El Consuelo (29 page)

Read El Consuelo Online

Authors: Anna Gavalda

Tags: #Romántica

BOOK: El Consuelo
11.37Mb size Format: txt, pdf, ePub
»Dos veces por semana, Anouk trabajaba en el Pan de la Amistad, una tienda de comestibles reservada para los más pobres y que vendía comida por muy poquito dinero. Un día vino una "dienta" con un montón de niños pequeños y no quería comprar carne porque no era halal, ni tampoco plátanos porque tenían manchas negras, ni yogures porque caducaban al día siguiente, y de paso estaba venga a arrearle tortas a uno de los niños, y entonces Anouk, que era siempre tan amable, se puso a gritar.
»Que era normal que los pobres fueran pobres porque eran unos imbéciles. Que ¿a santo de qué venían esas chorradas de
halal
o no
halal
cuando tenía unos hijos tan pálidos y ya tan desnutridos? Que si le vuelve a pegar una sola vez, zorra más que zorra, una sola vez, ¿me oye?,
la mato
. ¡Y que qué era eso de tener un puto móvil todo nuevecito y gastarse diez euros al día en tabaco cuando sus hijos no tenían siquiera calcetines en pleno invierno! ¿Y qué era ese moretón de ahí? ¿Qué edad tenía ese niño? ¿Tres años? ¿Con qué le has pegado, asquerosa, para que tenga una señal así? ¿Eh?
»La mujer se fue, insultándola, y Anouk se quitó el delantal y dijo que se había acabado. Que ya no volvería, que ya no podía más.
»La otra cosa, murmuró Jeannot, era que estábamos a día 15 y su hijo aún no la había invitado por Navidad, entonces no sabía si tenía que quedarse con los regalos para sus nietos o si debía enviarlos por correo. Era una tontería, pero eso la preocupaba mucho... Y luego estaba también esta niña... no me acuerdo de su nombre... a la que Anouk había ayudado mucho en el colegio y todo eso, e incluso le había conseguido unas prácticas en el ayuntamiento, y la niña le había dicho que se había quedado embarazada... Con diecisiete años... Entonces Anouk le dijo que no hacía falta que fuera a verla más si no abortaba y...
»"¿Quiere que le diga de qué murió? Pues murió de desánimo, de eso murió. La encontró Joëlle", y me señalaba con la barbilla a la señora de "algo calentito". "En su casa ya no quedaba

. Ni un solo mueble,

de

. Luego me enteré de que se lo había
dao
todo a la beneficencia. No había más que una butaca y, ya sabe, esa cosa por la que cae agua... ¿Una fuente? No, no, un artilugio de hospital, sí, hombre, eso con un tubito de goma... ¿Un gotero? ¡Eso es! La policía dijo que se había
suicidao
, y el médico respondió que no, que era más exacto decir que se había
tanasiao...
Y como Joëlle lloraba, le dijo que no había sufrido, que se había
quedao
dormida sin más. Así que bueno, por lo menos... algo es algo..."
»"Pero ¿y usted...? ¿Era un amigo suyo?"
»"Oh, se podría decir que sí, pero sobre todo era su ayudante, ¿entiende...? La acompañaba a casa de la gente, le llevaba el botiquín, esas cosas..."
Silencio.
—"Ahora nos va a salir más caro..."
»"¿El qué?"
»"Pues ir al médico..."

 

Sylvie se levantó. Echó un vistazo al reloj de pared, puso agua a calentar y, con la mirada perdida, prosiguió en voz muy baja:
—En el camino de vuelta, en pleno atasco, recordé una frase que había pronunciado Anouk miles de años antes, un día que nos quejábamos en los vestuarios después de una jornada especialmente dura: «Qué quieres que te diga, bonita... este trabajo nuestro sólo tiene una ventaja: podremos desaparecer sin molestar a nadie...»
Sylvie levantó la cabeza.
—Pues nada, Charles, ahora ya sabes tanto como yo...

 

Se puso a trajinar de aquí para allá, y Charles comprendió que ya era hora de dejarla sola. No se atrevió a darle un beso.
Ella lo alcanzó en el descansillo.
—¡Espera! Tengo algo para ti...
Y le tendió una caja envuelta con cinta de embalar sobre la que habían escrito su nombre en mayúsculas.
—Fue ese pobre hombre... Me preguntó si conocía a un tal Charles y se sacó esto del abrigo. En casa de Anouk, me dijo, no había más que una bolsa muy grande para su hijo con los regalos de sus nietos, y esto...

 

Charles se encajó la caja bajo el brazo y echó a andar como un zombi, hacia delante. Recorrió la calle de Belleville, el barrio del Temple, la plaza de la República, la calle de Turbigo, el bulevar de Sebastopol, el barrio de Les Halles, el de Le Châtelet, el Sena, la calle de Saint-Jacques, como guiándose por un radar, y desembocó en Port Royal de pura casualidad, y cuando sintió que ya estaba bien, que el cansancio físico empezaba a imponerse sobre las emociones, sin aflojar el paso sacó sus llaves y utilizó la más fina para romper la cinta de embalar.
Era una caja de zapatos de niño. Se volvió a guardar las llaves en el bolsillo, se chocó contra una columna, se disculpó y levantó la tapa.
El polvo, las polillas o simplemente el tiempo habían hecho su sucia tarea, pero la reconoció de todas maneras: era
Mistinguett
, la paloma disecada de Nou...
Pero ¿cómo? ¿Qué...?
Sólo pensó en una cosa: llevarse la caja al pecho y abrazarse a ella lo más fuerte posible. Después, nada.
Ya no podía pasarle nada más.
Mejor. De todas maneras, estaba demasiado cansado para seguir así.

 

14

 

Sentía algo caliente bajo la mejilla. Cerró los ojos y se sintió bien.
Por desgracia, no tardaron mucho en molestarlo. Un montón de gente.
¡No lo he visto! ¡No lo he visto! ¡Es por culpa de ese nuevo «carril bus» de mierda! ¿Cuántos muertos necesitan esos gilipollas? Pero ¡si les digo que ni lo he visto! Hombre, también hay que decir que no cruzaba por el paso de cebra, ¿eh...? Joder... No lo he visto...
¿Señor? ¿Señor?
¿Se encuentra bien?
Charles sonreía.
Idos todos a la mierda...
Que alguien llame a una ambulancia, oyó. Ah, no, eso sí que no. Entonces decidió ponerse en pie.
Nada de ir al hospital.
Ya había tenido bastante...
Tendió una mano, se apoyó sobre un brazo, y sobre otro más, dejó que lo auparan, esbozó un ademán hacia su caja, dio las gracias con un gesto de cabeza y, apoyándose así en la gente, fue cojeando hasta la otra orilla.
Mueva el brazo a ver... Y ahora el otro... Y las piernas... Lo que peor tiene es la cara... Sí, pero no se sabe, a lo mejor tiene una conmoción... Bueno, las secuelas se ven enseguida... A ver, ¿vomita o no vomita? Pero no lo toquen tanto, por Dios... ¿No quiere que llamemos a una ambulancia? Puedo llevarle a urgencias... ¡Vamos! ¡Si estamos al ladito del hospital de Cochin! ¿Está usted seguro? No podemos dejarlo así, ¿no les parece? ¿Qué dice? Dice que está seguro.

 

Entonces el enjambre se marchó volando del panal. Un muerto que no se muere tampoco es que tenga mucho interés...
Y... si no hay lío, pues mejor que mejor. Un buen ciudadano se ofreció sin embargo a anotarle la matrícula del conductor y a presentarse como testigo para lo del seguro.
Charles apretaba la caja contra su corazón y meneaba la cabeza de lado a lado.
No, gracias. Sólo estaba un poco confuso. Se le pasaría. No había ningún problema.

 

El único que se había quedado a su lado en el banco era una especie de
chochard
. No tenía ningún mérito, es que estaba aburrido.
Charles le preguntó si tenía un cigarrillo.
Al inclinarse hacia la llama pensó que se iba a desmayar. Volvió a echarse hacia atrás lo más despacio posible, se pasó la lengua por los labios para no manchar el filtro e inspiró una gran bocanada de tranquilidad.
Al cabo de un rato muy largo, una hora quizá, su ángel de la guarda extendió el brazo.
Le señalaba el escaparate de una farmacia.

 

La pequeña practicante, Géraldine, o al menos eso ponía en su bata, sobre su pecho, soltó un grito al verlo. Su jefa acudió también, le pidió que se sentara en una silla y le hizo sufrir de la manera más deliciosa.
La ebriedad del caduceo...
Su nuevo amigo se había quedado fuera, delante del escaparate, y blandía el dedo pulgar para darle ánimos.
Su nuevo amigo apreciaba mucho a Géraldine...

 

Charles hizo muchas muecas. Rascaron, limpiaron, desinfectaron, estudiaron, comentaron y cubrieron de pequeños vendajes cicatrizantes su cara, o lo que quedaba de ella.
Se puso de pie apoyándose en un expositor, cojeó hasta la caja, aceptó pomadas a cambio de la promesa de ir a ver a un médico, mintió, dio las gracias, pagó y volvió a afrontar el mundo.

 

Su antiguo amigo había desaparecido. Charles se arrastró hasta un estanco, sorprendido de atraer tantas miradas tan huidizas.
El dueño del bar en cambio no era tan sensible. Había visto de todo en la vida...
—Vaya, ¿qué le ha pasado? —preguntó en tono de broma—. ¿Le ha atropellado un autobús esta mañana?
Charles sonrió lo poco que le permitía el dolor.
—Una furgoneta...
—Bah... La próxima vez lo hará usted mejor...
Un parisino que tenía sentido del humor... Qué maravilla...
Se pidió una cerveza para celebrarlo.

 

—¡Aquí tiene! Le he puesto una pajita... ¿Qué dice? ¿Que tiene hambre? ¡Nicole! ¡Ponme un puré para este joven!
Y Charles, sentado a medias sobre un taburete en la barra del bar, se alimentó a sorbitos mientras escuchaba al dueño enumerarle la larga lista de todos los heridos, atropellados, inválidos, cojos, muertos o amputados que su buena ubicación (en la esquina de un gran cruce, un lugar perfecto para el comercio) le había permitido contabilizar en veinticinco años de vigilancia.
—Creo que tengo por ahí una petición contra esa parada dé los autobuses que circulan en sentido contrario, ¿le interesa?
—No.

 

Charles avanzaba con gran esfuerzo, agarrando su caja con una mano y la pierna herida con la otra. Estaba perdido.
No es que no supiera dónde estaba, desde luego, pero... Marcó el número de Laurence como quien saca cinco balas del tambor de una pistola, se llevó el aparato al oído y esperó. Buzón de voz.

 

Dio media vuelta y abrió la puerta de una agencia de alquiler de coches por la que había pasado antes, cinco minutos de intensa reflexión atrás.
Tranquilizó al comercial, no era nada, se había chocado contra una cristalera. Ah... dijo éste, aliviado, anda, pues qué casualidad, mi compañero también... Tres puntos de sutura. Charles se encogió de hombros. Un blandengue, el compañero...
En el último momento, su rodilla hinchada le suplicó que cambiara de opinión.
—¡Espere! Deme mejor un coche automático...

 

Conteniendo unas lagrimillas de dolor, se retorció para instalarse al volante de un cochecito urbano de categoría A, consultó su agenda, la abrió por la página adecuada, ajustó los retrovisores y se percató de que el Hombre Elefante compartía con él aquella aventura.
Agradeció esa compañía... inesperada, giró a la izquierda y se dirigió a la puerta de Orleans.
El semáforo acababa de ponerse en verde. Volvió a arrancar y echó un vistazo al salpicadero.
Si todo iba bien estaría en casa de Alexis para la hora de cenar.

 

No se permitió sonreír porque le dolía demasiado la cara, pero ganas no le faltaban.

 

TERCERA PARTE

 

1

 

Al principio fue fácil, había tomado una decisión. Abandonaba la ciudad y conducía deprisa, sin respetar las distancias de seguridad.

 

Ignoraba lo que lo aguardaba pero no le daba miedo. Ya no le daba miedo nada. Ni su reflejo o lo que le hacía las veces de rostro, ni su cansancio, ni lo que veía ante sí, ni esa mujer concienzuda que se buscaba la vena, clavaba en ella una larga jeringuilla, empujaba el émbolo con sumo cuidado, abría el puño por última vez, se aflojaba el torniquete y comprobaba el goteo de su propia muerte antes de sentarse en la única butaca de un apartamento vacío... Qué... No. Charles ya estaba inmunizado contra todo.
Llamó a su secretaria entre dos salidas de autopista y le dejó un mensaje a Laurence.
—Muy bien, lo cancelo entonces. Por cierto, el lunes por la tarde... su avión sale a las 19:45. Creo que he conseguido pasarle a la categoría superior... Ya tengo el código del billete, ¿tiene para apuntar? —le preguntó su secretaria.
—He recibido tu mensaje. —Laurence por fin le devolvió la llamada—. ¿Sabes?, al final me viene muy bien, porque este fin de semana tengo encima a las coreanas... —(No, Charles no lo sabía.)—. Ah, oye, ya que estamos, no te olvides de Mathilde, ¿eh? Le prometiste que la acompañarías al aeropuerto el lunes... Creo que su avión sale a primera hora de la tarde, ya te lo confirmaré... —(Los salones de Air France, su segunda patria...)—. Y ¿qué hacemos para su dinero de bolsillo? ¿Te quedan libras?
No, no. No se había olvidado, ni de Mathilde, ni de Howard.
Charles no se olvidaba nunca de nada. De hecho era su único talón de Aquiles... ¿Qué decía Anouk? ¿Que era inteligente? En absoluto... Había tenido ocasión muy a menudo de trabajar con mentes fuera de lo común, por lo que Charles no se engañaba nada sobre sí mismo. Durante todos esos años, si había sabido dar el pego y engañar a los que lo rodeaban, era precisamente por su buena memoria... Se acordaba de todo lo que leía, veía y oía.
Hoy en día era un hombre saturado, cargado,
loaded
en inglés, que también es la misma palabra que utilizan para describir un dado cuando está trucado. Y esas terribles migrañas que por el momento había dejado de padecer, enterradas como estaban bajo una capa de dolores más... patentes, no tenían nada de fisiológicas. Era más bien un estúpido contratiempo de carácter informático. La carta de Alexis y el maremoto que ésta había originado, su infancia, sus recuerdos, Anouk, lo poco que sabemos de ella y todo lo que no nos ha contado, todo lo que ha preferido guardarse para sí, para seguir protegiéndola y porque es tan púdico, ese exceso de emociones inesperadas de alguna manera había saturado su memoria. ¿Química, moléculas y hasta un escáner...? Vamos, vamos, sí, pero nada de eso tendría la más mínima incidencia. Le correspondía a él recuperar sus ficheros.

Other books

American Taliban by Pearl Abraham
Thunder by Bonnie S. Calhoun
Stone in a Landslide by Maria Barbal
Southern Beauty by Lucia, Julie
Angel's Shield by Erin M. Leaf
Word of Honour by Michael Pryor
Agatha Webb by Anna Katharine Green