El corazón de Tramórea (93 page)

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Authors: Javier Negrete

BOOK: El corazón de Tramórea
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—Así es —contestó Derguín, y añadió para sí:
Y de paso he encontrado una hija
.

—Seguí el camino que me indicaste —dijo Togul Barok—. Pero cuando aparecí en Zenorta no estabas allí para darme indicaciones.

—No, no estaba —reconoció Linar.

—Eso es evidente. Pero me faltan tus explicaciones.

—La situación cambió.

Derguín observaba divertido. Aquellos dos hombres tan altos y, por lo demás, de aspecto tan distinto, compartían la misma naturaleza pétrea tanto en los rasgos de su rostro como en sus ademanes y sus palabras.

—Mi situación también —dijo Togul Barok. Mirando de reojo a Derguín, añadió—: La nuestra. Hemos encontrado una aliada que nos dio más información de la que me brindaste tú.

—¿Quién?

—La diosa Taniar.

—Los dioses no son muy de fiar, y ella menos.

—¿Cómo lo sabes?

—Mi misión es averiguar y saber.

Para lo que nos aprovecha a nosotros
, pensó Derguín.

—Al menos —dijo Togul Barok—, ella nos ha explicado cómo llegar al Prates.

—Eso os lo podría haber explicado yo.

—Podrías, pero no lo hiciste.

—Cuéntame qué os dijo la diosa.

Derguín seguía como testigo silencioso el intercambio entre los dos, que por la brevedad de las frases era más navajeo que esgrima verbal. Entonces reparó en que, entre las sombras, alguien le hacía un gesto con la mano.

Era Darkos. Derguín se acercó a él y le estrechó la mano. Al chico pareció gustarle que le tratara como a un hombre.

—Me alegro mucho de que hayas recuperado a
Zemal
. Me sentía muy culpable.

—¿Y por qué, si puede saberse? Tú no tuviste nada que ver..., espero.

—¡No, no! Pero cuando se lo contaste a mi padre, yo lo oí todo, y se lo dije a Rhumi haciéndole jurar que no se lo revelaría a nadie. Ya sabes cómo son las mujeres.

—Claro. No como nosotros los hombres, que somos tumbas —dijo Derguín. Darkos parecía demasiado preocupado por lo que quería decir como para captar la ironía.

—También oí la discusión que tuvisteis los dos. Lo siento, yo dormía abajo, y se oye casi todo por la trampilla.

—Sobre todo si se dan tales voces que tiembla el Bardaliut.

—¿Sabes que, cuando te fuiste, mi padre partió su espada contra las almenas?

—¿De veras?

—Eso significa que tenía que estar muy triturado por lo que te había dicho.

Derguín interpretó que «triturado» equivalía a decir que estaba triste, furioso o se sentía culpable. En cualquier caso, le satisfizo saber que aquella discusión había atormentado a Kratos tanto como a él.

—Yo también me trituré bastante, la verdad. Incluso le tiré el brazalete que me había regalado Linar. Ahora la verdad es que me da vergüenza pedírselo.

Darkos sacó algo de entre su ropa y se lo tendió a Derguín.

—Era lo que te quería decir. Yo lo recogí del suelo para dárselo, pero él estaba ese día con ganas de triturar a todos y tuvimos una bronca, así que no me hizo caso. Me lo había guardado hasta ahora.

Derguín lo cogió, lo levantó en el aire para que le llegara la luz de la hoguera más cercana y examinó las franjas rojas y doradas.

—¿Lo has traído desde Nikastu? Es un gran detalle. Te lo agradezco mucho.

Se fijó en que el muchacho llevaba su propio brazalete, pero en la muñeca izquierda.

—¿Eso no es de tu padre?

—Me lo dio antes de subir a la montaña a por
Talavãra
. ¿Has visto cómo alapanda esa espada?

—Qué extraño que tu padre te lo haya dado.

—Me dijo que ya no necesitaba el brazalete para demostrar que era un Tahedorán, porque si encontraba esa espada se convertiría en algo más importante.

Derguín asintió. Tenía lógica. Cuando conoció a Kratos, éste podía alardear de ser considerado el mayor Tahedorán de Tramórea. Probablemente lo era. Pero a eso se reducía su ser. Ahora se había convertido en otras cosas que no tenía por qué medir con marcas. Padre, marido. Jefe de la Horda Roja. Y también, un nuevo tipo de Zemalnit.

Siguiendo un impulso tan súbito como el que había obedecido Kratos, estuvo a punto de devolverle el brazalete a Darkos y pedirle que se lo quedara. Pero antes de hacerlo, recordó: «Yo también tengo una hija».

Y tal vez tendría una mujer. Cruzó los dedos y rogó que todo saliera bien, y que pudiera ver otra vez las altas torres de Agarta y estrechar entre sus brazos a Ariel y Neerya.

Tras platicar con Togul Barok y conocer la información y el plan que habían compartido con Taniar, Linar levantó en alto su vara serpentígera y proclamó que convocaba una asamblea urgente «para todos a quienes les interesara el destino de Tramórea». A Derguín le extrañó un comportamiento tan poco habitual en el secretista Linar, pero dejó la cena a la mitad y acudió enseguida.

—¿No vas a terminar con lo tuyo? —le preguntó El Mazo. Los dos estaban comiendo carne a la brasa de una especie de pollo arborícola autóctono.

—No, cómetelo tú.

El Mazo le siguió, pero llevándose su espetón y el de Derguín por el camino.

Enseguida se formó un gran corro rodeando a Linar. Salvo quienes estaban de guardia patrullando por los alrededores, allí se encontraban todos los que habían combatido en la batalla, Invictos, Atagairas y Noctívagos. Con la voz potente y clara de quien a menudo había oficiado como heraldo, el Kalagorinor dijo:

—En breve habrá que partir para la última etapa de este viaje. Todos habéis demostrado aguante y entereza en las adversidades, lealtad a vuestros amigos y a vuestros jefes, y valor en el combate. A algunos de vosotros os convoqué yo —dijo, mirando a Togul Barok y a los oficiales Ainari que se habían arrimado al grupo—. A los demás os hizo venir o bien Kalitres o bien el propio dios Tarimán.

Derguín y El Mazo se miraron.

—No han estado mal nuestros viajes, ¿verdad? —susurró Derguín. Su amigo asintió, mientras pasaba el dedazo por la cicatriz de Faugros.

—Los designios de Tarimán sólo a él le pertenecían —prosiguió Linar—. Pero el dios herrero ha muerto.

Sonaron murmullos, muchos de ellos de consternación. Pues todos sabían desde siempre que Tarimán era el creador de
Zemal
, y la mayoría se había enterado ya de que también había forjado a
Talavãra
para Kratos, y ambas espadas habían luchado bien en el combate. Aunque estuvieran en guerra contra los dioses, como demostraba el cadáver de Anfiún —o lo que estaban dejando de él los carroñeros—, incluso quienes no conocían el meollo de lo que ocurría creían que Tarimán era su aliado.

—Sí, Tarimán ha muerto —prosiguió Linar—, pues incluso los dioses pueden morir. De modo que el destino de este mundo nos compete sólo a nosotros.

Al menos se incluye como si fuera uno más
, pensó Derguín con alivio.

—Para evitar la catástrofe que, si nadie la evita, destruirá Tramórea en algo más de treinta horas, sólo podemos hacer dos cosas. Evitar la conjunción de las tres lunas o impedir que se abran las puertas del Prates. Lo primero es algo que se halla fuera del alcance de los hombres de esta era. Por eso fue Kalitres quien partió hacia la torre de Etemenanki para subir hasta el Bardaliut. No os contaré lo que ha ocurrido y está ocurriendo allí arriba por no inquietar más vuestros ánimos.

—A mí ya me has inquietado al decir eso —comentó Kybes en voz baja. Derguín no pudo evitar estar de acuerdo con él.

—La segunda misión es la que nos ha traído aquí a todos nosotros —continuó Linar—. Nos encontramos por fin al pie del puente de Kaluza. Sobre nuestras cabezas, en el interior del sol rojo que ahora está apagado, se encuentra el Prates.

»Cuando partimos de Teluria poco os conté porque poco conocía —dijo, mirando directamente a Kratos—. Kalitres y yo mismo ignorábamos mucho de nuestro pasado y nuestra propia naturaleza. Pero ésos no son asuntos que haya de comentar con hombres y mujeres mortales y los pasaré por alto.

»En aquel entonces yo tan sólo sabía que debíamos venir a este lugar, aunque mi intención era llegar por las galerías que han traído al Zemalnit y sus compañeros, y no arrastrados por aquella espantosa vorágine en la que nuestra flota zozobró.

»Para evitar que toda la expedición pereciera, tuve que recurrir a poderes que drenaron mis fuerzas hasta dejarme exhausto.

—¡Y nosotros te lo agradecemos, abuelo! —dijo Abatón.

El general del batallón Jauría estaba tan borracho que dos soldados tenían que apuntalarlo para que no se desplomara. Derguín, que no olvidaba la pelea de la taberna, rezó en voz baja para que Linar lo fulminara con un rayo o lo convirtiera en caracol. Pero el Kalagorinor hizo caso omiso de la interrupción y continuó:

—Mientras me recuperaba tuve tiempo de meditar y aprender cosas. Pues nunca se es demasiado viejo para aprender. Ahora conozco algo más sobre lo que nos aguarda en esta última etapa de nuestro viaje.

»Todos os habéis entregado a una misión que apenas conocíais. Lo habéis hecho por amor a vuestras familias, vuestros compañeros y vuestro mundo. Muchos han perdido la vida para que los demás pudierais llegar. Durante largo tiempo habéis sido tratados como piezas en un tablero, y yo he sido el primero que lo he hecho.

Ésta sí que es buena
, pensó Derguín, aguzando el oído.

—No merecéis que se os manipule así. Tal vez los dioses crearon Tramórea. Pero ahora es vuestra, y nadie tiene derecho a destruirla para conseguir sus fines. Ni siquiera el que se hace llamar rey de los dioses y que alienta la fanática ambición de convertirse en dueño absoluto de este mundo y de los infinitos mundos que existen.

»Vamos a subir allí —dijo Linar, levantando el báculo en el aire y señalando al sol invisible—. En ese lugar nos encontraremos con el más poderoso de los dioses, tanto que fue capaz de aniquilar al gran Manígulat. Él estará en el Prates, aguardando a que llegue el momento de la conjunción. Y cuando el caos y el fuego se adueñen de Tramórea, la abandonará tras de sí como quien arroja al suelo una fruta que ya ha exprimido.

»Contra Tubilok el dios loco no sirven las armas normales, ni flechas ni espadas ni lanzas. Cuando yo os hice venir a unos y Kalitres os invocó a otros, no teníamos idea clara de nuestra misión y, sobre todo, de cómo podríamos cumplirla con éxito.

»Hace poco renuncié al ojo que atisbaba los senderos del futuro, y sin embargo con éste que me queda veo las cosas con más nitidez. La mayoría de los que habéis llegado aquí no estabais destinados a viajar esta última jornada, pero vuestros esfuerzos y afanes no han sido en vano, pues gracias a vosotros, los elegidos están ahora donde tienen que estar, junto a los pilares del puente de Kaluza.

Linar extendió el brazo y trazó un círculo a su alrededor con el bastón. Los ojos de la serpiente refulgieron como dos pequeños soles. Los demás retrocedieron un paso, ampliando aún más el corro que habían formado.

—Todas las eras engendran héroes, pero vosotros habéis tenido la suerte de vivir en una época rica en ellos. Los héroes de los que hablo no son seres perfectos. A veces sufren temores, a veces no se comportan como corresponde a su grandeza y en ocasiones se debaten entre sentimientos que los atormentan.

»Tres de estos héroes, los más grandes de vuestro tiempo, están aquí, y cada uno de ellos posee un arma fabricada por los dioses. Es justo que las uséis para defender vuestro mundo contra los mismos que las forjaron, pues habéis de saber una cosa. ¡Que los dioses no son vuestros padres, sino vuestros hijos, y que fueron creados a vuestra imagen y semejanza!

Aquello provocó nuevos murmullos. Linar prosiguió:

—Pido a esos tres héroes que se adelanten. Togul Barok, emperador de Áinar, te convoco para que me acompañes en esta última etapa. ¿Aceptas?

El gigante Ainari dio dos pasos al frente.

—Que yo también tenga dobles pupilas no significa que vaya a dejar que esos bastardos destruyan mi reino. —Levantó la lanza roja y la clavó en la hierba—. Te acompañaré, Linar el Ruggaihik, aunque te recuerdo que el emperador de Áinar no acepta órdenes.

—Llegados a este trance no puedo dar órdenes, sino tan sólo consejos. Kratos May, señor de la Horda Roja, ¿te atreverás a subir con nosotros hasta el sol de Agarta?

Kratos se adelantó y desenvainó a
Talavãra
. Pequeños relámpagos azules recorrieron la hoja y recortaron con sombras huidizas sus duros rasgos de guerrero.

—¡Subiré al sol e incluso más allá, y viajaré adonde sea menester por defender a los míos! —proclamó.

—Ante las injusticias del destino hay que ser pacientes, Kratos, pues a todo hombre que sabe esperar le llega su momento.

Tras decir esto, el Kalagorinor hizo una pausa. Después preguntó:

—Derguín Gorión, legítimo Zemalnit, último heredero de Zenort el Libertador, ¿vendrás con nosotros para mantener cerradas las puertas del Prates, por más poderosos que sean los adversarios que quieran abrirlas?

En aquel momento a Derguín se le podrían haber ocurrido muchas cosas. Podría haber recordado el sueño recurrente del ojo en el cielo, haber pensado en su padre Cuiberguín, en las memorias de su doble y ancestro Zenort o en que Ariel y Neerya lo aguardaban en Tártara. Pero lo único que se dijo a sí mismo al dar dos pasos al frente fue que debía tener cuidado de no tropezar para no hacer el ridículo ni estropear la solemnidad del momento.

Ya en el centro del círculo desenvainó a
Zemal
. ¡Por el difunto Tarimán, qué hermosa era!

—¡Iré con vosotros! —dijo, y mirando a Togul Barok y a Kratos añadió—: Es un honor combatir a vuestro lado.

—¡Sea pues! —dijo Linar—. Ahora descansad y despedíos de los vuestros. Para llegar en el momento oportuno a nuestra cita con Tubilok, partiremos cuatro horas antes del amanecer, y tomaremos el sendero que nos conducirá al corazón de Tramórea.

BARDALIUT

E
nvuelto por aquel sudario irrompible, Kalitres estaba aislado del mundo exterior. Al menos, así debían creerlo sus anfitriones los dioses. Pero olvidaban que guardaba una reliquia, un objeto traído del Onkos. Colgado de su cuello a modo de dije y oculto bajo su túnica morada se hallaba el ojo que veía en el espacio, y para el que ni siquiera las cintas atrópicas constituían una barrera impenetrable. Él no era tan drástico como lo había sido Tubilok, o como lo fueron también Linar, Tarimán o Ulma Tor, que se habían extirpado sus propios globos oculares para injertarse los de los Tíndalos. Kalitres había comprobado que bastaba con que el ojo estuviera lo bastante cerca de su cráneo para que la información que recibía llegara a su cerebro. Cuando lo llevaba engastado en su bastón de mago y quería utilizarlo, simplemente se lo arrimaba a la frente y escrutaba en él como si fuera una bola de cristal. Ahora lo tenía pegado a la barbilla, o más bien a la papada. Las imágenes que recibía no eran tan nítidas, pero le bastaban. En cualquier caso, era el único ojo que le quedaba, ya que la diosa del cuerpo estupendo le había quemado los suyos con aquel rayo de fuego.

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