La banda había entrado.
—Hay un émpata —dijo Toro—. Saben que estamos aquí. —
Pues claro que hay un émpata, joder
, pensó Ori.
Hay un émpata y un descargador y un criomante, hay de todo
. Se detuvo al percibir el primer atisbo de histeria.
Tenían su diversión. Ori percibió algo. ¿Unas pisadas en las escaleras? Al otro lado de la pared, unos pasos subían corriendo y otros bajaban.
Al primer signo de intrusión, se dividirán: el grupo de dentro protegerá al Alcalde y el pelotón del exterior irá a investigar. Se apresurarán a sacar al Alcalde
.
Mientras la milicia bajaba, Kit debía de estar en el primer rellano, rociando de fuego pegajoso a todo el que se acercase, y corriendo para escapar de los incendios que había provocado. Tras él vendrían Ruby y Enoch con sus propias armas, poniendo sus trampas, al mismo tiempo que la primera oleada —la diversión— llegaba y los guardaespaldas corrían hacía el lugar por el que había entrado. Uliam estaría llenando de pólvora la base de la puerta, dejando un reguero de explosivos. Y allí, la evidencia de su irrupción. Ori oyó unos disparos.
Se imaginó a las armas moviéndose con la asesina elegancia de la milicia. Esperaba que sus camaradas los hubiesen cogido lo bastante desprevenidos como para llevarse algunos por delante. Hasta se permitió albergar la esperanza de que escaparan.
Uliam reventó la puerta. Ahora en la calle ya lo sabrían. Pero puede que, en ese momento de confusión, no interviniesen demasiado deprisa. Seguro que algunos de los clípeos habían salido al paso de la nueva incursión. El primer piso estaría abarrotado de ellos. Y entonces, finalmente, entraría Baron.
Ori se lo imaginó. Qué audacia. Ojalá hubiese podido verlo. Lanzando una cuerda desde la ventana del primer piso. Y Baron, con su armadura y su casco nuevos, columpiándose hasta la casa de al lado para luego dejar caer la cuerda hasta el suelo, para que Hombro Viejo pudiera subir. Ya debía de estar en el salón, colocando la carga en el pasamanos y encendiendo la larga mecha. Y tras rociar las escaleras de aceite para que el grueso de los milicianos quedara atrapado en el piso de abajo, Baron lanzaría un grito y entonces, respaldado por Hombro Viejo, el uno con el arco hueco cargado, el otro con la ballesta elíctrica preparada, empezaría a subir por las escaleras.
La guardia del interior querría averiguar lo que estaba ocurriendo, enviaría una patrulla al rellano, y oh, Ori podía imaginarse su asombro y su determinación al ver a Baron. Este dispararía y luego se ocultaría para atraerlos. Sería una terrible sorpresa verlo allí, con las armas preparadas, los hombros voluminosos, en su armadura y su casco nuevos, una imitación cuidadosa de una cabeza taurina cubierta de remaches.
«¡Toro!», gritarían. «¡Toro!»
¿Estarían gritándolo ya?
Hasta los clípeos tendrían miedo de un maleante tan famoso, el perpetrador de un acto de muerte y rebelión tan audaz. Tendrían que atacar. Ori pegó la oreja a la madera manchada de polvo de yeso. Al otro lado se oían pasos acelerados.
—Allá van —dijo Toro a su espalda.
»Es la hora.
Alguien estaba corriendo: Ori lo oyó. Sacó su revolver de cazoleta y vio que sus manos no temblaban.
—Es la hora, vamos —dijo. La Guardia Clípea, cegada por la imagen de los incendios y la figura en retirada de Baron que, con su disfraz de toro, sacudía la cabeza de lado a lado para que los cuernos golpearan las paredes, estaría pasando en aquel preciso momento junto a la carga que Baron había colocado. Ori le había cerrado el casco. «¿Ves?», le había preguntado, y Baron había respondido, «lo bastante para matar». Y para morir. No creía que a Baron le importara.
Hombro Viejo estaría empleando su arco hueco contra cualquier miliciano cacto antes de atacar a los demás. Y a su lado, disparando con la pericia de un auténtico especialista, Baron, el falso Toro. Atrayendo a los milicianos. Toro volvió a decir que era la hora.
Lo era, casi lo era, lo sería en cualquier momento. Ori se puso tenso.
Paso paso dos tres rápido rápido paso fuego
.
—Ahora —dijo Toro, y esta vez era verdad. Floreció una explosión. El ruido del fuego al propagarse y el temblor de la mampostería; llovió polvo de la pared que rodeaba a Ori y entonces, en un coro de estrepitosos desplomes de materiales de construcción, la bomba que había colocado Baron destruyó la escalera que unía la habitación del piso de arriba con las batallas de los pisos inferiores. El muro del cuarto que había al otro lado de la pared de Ori se vino abajo.
—Ahora —dijo Toro, y se puso en movimiento. Ori, con el arma preparada, se situó junto a su jefe mientras este, con un distorsionado gruñido de furia, preparaba los cuernos y cargaba, esta vez no distorsionando la realidad con técnicas herméticas sino de la forma más mundana imaginable. La pared cedió sin oponer resistencia. Y Toro pasó al otro lado, y Ori pasó al otro lado, y se encontraron en un dormitorio, entre la cal de las paredes y los fragmentos de los listones de madera, conun hombre y una mujer que los miraban.
La calma de Ori no remitió. El tiempo redujo su marcha. Los movimientos se volvieron lánguidos. Se sentía como si estuviera en el agua.
Una habitación acogedora, con tapices y pinturas, con mobiliario ornamental, una chimenea, un hombre y una mujer en un tílburi, otro hombre de pie, no, dos hombres, mirando la nube de polvo que se había formado delante del agujero y a Ori y a Toro. Había música. Alguien se movió: un hombre con un chaqué, cuyas colas se cimbrearon con elegancia mientras él levantaba un bastón que se transformó, como si fuera una criatura orgánica, en un arma parecida a una garra de metal. Estaba muy cerca de ellos y Ori, curiosamente sin miedo, levantó la pistola mientras se preguntaba si lograría llegar a su apogeo a tiempo, si podría interrumpirlo.
Toro gruñó. Toro avanzó un paso y corneó al hombre desde lejos. Dos orificios aparecieron en el pecho del guardaespaldas, que, empapado de sangre y con los ojos cerrados, fue a morir a los pies de Ori.
Ori movió su arma:
paso, paso, apuntar, uno, dos, esquina, esquina
. Oyó que alguien gritaba. El otro hombre que estaba de pie tenía las manos en alto y gritaba: «¡Sulion! ¡Sulion!». Ori le disparó.
El cuerpo de su contacto cayó al suelo, sangrando copiosamente por la herida recibida en la cabeza. El hombre y la mujer permanecieron inmóviles, mirando fijamente al cadáver. Toro les apuntó conuna pistola de morro chato, y miró a Ori con sus ojos brillantes y blancos.
Por supuesto, no había expresión alguna en la cabeza forjada. Nadie había dado a Ori la orden de matar a Sulion. Miró el cadáver y no sintió remordimientos. ¿Había sido cosa del pánico? ¿Pretendía hacerlo? ¿A qué obedecía aquella venganza? Ori no lo sabía. Seguía sin temblar.
Toro señaló la puerta con un gesto de la cabeza:
asegura la entrada
. Ori pasó sobre el ensangrentado cadáver de Sulion.
El pasillo desembocaba en una interrupción carbonizada y acanalada. Abajo seguían luchando. Se preguntó cuántos de sus amigos seguirían con vida. Un fuego oleaginoso cubría las paredes como un tapiz de hiedra. Solo les quedaban unos pocos minutos antes de que la casa se viniera abajo o los taumaturgos de la milicia sellaran el negro agujero que habían abierto en la pared.
—No tenemos mucho tiempo —dijo Ori. Se situó junto a Toro, frente a los dos últimos supervivientes, que seguían junto a la chimenea, observándolos.
En un voxiterador sonaba una suite de violonchelo, interrumpida momentáneamente por alguna grieta de la cera. El hombre, que debía de rondar los sesenta, era fornido y musculoso, y llevaba una túnica de seda. Poseía un rostro sosegado e inteligente. Sus ojos se mantenían clavados en Toro y Ori con tal precisión que este comprendió que estaba tratando de trazar un plan. Sujetaba la mano de la mujer.
Ella debía de tener su misma edad —las evidencias históricas así lo demuestran—, aunque casi no había arrugas en su rostro. Su cabello era totalmente cano. Ori la había visto en cientos de heliotipos. Llevaba una pipa de marfil alargada, tan fina como una falange. La cazoleta todavía echaba humo. Olía a especias. Llevaba un chal, sin nada debajo. No parecía asustada, ni furiosa ni desafiante. Los observaba con la misma calma inquisitiva que su amante.
—Puedo pagarles —dijo, con voz absolutamente templada.
—Calle —dijo Toro—. Alcalde Stem-Fulcher, cállese.
El alcalde Stem-Fulcher. Ori sintió curiosidad. Más que rabia, o asco o afán de venganza, sintió curiosidad. Aquella mujer había ordenado la masacre de Paradox, había hecho que aumentara descontroladamente el número de rehechos. Aquella mujer hacía tratos clandestinos con el partido Nuevo Cálamo y dejaba que sus pogromos contra los xenianos quedaran impunes. Aquella era la mujer que había inundado los sindicatos oficiales de informadores. Que presidía un sistema político corrompido en el que crecían como hongos contraeconomías de voracidad y latrocinio. Aquella era la responsable de la guerra. El alcalde Eliza Stem-Fulcher, la Crobuzonia, la Máter del Sol Grueso.
—Sin duda saben que no podrán escapar —dijo el Alcalde. Su voz seguía tranquila. Hasta levantó la pipa, como si se dispusiera a fumar. Pero no parecía esperanzada. Miró a su amante, y algo se transmitió entre ellos.
Una despedida
, pensó Ori, y por primera vez sintió que algo crecía en su interior, una emoción compuesta que no alcanzaba a identificar.
Lo sabe
.
—Cállese, Alcalde.
El Alcalde y el magistrado se miraron otra vez. Eliza Stem-Fulcher se volvió hacia Toro, y aunque no soltó la mano de su amante, enderezó un poco la espalda, como si estuviera en una recepción, y sí, dio una chupada a su pipa. La mantuvo en sus labios y cerró los ojos un momento, exhaló una gran bocanada de humo por las fosas nasales, volvió a mirar a Toro y,
dioses
, pensó Ori con asombro, dioses, sonrió.
—¿Qué cree que va a hacer? —dijo. Indulgente como una amable maestra—. ¿Qué cree que está haciendo?
Orientó el torso entero hacia Toro, esbozó otra sonrisa, volvió a inhalar de la pipa, contuvo el humeante aliento, inclinó el rostro con curiosidad y enarcó una ceja —¿
Y bien
?— y Toro la mató de un tiro.
Su amante dio un respingo cuando ella recibió la bala, y se mordió el labio con fuerza, pero no fue capaz de controlar su voz, no pudo impedir que se le escapara un grito, un maullido que se transformó en un lamento. Se sentó y le sostuvo la mano mientras ella, con la cabeza apoyada en un charco de sangre, iba desangrándose. Brotaba humo de su boca abierta. El humo de la pólvora unió su cabeza y la mano de Toro en un fugaz cordón umbilical hecho de azufre. El hombre sollozaba sin soltarle la mano. Pero se forzó a callar y se forzó a levantar la mirada hacia Toro.
Ori estaba profunda y oníricamente aturdido, pero sentía en su interior la trepidación del hecho de que habían terminado y no estaban muertos. Empezó a acariciar la ida de que, dioses, tal vez pudiesen salir, tal vez fuera posible.
Manos a la obra
.
—Vigílalo —dijo Toro y Ori levantó el arma. Toro empezó a desabrocharse las correas que mantenían en su sitio el enorme tocado de metal. Ori no entendía lo que estaba viendo. Toro estaba quitándose el casco—. Vigílalo —se alzó de nuevo la voz, y esta vez, sin la ayuda de los mecanismos que la hacían tan poderosa, pareció titubear y tornarse humana.
Algo escapó de la atmósfera al quitarse Toro el yelmo e interrumpirse una corriente taumatúrgica. Toro levantó el metal, como un buceador quitándose la pesada escafandra de bronce. Toro sacudió su sudorosa melena.
Ori miró a la mujer, y la pistola que apuntaba al pecho del magistrado no vaciló. Llevaba mucho tiempo incapacitado para sentir sorpresa.
Toro era una rehecha, claro. Volvió la cabeza. La edad y los traumas que la habían convertido en Toro habían transformado su rostro en una masa de alambres. Su cara estaba inmóvil, dominada por una voracidad animal. No miró a Ori. Se sentó en un taburete, frente al magistrado, y dejó el casco a un lado.
Unos brazos de niño brotaban de ella. Uno a cada lado de su cara. Uno sobre cada ceja. Unos brazos de niño que se movían lánguidamente, enredándole y desenredándole el pelo lacio. Cuando llevaba el casco, cada uno de ellos estaba dentro de un cuerno. Se movían frente a su cara como los pedipalpos de una araña.
Toro se sentó y cerró los ojos, estiró los brazos y sus brazos de niño. Pasó unos momentos en silencio.
—Legus —dijo—, sé que estás afligido en este momento, pero necesito que me escuches. —Sin la distorsión, Ori percibió un marcado acento del sudoeste de la ciudad.
Ella señaló los ojos del magistrado y luego los propios: «mírame». Su arma descansaba delicadamente sobre su regazo.
—Voy a contarte mi historia. Quiero que comprendas por qué estoy aquí. —El cuerpo del Alcalde emitió un pequeño sonido de succión, provocado por algún movimiento de la sangre o los fluidos gaseosos. Miraba al techo con la concentración de los muertos—. Voy a contártela. Puede que ya la conozcas. Pero escucha.
»No ha sido fácil averiguar tu auténtico nombre, y así se supone que debe ser, pero lo he conseguido. Existe un mercado negro de la onomástica. Si te sirve de consuelo, el tuyo estaba bien escondido. He pasado mucho tiempo tratando de encontrarlo.
»Salí de la cárcel hace más de una década. Graduada, vamos a decir. Los rumores, lo que se cuenta allí dentro… Hay algo sobre todos los magistrados. Se oyen cosas. Drogas, chicos, chicas, chantaje. Tonterías, algunas de ellas. «Legus», me dijeron, «Legus es un cabrón muy astuto. ¿Sabes que se tira a la secretaria de interior?». Entonces es lo que era. —Señaló con la cabeza el cadáver aún caliente de Stem-Fulcher—. Era una información que siempre se repetía. Me lo dijo mucha gente de confianza, tanto dentro como fuera.
»¿Sabes lo difícil que ha sido hacer esto, Legus? —Se resistía a utilizar su auténtico nombre—. Prepararme. Tuve que luchar para conseguir el yelmo. —Los brazos de niño le dieron unas palmaditas en la frente—. Me he hecho a mí misma; llevo años preparándome. Para ser más exactos, Legus —dijo—, tú me creaste. ¿Te acuerdas?
—Hace más de dos décadas. ¿Recuerdas aquellas grandes y viejas torres de Ketch Heath? Sí, sí que te acuerdas. Allí es donde yo vivía. Maté a lo que más quería. ¿Lo recuerdas, Magister? ¿Recuerdas a mi pequeña Cecile?