pues en lugar de piernas tienen zarpas de mono.

Los rehechos trabajan, mientras sus supervisores vigilan y a veces usan el látigo. La carretera se aleja entre los árboles hasta perderse en el infinito.

»Mi amigo lanzancudo, dice el viejo. Saluda a Judah.

»Mi amigo lanzancudo, me alegro de verte. ¿Vuelves a nosotros? Judah asiente. »Me alegro, hijo. Es lo mejor. ¿Cómo está tu clan?

Judah levanta una mirada fría, pero no ve ninguna burla. La pregunta no es una provocación.

»Se ha ido, responde. Siente su fracaso.

El hombre asiente y frunce los labios.

»¿Vas a mostrarnos su hogar?, dice. »Quiero derribarlo. Es inaceptable que tengan un lugar al que volver. Vamos a levantar una aldea allí, ¿sabes? Si, vamos a hacerlo. Estamos sentados sobre el subsuelo de Vía Empalme, o Villa Bifurca, o Palus Trimpalme, aún no me he decidido. Podría convertir la aldea de los lanzancudos en un museo, a medio día de la Piazza di Vapor, para que la gente pudiera venir a visitarlo. Pero también estoy pensando en arrasarla. Así que, ¿quieres enseñarme dónde está?

Si la aldea sobrevive, habrá lanzancudos que querrán regresar. Niños que buscarán los lugares donde antes jugaban.

»Se lo enseñaré.

»Buen chico. Te entiendo y te admiro. Has sufrido mucho, y eso lo respeto. ¿Has encontrado lo que viniste a buscar? Recuerdo la primera vez que hablamos. Cuando te contraté, ¿te acuerdas? Quería algo de ti, pero siempre me pareció que tú querías algo de la ciénaga, de los lanzancudos. ¿Lo has encontrado?

»Sí. Lo he encontrado.

El viejo sonríe y extiende la mano, y Judah le entrega sus mapas, sus anotaciones, todo el saber de la ciénaga. El viejo no dice nada sobre lo mucho que ha tardado en llegar la información. La hojea pero no comenta lo pobre que es, lo mal que se ha atenido Judah a su parte del acuerdo. Llega otro hombre y discuten un momento sobre un plazo que no va a cumplirse. El viejo asiente.

»Tenemos problemas a montones, dice. »Los capataces están furiosos con los magistrados de la ciudad. Actúan sin pensar. Nos envían rehechos inútiles. Los pilotes están viniéndose abajo. Los muros de contención se comban y las zanjas se colapsan. Sonríe. »Nada de esto me sorprende.

»Bienvenido a casa, dice. »Y ahora, hablemos de la paga. ¿Quieres volver a Nueva Crobuzón? ¿O quedarte? Yo tengo que irme. Llevamos tanto tiempo aquí, sin hacer progresos, que los traga-herrumbre nos han alcanzado. Han llegado a los árboles.

Sí, allí están. A poca distancia por la carretera, que es más lisa y está mejor acabada cuanto más se aleja Judah. Posee cierta belleza esta tierra domeñada. Es una rareza, una carretera asediada por las zarpas de la ciénaga.

Tas un recodo hay una nueva cuadrilla. Rodeada por los escasos árboles que aún quedan, similar a la que está allanando los humedales, pero desplazándose con un ritmo propio, una síncopa constructiva.

Una multitud se abre en dirección a él. Hay un traqueteo rápido al soltarse unas traviesas y luego, con un sonido como el de un corte, un vagón de plataforma descarga un montón de vigas maestras. Acuden cuadrillas de rehechos y enteros a recogerlas con tenazas y, con un movimiento de asombrosa elegancia, las depositan donde deben, al mismo tiempo que unos trabajadores fornidos se aproximan y, con la perfecta sincronización de una orquesta, remachan las trabazones y los rieles. Tras ellos viene algo enorme, ruidoso y humeante, que observa sus esfuerzos y avanza pasito a pasito pero sin detenerse nunca. Un tren, en el corazón de los pantanos.

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