La niña volvió al cabo de un rato con una calabacita llena de
caaiguá
y una caña. La dama lo sorbió con auténtico placer.
—¡Está delicioso!
—Os lo he endulzado.
—Gracias, Irupé. ¿Quién me hubiera dicho hace unos meses que me iba a agradar su sabor? ¿De dónde sacáis esta planta?
—De la selva. Tupa la creó para que los ava pudieran agasajar a sus invitados.
—¿Quién es Tupa?
La india dudó antes de responder.
—El dios del bien.
—¿Quién te contó esa historia?
—Mi abuelo, una noche, junto a la hoguera.
—Cuéntamela a mí.
—Pasó así:
Nuestras tribus despejaban una parte de la selva para plantar mandioca y maíz, pero después de cuatro o cinco años el suelo se gastaba y tenían que mudarse a otro lugar. En una ocasión, un indio muy viejo se negó a irse.
—
Estoy cansado de tanto trasiego. Me quedaré aquí
—
dijo
.
—
Te morirás si no nos acompañas
—
le contestaron los hombres de la tribu
.
—
Es igual
.
La hermosa Yarii, la menor de sus hijas, tenía el corazón partido. Quería quedarse con su anciano padre para acompañarlo hasta que la muerte se lo llevara a la paz de Yvy-Marae's. Pero si se quedaba, moriría ella también.
A pesar de los ruegos y lloros de sus amigos, decidió permanecer al lado de su padre.
Una tarde, meses después, Yarii y su padre recibieron la visita de un desconocido de piel blanca.
Aunque les quedaban pocas provisiones, el anciano asó un acutí y un tambú para agasajar al huésped, que no era otro que Tupa, el dios del bien.
Y el dios, agradecido, hizo brotar de la tierra la planta del
caaiguá
para premiar a sus anfitriones
.
—
Con ella podréis agasajar a vuestros invitados y distraeros durante las horas de soledad
—
les dijo
.
Asimismo, Tupa nombró a Yarii diosa protectora de la planta
caaiguá.
—¡Es una leyenda muy hermosa, Irupé! Pero solo es una leyenda.
—Sí, mi señora.
—No me llames señora…
—¿Cómo queréis que os llame?
—¿Te gustaría que fuera tu madre?
—Pero somos…
—… Distintas. Lo sé. —Miró los ojos rasgados y la piel melada de la pequeña—. Eres la hija más hermosa que yo habría soñado tener.
—Casi no me acuerdo de mi madre. A veces intento recordar su rostro y no lo consigo…
—La vida es cruel. Los míos mataron a tus padres. Y es casi seguro que otros indios mataron a mi hijo… Pero en ambos bandos hay gente buena que intenta paliar la crueldad, la injusticia y lucha para que el mundo sea un poco mejor cada día.
—Si me adoptáis, ¿qué seré…? ¿India o española?
—Una mezcla, como lo serán mis nietos y los hijos de sus hijos… y como algún día serán todos los que habitarán estas tierras.
—Dirán que no soy como vos.
—Vivirás entre dos mundos, como yo.
La pequeña le echó los brazos al cuello y la besó en la mejilla.
—¡Hija mía! —exclamó Mencía, conmovida. Y le devolvió el abrazo mientras una sensación de calidez y esperanza la invadía—. ¡Me has devuelto la vida, mi pequeña! ¡Gracias! ¡Dios te bendiga!
Santa María de la Asunción. Mes de septiembre del Año del Señor de 1556
E
n torno a la puerta de la iglesia mayor de Asunción se apiñaba gran cantidad de curiosos para ver entrar a los novios.
Menciíta aguardaba en primera fila la llegada de su mejor amiga. Su rostro resplandecía de felicidad; el matrimonio la había curado de su mal de amores. Rosa lucía un vientre prominente. Julia tenía cara de matrona satisfecha. Consuelo se volvía a mirar con coquetería a dos jóvenes caballeros de la fila de atrás. El resto de las expedicionarias estaban repartidas con sus maridos entre los bancos de la iglesia y aguardaban la entrada de la novia con emoción.
A la derecha del altar estaban las autoridades de Asunción: el gobernador, los regidores del cabildo y, detrás, don Martín, el cirujano, con su mujer recién llegada de las Españas y sus tres hijos mestizos. Enfrente, doña Isabel y sus hijas.
Por fin, entró el novio. Venía del brazo de doña Mencía, la madrina, que había desechado su vestido español y llevaba un
tupay
bordado con plumas y flores de plata. Era tan hermoso que levantó murmullos de admiración entre las mujeres.
Ana entró del brazo de Salazar y se quedó estupefacta al verla vestida de esa guisa. Doña Mencía percibió su sorpresa y murmuró cuando se cruzaron en el altar:
—Todas cambiamos, Ana.
Después de la ceremonia de casamiento se celebró una fiesta en el patio de la mansión del tesorero mayor y su esposa, doña Isabel, a la que asistió casi toda la ciudad.
Doña Mencía se paseaba orgullosa entre los invitados y decía a quien le preguntaba:
—Este
tupay
lo ha bordado mi hija Irupé.
La alegría fue mucha, el vino y las viandas corrieron en abundancia —cada cual aportó su parte —y todos se divirtieron para satisfacción de los novios.
Ana y Alonso jamás volvieron a España.
Ana llevó siempre en su retina las doradas tierras de su Extremadura natal.
Alonso nunca olvidó la ría de Pontedeume, tan infinitamente verde, o infinitamente gris cuando el invierno caía sobre ella.
Y ambos transmitieron a sus hijos, y a los hijos de sus hijos, un gran amor por las tierras de aquel Nuevo Mundo que los había acogido.
Domingo Martínez de Irala.
Llegó al Río de la Plata con Pedro de Mendoza, el primer Adelantado. Cuando Juan de Ayolas (a quien Mendoza, antes de morir, había confiado la jefatura) partió a explorar nuevos territorios, dejó a Irala al frente del gobierno en Asunción. Al desaparecer Ayolas, el Consejo de Indias nombró en 1542 un segundo Adelantado: Alvar Núñez Cabeza de Vaca. Irala intrigó contra él, hasta que consiguió deponerlo en 1544 y lo envió encadenado a España para que fuera sometido a juicio.
Recuperado el poder, Irala partió a conquistar nuevos territorios. En 1549, de vuelta en Asunción, se encontró con que el Rey había nombrado a Juan de Sanabria tercer Adelantado del Río de la Plata. Como este nunca llegó a Asunción, Irala se mantuvo en el gobierno. En 1554 envió a su sobrino a España para dar cuenta al Rey de sus méritos y solicitar el nombramiento de gobernador del Río de la Plata. El Rey ratificó a Irala en el cargo, pero le prohibió explorar nuevos territorios.
Murió de calenturas en octubre de 1556.
Juan de Sanabria.
Hidalgo natural de Medellín (Extremadura, España). Al conocer la destitución del segundo Adelantado, solicitó a Carlos I que le concediese el cargo. Así lo hizo el Rey. En la capitulación que firmó don Juan se le pedía que llevara mujeres —para poblar.
Junto con su esposa, Mencía de Calderón, preparó en Sevilla una expedición a Asunción del Paraguay para tomar posesión del gobierno. Pero murió antes de zarpar.
Mencía de Calderón.
Nació en Medellín (Extremadura, España) alrededor de 1520. Fue la segunda esposa de Juan de Sanabria, con el que tuvo tres hijas: María, Mencía y una tercera que murió durante el viaje, a corta edad, y cuyo nombre se desconoce. En este libro se la llama Isabelilla.
Al enviudar, Mencía se hizo cargo de la expedición al Río de la Plata. Zarpó de Sevilla el 10 de abril de 1550 con tres naos, en las que viajaban unas ochenta damas hidalgas procedentes de distintos lugares de Extremadura.
La expedición, que llegó a su destino seis años después, en 1 556, no alcanzó los objetivos previstos. Pero algunos descendientes de esta valiente mujer conformaron la historia del Paraguay y del Rio de la Plata.
En 1564 Doña Mencía escribió un breve relato de las penurias sufridas en su viaje rumbo al Paraguay.
Diego de Sanabria.
Nació en Medellín, Extremadura. Hijo de Juan de Sanabria y de su primera esposa, heredó el título de Adelantado, que el rey había concedido a su padre por dos vidas. Pero fue su madrastra, Mencía de Calderón, quien dirigió la expedición al Río de la Plata. Acordaron que él la seguiría meses más tarde. Sin embargo, no logró zarpar hasta el año 1552. Sus naves se extraviaron y fueron a parar a Cartagena de Indias. Allí supo que, ante su tardanza en llegar a Asunción, el Consejo de Indias había confirmado a Domingo Martínez de Irala como gobernador del Río de la Plata, anulando así su concesión. Al parecer, murió a manos de los indios cuando intentaba llegar a Asunción a través de la selva.
Marqués de Mondéjar.
En la época en la que transcurre esta novela, el Real y Supremo Consejo de Indias estaba presidido por Luis Hurtado de Mendoza, marqués de Mondéjar.
El Consejo de Indias se ocupaba de la administración y gobierno, tanto temporal como espiritual, de los territorios del Nuevo Mundo. Proponía los cargos, velaba por el buen funcionamiento de las instituciones, controlaba el flujo de pasajeros y de barcos, la correspondencia e incluso los libros que se llevaban a América. Estaba en contacto directo con el monarca y sus atribuciones quedaban por encima de las de la Casa de Contratación.
Francisco de Becerra.
Hidalgo natural de Medellín (Extremadura, España). Amigo de Juan de Sanabria, capitaneó la segunda nao de la expedición de doña Mencía de Calderón. Lo acompañaron su mujer, Isabel de Contreras, y sus dos hijas: Elvira e Isabel. Murió en Mbiazá al naufragar su nao.
Isabel de Contreras.
Esposa del anterior. Se casó en segundas nupcias con Juan de Salazar y Espinosa.
Juan de Ovando.
Natural de Cáceres, pilotaba la tercera nao de la expedición de Mencía, que se perdió en el océano durante la tempestad.
Juan de Salazar y Espinosa.
Nació en 1508 en Espinosa de los Monteros (Burgos, España). Llegó al Río de la Plata con Pedro de Mendoza, el que sería primer Adelantado. El 1 5 de agosto de 1 537 fundó la ciudad de Santa María de la Asunción del Paraguay, hoy conocida como Asunción.
Tras enemistarse con Diego Martínez de Irala —pues tomó partido por Alvar Núñez Cabeza de Vaca— volvió a España.
El Consejo de Indias lo nombró tesorero mayor del Río de la Plata y regresó a las Indias con la expedición de doña Mencía.
Casó con Isabel de Contreras, viuda de Becerra. Murió en Asunción en 1560.
Juan Sánchez Vizcaya.
Viajó al Río de la Plata con Alvar Núñez Cabeza de Vaca, nombrado segundo Adelantado, y con él retornó a España. Volvió a atravesar el océano como piloto de la nao de doña Mencía. Escribió una importante relación sobre este territorio.
Hernando de
Trejo.
Nació en Trujillo (Extremadura, España). Ya viudo, embarcó en la expedición de Mencía de Calderón como capitán. En Mbiazá se casó con María de Sanabria y Calderón, hija mayor de doña Mencía. Por este matrimonio obtuvo el título de alguacil de Asunción. Murió en el año 1557.
Cristóbal de Saavedra.
Hidalgo natural de Sevilla. Formó parte de la expedición de doña Mencía al Río de la Plata y se casó con una de sus hijas.
Ulrich Schmidels.
Nació en Straubing, Alemania. Llegó al Nuevo Mundo con Pedro de Mendoza y fue testigo del descubrimiento y la conquista del Río de la Plata. De vuelta en Alemania, escribió una interesante crónica sobre ese territorio.
Fray Juan Fernández Carrillo.
Viajó con la expedición de doña Mencía. Murió en 1565, junto con Elvira de Becerra y Contreras, a manos de Ruy Díaz de Melgarejo, esposo de esta, que los mató al sorprenderlos juntos.
Tomé de Souza.
Militar portugués nacido en Rabes en 1503. Fue nombrado primer gobernador general de Brasil en 1549. Murió en 1579.
M
uchas personas me han ayudado durante la redacción de este libro; con observaciones, consejos, correcciones o dándome ánimos cuando estaba a punto de tirar la toalla.
En primer lugar, mi hijo Pablo, que participó en la búsqueda de documentación, leyó y releyó esta historia para asegurarse de que no había contradicciones y me ayudó en la redacción de algunas partes y en la agotadora corrección. También, aunque en menor medida, participaron en este prolijo proceso mi marido, José María, mi hija Sara, mi, más que cufiado, hermano, Antonio Álvarez y mi sobrina Marta Bartolomé.
Una vez terminado, lo leyeron amigas como Ana Maestre, Carmen Morales o María Acero, y sus observaciones me han sido de gran utilidad.
José Luis Varea y Rosa Sáez me brindaron su valiosísimo y sensato punto de vista durante el largo proceso de redacción. Y más tarde me ayudaron a corregirlo. Por tanta generosidad y cariño, quiero expresarles mi más sincera gratitud.
Deseo hacer mención especial de mi entrañable amigo desde hace treinta y cinco años Primitivo Rojas, cuya intervención ha sido decisiva en la publicación de esta historia.
Por último quiero agradecer a Raquel Gisbert, mi editora y ya amiga, sus atinados consejos y propuestas, que sin duda han beneficiado esta narración.
Gracias una vez más a todos, porque sin vuestra ayuda o aliento nunca hubiera acabado este libro.