El corredor de fondo (16 page)

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Authors: Patricia Nell Warren

Tags: #Romántico, #Erótico

BOOK: El corredor de fondo
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—No dejo de preguntarme —dijo— qué he hecho para que usted se muestre tan… tan hostil conmigo. Sé que le hago cabrear todo el tiempo, pero eso tampoco explica que…

—La única explicación que tengo —musité, torpemente—es que estoy presionado por asuntos personales y, de alguna forma, te lo he hecho pagar a ti.

—¿Y por qué no a los demás?

—Quizá porque espero más de ti que de los demás.

Por primera vez, me miró. Su mirada era apagada, acusadora, triste.

—Esto ha sido toda una lección para mí —dije—. A partir de ahora, te trataré bien.

—Empezaba a pensar —dijo, sin sonreír— que usted me odiaba a muerte.

Negué con la cabeza.

—No —repuse, con la voz más dulce que me atreví a usar—. ¿Cómo quieres que te odie?

Billy dejó caer un poco los hombros.

—Bien —dijo—. Le creo.

Al ponerme en pie para irme, me tomé la libertad de revolverle el pelo, con un gesto que sólo pretendía ser paternal.

—Descansa un poco —dije.

Cuando me marché, Vince y Jacques volvieron a entrar en su habitación. Más tarde, supe lo que Billy les había dicho:

—O sea, que no me odia. ¿Y eso… dónde me coloca? Tampoco me quiere. ¿Qué coño voy a hacer? ¿Cómo me he metido en este lio?

Siete

Fuimos a Des Moines para el Campeonato Universitario de Drake. A Vince le dolían las rodillas y lo máximo que pudo hacer fue quedar cuarto en la milla. Jacques ganó en los ochocientos metros. Billy corrió mal: estaba apático y distraído. Teniendo en cuenta su forma física, el quinto puesto que consiguió en los 10.000 metros, con un tiempo de 28'35", supuso un esfuerzo tremendo. Después de la carrera, quedó fuera de combate: tuvo náuseas y no se recuperó como tendría que haberse recuperado. Se quejó de que tenía la pierna derecha, la del calambre, tensa y dolorida. Sufría, también, temblores musculares. Cuando salía de la pista, un par de espectadores le gritaron: «¡Maricón!». Evidentemente, el rumor ya había empezado a circular: un cotilleo en alguna reunión deportiva, una o dos bromas en una comida de periodistas especializados en atletismo o en algún encuentro de la AAU… Billy, sin embargo, estaba tan agotado que no pareció enterarse de nada.

El padre de Billy había venido en avión para ver correr a su hijo.

—Nunca lo había visto tan mal —dijo.

Aquel mismo domingo por la tarde, cuando terminó la competición, volvimos todos en avión a Nueva York. Yo continué hasta Prescott con el resto del equipo y Billy se quedó en Nueva York con su padre. A última hora de la tarde del día siguiente, después de las clases y los entrenamientos, regresé en coche a Nueva York para cenar con ellos. Encontré a John en su hotel de la Quinta Avenida, hablando de negocios con el activista gay George Rayburn, un tipo de pelo oscuro, tez morena y muy fogoso políticamente. Billy estaba en la cama de su padre, con el mismo mal aspecto del día anterior. Me senté en la cama junto a él y le toqué la frente. Tenía un poco de fiebre, un síntoma típico del exceso de entrenamiento.

—¿Has descansado algo? —le pregunté.

Me contestó en voz baja, moviendo apenas los labios.

—No, no puedo dormir.

—Se te nota en la cara que has perdido peso.

—He perdido más de dos kilos.

Tenía un aspecto extrañamente apático, tendido en la cama boca abajo, con las mantas amontonadas sobre los hombros y la cabeza medio enterrada en la almohada. John y George estaban de pie junto a la ventana, cada uno con su vaso de whisky, hablando de activismo gay. Me quedé allí sentado, mirando a Billy con angustiosa desesperación. Si no iba con cuidado, pronto tendría un corredor enfermo en mis manos: resfriados, gripe…, tal vez incluso mononucleosis, una enfermedad de la que un corredor tarda meses y hasta años en recuperarse. Se me ocurrió entonces que la única forma de que Billy Sive llegara hasta Montreal era pasando por mi cama. Tenía que liberarle de toda la presión que yo mismo estaba ejerciendo sobre él.

Mientras permanecía allí sentado, mi cuerpo hambriento me suplicó que me tendiera junto a Billy y saciara su cuerpo hambriento. Le puse una mano en la nuca. Temblaba de tensión y le ardía la piel.

—Te irá bien relajarte un poco —dije, suavemente—. Una buena cena, una película…

Él negó con la cabeza.

—Vamos —susurré, poniéndole la mano en la nuca una vez más y dejando que mi voz revelara en parte mis sentimientos. Él me observó con cautela durante un momento. Dejé caer un periódico sobre la cama—. ¿Qué película quieres ver? Elige.

Se sentó y pasó sin ganas las páginas del periódico, hasta que encontró la cartelera.

—Pasan
Song of the Loon
[20]
. Me encanta esa película tan romántica —dijo al cabo de un minuto—. Vamos.

Billy se puso unos vaqueros y un jersey de cuello alto, y cogimos un taxi en dirección al centro. El cine era pequeño y decadente, y se encontraba a pocas manzanas al este de Washington Square. Las calles estaban cubiertas de basura y parecía como si toda la zona hubiera sido bombardeada. John y Rayburn nos abandonaron en el minúsculo y lúgubre vestíbulo, y subieron a la platea. Evidentemente, querían estar a solas, lo cual me dejó a mí a solas con Billy. Nos sentamos en la parte de abajo, en una fila lateral. Había muchos asientos vacíos y hombres solos o en pareja aquí y allá. El lugar desprendía ese olor rancio que indica que muy pronto va a ser demolido a causa de una remodelación urbana. La tapicería de terciopelo de los asientos estaba rajada y había colillas y papeles en el suelo.

Song of the Loon
es un viejo clásico gay, muy amateur, muy erótico, muy difícil de olvidar, una de esas películas que nunca pondrán en las sesiones de madrugada de la tele. Billy y yo nos sentamos juntos sin dirigirnos la palabra. De vez en cuando, le lanzaba una mirada de reojo. Estaba un poco encogido en su asiento, con la vista fija en la pantalla: parecía triste y deprimido y tenía las manos, con los puños apretados, sobre la boca. Yo también me sentía deprimido. En la pantalla, los dos amantes nadaban en el lago y contemplaban sus respectivos cuerpos desnudos, lo cual me recordó inevitablemente a Chris. Cuando empezaron a hacer el amor sobre la hierba, me di cuenta de que Billy bajaba la vista. Volví la cabeza y lo miré. Tenía los ojos cerrados y se mordía los nudillos. Se movió un poco en el asiento y separó los muslos. Yo me incliné un poco, le toqué los puños cerrados y le aparté las manos de la boca. Me miró, un poco aturdido y con los labios todavía entreabiertos, como si no pudiera creer que yo lo hubiera tocado.

—He de pedirte disculpas por muchas cosas —dije en voz baja. Me temblaba todo el cuerpo. Por fin era capaz de liberarme de mi autocontrol. ¿Existía algún motivo para que yo tuviera que pasar toda mi vida sin haber amado a un solo ser humano?—. No quería ser cruel —proseguí—, pero quizá no entiendas por qué me comporté de la forma en que me comporté.

Me miraba incrédulo, con los labios separados. A la luz plateada de la pantalla, percibí el dolor en su mirada y noté el escalofrío de emoción que recorrió su cuerpo.

—Entonces —dijo, con aquella extraña voz quebrada, que más bien parecía un susurro ronco— mi padre tenía razón.

Apartó sus manos de las mías y aquel fue el peor momento de toda mi vida: todo el dolor de Penn State se concentró en unos pocos instantes. Sabía que lo había perdido. Lo había maltratado e insultado y, al fin y al cabo, él era un hombre y tenía orgullo de hombre. ¿Qué otra cosa podía esperar? Pensé en salir de aquel cine y tirarme a la vía del metro cuando pasara un tren. Billy permaneció allí sentado, con la vista fija en la pantalla, sin ver, y las manos apoyadas en los muslos.

—Mi padre estaba convencido de que me deseabas. Siempre se ponía de tu parte, hasta cuando me pegaste. Casi me enfadé con él —respiró profundamente, de forma irregular, durante algunos minutos—. ¿Cuánto tiempo hace que te sientes así?

Me sentí avergonzado y triste. Estaba dispuesto a hacer cualquier cosa, a ponerme en ridículo si hacía falta, para que a él se le pasara el enfado.

—Desde que llegaste —dije. Seguíamos hablando en susurros roncos. Se volvió y me observó con aquella espantosa mirada: me estaba devolviendo el latigazo que yo le había dado en el vestuario.

—¿Sabes por lo que me has hecho pasar? Jamás le he aguantado a nadie lo que te he aguantado a ti.

Cerré los ojos.

—Lo único que puedo decir es que cada vez que te hacía daño a ti me lo hacía a mí mismo. O sea, que estamos empatados.

Entornó los ojos.

—¿Qué es lo que quieres de mí? Si buscas un polvo rápido, ya te puedes ir olvidando.

Busqué su mirada y negué despacio con la cabeza. Dejé que percibiera en mi mirada todo lo que yo sentía. Él captó mis sentimientos, pero seguía vacilando, incrédulo y angustiado.

—Harlan —dijo. Me tocó la mano, que descansaba aferrada al brazo mohoso del asiento.

—Estoy enamorado de ti —declaré—. ¿Quieres que te lo escriba? —giré la mano y apreté la suya con tanta fuerza que, por un momento, tuve la sensación de que acabaríamos rompiéndonos los dedos. Nos quedamos allí sentados, retorciéndonos los dedos como si fuéramos un par de indecisos estudiantes de instituto hasta que, de repente, él extendió su mano libre y me cogió por el hombro. Se inclinó, arrastrándome hacia él, y me besó violentamente en la boca durante unos segundos. Nuestras manos se soltaron y él se apartó un poco, aunque seguí notando su aliento en mis labios. Momentos antes, estaba convencido de haberlo perdido y ahora ese dolor se estaba convirtiendo en felicidad. Le rocé la mejilla, sin acabar de creerme lo que estaba ocurriendo, y deslicé los dedos entre sus rizos. Él me acarició el cuello y habló junto a mis labios, con un susurro tan débil que apenas pude oírle.

—Te quiero, Harlan.

Nos abrazamos y volvió a besarme, con una sinceridad y una fuerza devastadoras. Separó mis labios con los suyos y los lamió muy despacio, los recorrió delicadamente, con los ojos cerrados, hasta que finalmente introdujo la lengua en mi boca. Nos abrazamos tan estrechamente como pudimos, separados por el brazo chirriante del asiento. Exploré su boca, dulce y limpia, con la lengua y seguimos besándonos hasta que empezaron a dolernos los labios. Billy amaba igual que corría: con energía, pausadamente, como si estuviera en trance. En ese momento, giró ágilmente el cuerpo, pasó por encima del brazo del asiento y quedó entre mis brazos, medio sentado sobre mis piernas. Pegó su cuerpo al mío, me rodeó el cuello con los brazos y nos abrazamos con desesperación, como si quisiéramos resarcirnos de cinco meses de dolor en un único instante. Tan estrecho era nuestro abrazo que casi éramos un único cuerpo. Nuestros labios permanecieron unidos en un beso desenfrenado y sincero. Dejé resbalar mis manos por su cuerpo, lentamente. Más que acariciar, quería sentir su cuerpo, asegurarme de que estaba allí de verdad. Palpé su espalda esbelta y delicada por encima del jersey, luego su cintura estrecha y, allí donde el jersey se le había subido un poco, una franja de piel ardiente. Él también trataba de acariciarme, lo cual era un poco más difícil, pero finalmente consiguió deslizar una mano bajo la chaqueta de mi traje y exploró con las manos mi pecho y mi costado.

De vez en cuando, nos mirábamos, incrédulos, con la emoción reflejada en la mirada. Le sujeté la cabeza y le besé la cara y los ojos, y él giraba constantemente la cabeza para besarme las manos. Billy se mostraba tan experimentado y tierno al mismo tiempo que me hizo recordar mi primera vez, once años atrás, con la diferencia de que en esta ocasión no era el nitrito de amilo lo que me impulsaba, sino el amor. No hicimos nada más. Se había establecido entre nosotros un acuerdo silencioso según el cual no íbamos a hacerlo en el cine. Sus caderas seguían firmemente ancladas entre mis muslos, pero se movían siguiendo un ritmo casi irreal. Los dos temblábamos de agotamiento y a la vez nos sentíamos felices de estar juntos, como dos hombres que consiguen sujetarse a los restos flotantes de un naufragio momentos antes de morir ahogados.

—Oye, mocoso, ¿cuándo te enamoraste de mí? —susurré al fin.

—En cuanto te vi —dijo él, junto a mi mejilla—, pero te lo oculté porque te mostrabas tan frío conmigo… Pensé que me iba a volver loco.

Le revolví el pelo. Empezábamos a relajarnos un poco.

—¿Sabes cuáles son los riesgos, verdad? —le pregunté.

—Sí.

—Tal vez pierdas la oportunidad de ir a Montreal. Y yo podría arruinar mi carrera.

Podemos perder todo lo que tenemos.

—Si te preocupa todo eso, entonces no podemos ser amantes, pero en ese caso yo tendré que dejar la universidad. No podría estar cerca de ti cada día y tener que reprimirme. He aprendido unas cuantas cosas de ti y quizá podría llegar a Montreal por mi cuenta.

Pensé en la idea de ver su cara sólo en las fotografías de los periódicos a partir de entonces. Lo imaginé enfrentándose, con su juventud e inexperiencia, a toda aquella furia. Correr los 10.000 metros en 27'30" era una cosa, y quizá estuviera preparado para eso; pero las luchas internas con los políticos del atletismo eran otra cosa muy distinta: se lo comerían vivo.

—De acuerdo —acepté—, pero luego no digas que no te lo he advertido.

—Queridos —dijo alguien, detrás de nosotros—, vuestra historia es mucho más interesante que la película, pero… ¿no podríais callaros un ratito?

—Larguémonos de este antro —dijo Billy.

Salimos al vestíbulo. Me temblaban las rodillas, literalmente. Nos miramos bajo aquella luz chillona y fluorescente, entre los tablones de anuncios y las macetas cubiertas de polvo. El rostro de Billy había adquirido una extraña tonalidad pálida: tenía los labios resecos y, tras las gafas, sus ojos eran más oscuros y su mirada más febril. Supuse que yo ofrecía el mismo aspecto.

—¿Qué dirá tu padre? —le pregunté.

—Ah, está de acuerdo —respondió Billy—. Le alegrará saber que va a menguar su factura de teléfono, que ya no lo voy a llamar desesperado, llorando…

—Bien. Voy a decírselo. Espérame aquí.

Subí a la platea. John y Rayborn estaban tranquilamente sentados viendo la película, lo cual significaba que o bien ya habían terminado, o bien no estaban de humor. Me senté un momento al lado de John.

—Me llevo a Billy a la universidad. No te preocupes, sólo necesita un buen descanso. ¿Por qué no vienes mañana por la tarde?

John me miró: lo sabía. Sonrió discretamente.

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