El Corsario Negro (2 page)

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Authors: Emilio Salgari

BOOK: El Corsario Negro
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Pedro Nau, llamado el Olonés, se convirtió en el terror de los españoles, y al cabo de. cien victorias terminó tristemente su larga carrera en el vientre de los antropófagos de Darien, después de morir asado.

Grammont, caballero francés, ocupó su lugar, asaltando con pocos batallones de filibusteros y de bucaneros Maracaibo y Puerto Cabello, donde con cuarenta hombres sostuvo el ataque de trescientos españoles; por último tomó Veracruz, unido a Wan Horn y a Laurent, otros dos connotados corsarios.

Pero el más famoso de todos habría de ser Morgan, el lugarteniente del Corsario Negro. A la cabeza de un numeroso grupo de filibusteros ingleses comenzó su brillante carrera con la toma de Puerto Príncipe, en la isla de Cuba, y después de reunir nueve barcos asaltó y saqueó Portobelo, a pesar de la terrible resistencia española y del fuego infernal de sus cañones, después Maracaibo, y finalmente atravesó el istmo y, luego de terribles peripecias y luchas sangrientas, atacó Panamá, a la que incendió después de lograr un botín de cuatrocientas cuarenta y cuatro mil libras de plata maciza.

Otros tres audaces: Sharb, Harris y Samwkins reunidos saquearon Santa María, y recordando la célebre expedición de Morgan atravesaron también ellos el istmo, realizando milagros de audacia. Obligados a ceder ante fuerzas españolas cuatro veces superiores en número, decidieron anidar en el océano Pacifico, en el cual, dueños de varios navíos, destruyeron, en terrible combate que duró nueve horas, a la escuadra española, que se defendió desesperadamente. Después hicieron temblar a Panamá, incursionaron por las costas de México y del Perú, tomando por asalto Ilo y Serena, y volvieron a las Antillas pasando por el estrecho de Magallanes.

Otros muchos les sucedieron, igualmente audaces pero menos afortunados: Montabón, el Vasco, Jonqué, Micheldronage, Grogner, Davis, Tusley y Wilmet, que continuaron las empresas de los anteriores filibusteros en las Antillas y en el océano Pacifico hasta que La Tortuga, perdida su importancia, decayó y con ella, también, los filibusteros, quienes se diseminaron.

Algunos establecieron una colonia en las Bermudas, y durante algunos años todavía dieron que hablar e hicieron temblar a los colonos de las grandes y las pequeñas Antillas, pero bien pronto también esos últimos grupos se dispersaron, desapareciendo por completo esa raza de hombres formidables.

Prólogo
Clasificación literaria y estilo

Por su forma y contenido, las obras de Salgari representan genuinamente a la novela de aventuras de la primera mitad del siglo XIX. Pues aunque ellas fueron escritas cuando los grandes novelistas coetáneos de Salgari habían abandonado el romanticismo, éste se quedó en él. El escritor está más cerca de Walter Scott —aunque está lejos de su excelente estilo—, de Víctor Hugo —sin su profundidad—, y especialmente de Alejandro Dumas padre. Es indudable que las novelas de "capa y espada", de este último, como
Los tres mosqueteros
(1844) y
El Conde de Montecristo
(1849), con su evocación de los tiempos galantes y caballerescos de Francia, deben haber influido en el novelista italiano.

No hay duda, además, de que Salgari conoció las obras de Julio Verne —del que fue contemporáneo— y que intentó, como éste, entregar en sus novelas descripciones de tipos y costumbres de los más variados lugares del planeta. Pero sus descripciones están muy lejos de tener el peso, la riqueza y, sobre todo, la rigurosidad de las de su modelo. En muchos casos Salgari cae en ligerezas y comete errores que ni la vastedad de sus obras ni la velocidad con que fueron escritas, pueden excusar.

Lo que sí es muy rescatable en las novelas de Salgari, es el ritmo cinematográfico de su acción, el dramatismo de la mayoría de sus escenas, y la exaltación de la voluntad y de la valentía de sus protagonistas. Valores que generalmente aparecen reforzados por las virtudes caballerescas en boga durante el siglo XVII.

Temática

Un corsario italiano de origen noble —el Corsario Negro— decide recuperar el cuerpo de su hermano —el Corsario Rojo— que pende de una horca en la plaza mayor de la ciudad de Maracaibo, en Venezuela. El corsario ha sido ejecutado por orden del gobernador de la ciudad, Wan Guld, un noble holandés que ha traicionado a los suyos pasándose al bando de los colonos españoles.

Estamos en pleno siglo XVII, época en que corsarios y piratas ingleses, franceses y holandeses asaltan a los barcos españoles que trafican entre la metrópoli y sus colonias, asolando a veces las ciudades portuarias mismas.

Ayudado por dos de sus fieles seguidores —Carmaux y Wan Stiller—, y tras audaces aventuras, el Corsario Negro rescata el cadáver de su hermano y le da honrosa sepultura en el mar. Jura, entonces, no descansar hasta vengarse de Wan Guld, exterminándolo a él y a toda su familia. Cuando inicia sus correrías para cumplir su promesa, asalta a una nave española y aprisiona a sus pasajeros. Entre estos últimos hay una hermosa joven noble, de la que se enamora sin confesárselo a sí mismo. Pero nada debe obstaculizar su venganza, por lo que atraca en la isla de la Tortuga —refugio de los filibusteros que infectan el Caribe— para dejar allí su botín y sus prisioneros, y urdir un plan para acabar con Wan Guld.

Sin embargo, el destino del Corsario Negro —como el de todos sus hermanos— es trágico. Luego de tomar por asalto a Maracaibo, en persecución de Wan Guld, descubre que éste es el padre de su amada. Pero como ha jurado exterminar a la familia de su enemigo, sacrifica su amor y a la joven a su juramento.

Personajes

Como a la mayoría de sus héroes, Salgari dio al protagonista de esta novela una ascendencia noble. Emilio di Roccanera, señor de Ventimiglia —el Corsario Negro— es un noble italiano. Ventimiglia es una pequeña ciudad italiana fronteriza con Francia, en el Mediterráneo.

El Corsario Negro posee, pues, todos los atributos y virtudes de un caballero. Su sentido del honor lo hace luchar limpiamente. Previene a su adversario que va a atacarle, le devuelve la espada si éste la pierde en el combate, y reanuda la lucha. Es valeroso y sabe reconocer el valor de los demás. Perdona incluso la vida de un enemigo que le ha combatido valientemente. Y respeta, asimismo, escrupulosamente las reglas del honor de los hombres de mar: su derecho a saqueo, sus modos de repartir el botín, sus supersticiones...

Otras dos virtudes caballerescas adornan también al Corsario Negro: la ferocidad para combatir al enemigo y la delicadeza para tratar a las mujeres, siempre —claro está— que éstas sean de noble estirpe; es decir, damas.

El juramento y la palabra empeñada de un caballero son sagrados. Atado por estos valores, el Corsario Negro no sólo expondrá su vida y la de sus hombres en su cumplimiento, sino que renunciará al único amor de su existencia.

Otros dos personajes, Carmaux y Wan Stiller, son, en cierto modo, coprotagonistas de la novela; aunque quien lleva el hilo de la trama es el Corsario Negro.

El primero es de origen francés, y el segundo, holandés. Ambos se caracterizan por la invencible fidelidad con que sirven a su capitán. Pero esta fidelidad no está hecha de servilismo sino que de admiración. Son hombres tan audaces como valerosos, que sólo pueden seguir a quien sea aún más audaz y valeroso que ellos.

1 - Un corsario en la horca

De entre las tinieblas del mar, surgió una voz potente y metálica:

—¡Alto los de la canoa o los echo a pique!

Al oír tan amenazadoras palabras, los dos hombres que tripulaban fatigosamente una barquilla apenas visible, soltaron los remos y miraron con inquietud el algodonoso seno del mar. Tenían unos cuarenta años, y sus facciones enérgicas y angulosas aún parecían más hoscas a causa de sus enmarañadas barbas. Llevaban sobre la cabeza sombreros amplios agujereados de balas, cuyas alas parecían rotas a dentelladas; sus camisas de franelas y sus calzones estaban desgarrados, y sus pies desnudos demostraban que habían caminado por lugares fangosos. Sin embargo, sostenían pesadas pistolas, de aquellas que se usaban en los últimos años del siglo XVI.

Ambos hombres, a quienes cualquiera habría tomado por fugitivos escapados de algún presidio del Golfo de México, si en aquel tiempo hubieran existido tales establecimientos, al ver la gran sombra sobre ellos cambiaron entre sí inquietas palabras.

—Carmaux, mira bien —dijo el que parecía más joven—; tú tienes mejor vista que yo.

—Veo un gran barco, a unos tres tiros de pistola. Pero no sabría decir si vienen de las Tortugas o de las colonias españolas.

—Sean quienes fueren, nos han visto, Wan Stiller, y no nos dejarán escapar.

La misma voz de antes volvió a resonar en las tinieblas que cubrían las aguas del gran Golfo:

—¿Quién vive?

—El diablo —murmuró el llamado Wan Stiller.

Su compañero —en cambio, gritó, con toda la fuerza de sus pulmones:

—¡Si tiene tanta curiosidad, acérquese hasta nosotros y se lo diremos a pistoletazos!

La fanfarronada no pareció incomodar a la voz que interrogaba desde la cubierta del barco:

—¡Avancen, valientes —respondió—, y vengan a abrazar a los hermanos de la costa!

Los hombres de la canoa lanzaron un grito de alegría.

—Que me trague el mar si no es una voz conocida —dijo Carmaux, y añadió—: Sólo un hombre, entre todos los valientes de las Tortugas, puede atreverse a venir hasta aquí, a ponerse a tiro de los cañones de los fuertes españoles: el Corsario Negro.

—¡Truenos de Hamburgo! ¡El mismo!

—¡Y qué triste noticia para ese marino audaz! Otro de sus hermanos colgado en la infame horca.

—¡Se vengará, Carmaux!

—¡Lo creo, y nosotros estaremos a su lado el día que ahorque a ese condenado gobernador de Maracaibo!

El magnífico barco del Corsario se había puesto al pairo para esperar la canoa. Pero sobre su proa, a la luz de un farol, se veían diez o doce hombres armados de fusiles.

—¿Quiénes sois? —preguntó un hombre a los recién llegados, arrojando sobre ellos la luz de una lámpara.

—¡Por Belcebú, mi patrón! —exclamó Carmaux—. ¿Ya no conoce a los amigos?

—¡Que me trague un tiburón si no es éste el vizcaíno Carmaux! —gritó el hombre de la lámpara—. Y ese otro ¿no es el hamburgués Wan Stiller? ¡Los creíamos muertos!

—La muerte no nos quiso.

—¿Y el jefe?

—¡Bandada de cuervos! ¿Han concluido de graznar? —gritó la voz metálica que amenazara a los hombres de la canoa.

—¡El Corsario Negro! —barbotó Wan Stiller.

—¡Aquí estamos, comandante! —respondió Carmaux.

Un hombre descendió desde el puente de mando. Vestía completamente de negro, con una elegancia poco frecuente entre los filibusteros del Golfo de México. Llevaba una rica casaca de seda negra con encajes oscuros y vueltas de piel, calzones en el mismo tono negro e idéntica tela; calzaba botas largas y cubría su cabeza con un chambergo de fieltro, sobre el cual había una gran pluma que le caía hacia la espalda.

Tal como en su vestimenta, en el aspecto del hombre había algo fúnebre. Su rostro era pálido, marmóreo. Sus cabellos tenían una extraña negrura y llevaba barba cortada en horquilla, como la de los nazarenos. Sus facciones eran hermosas y de gran regularidad; sus ojos, de perfecto diseño y negros como carbunclos, se animaban de una luz que muchas veces había asustado a los más intrépidos filibusteros de todo el Golfo.

—¿Quiénes son ustedes? ¿De dónde vienen? —preguntó el Corsario, frente a ellos, con la diestra en la culata de la pistola.

—Somos filibusteros de las Tortugas; dos hermanos de la costa, y venimos de Maracaibo —contestó Carmaux.

—¿Han escapado de los españoles?

—¡Sí, comandante!

—¿A qué barco pertenecían?

—Al del Corsario Rojo.

Al oír estas palabras, el Corsario se estremeció. Agarró bruscamente a Carmaux por un brazo, y lo condujo casi a la fuerza hacia popa, gritando:

—¡Señor Morgan! Usted dará la alarma si algo sucede. ¡Todos a las armas!

El corsario descendió hasta una pequeña cámara, elegante e iluminada, y le indicó a Carmaux que hablara. Pero el marinero de la canoa no pudo despegar los labios.

—Lo han matado, ¿verdad?

—Sí, comandante. Tal como mataron al otro hermano, el Corsario Verde.

Un grito ronco, salvaje y desgarrador, salió de la garganta del comandante.

—Murió como un héroe, señor. Aun cuando el lazo de la horca le quitaba la vida, tuvo fuerzas para escupir la cara del gobernador.

—¡Ah, ese perro de Wan Guld! No moriré sin haber exterminado antes a ese maldito y a toda su familia, y entregado a las llamas la ciudad que gobierna. No dejaré piedra sobre piedra. ¡Y ahora, amigo, cuéntamelo todo! ¿Cómo los apresaron?

—No lo hicieron por la fuerza de las armas, comandante, sino por sorpresa, a traición. Como usted ya sabe, el hermano de usted se había dirigido a Maracaibo para vengar la muerte del Corsario Verde. Éramos ochenta hombres decididos, pero en la embocadura del Golfo nos sorprendió un tremendo huracán que hizo pedazos nuestro barco. Sólo veintisiete hombres pudimos alcanzar la costa. Su hermano nos condujo por los pantanos, y cuando creíamos que encontraríamos refugio, caímos en la emboscada que nos tendió Wan Guld en persona. El Corsario Rojo se defendió como un león, decidido a morir en el campo antes que en la horca. Pero el flamenco lo reconoció y ordenó que lo respetaran.

El marinero hizo una pausa. Luego prosiguió:

—Conducidos a Maracaibo, después de haber sido injuriados y maltratados por los soldados y la población, nos condenaron a la horca. Pero ayer en la mañana, mi compañero Wan Stiller y yo escapamos estrangulando a nuestro centinela. Desde la espesura asistimos a la muerte de su hermano y de sus animosos filibusteros. Después, durante la noche, y ayudados por un negro, nos embarcamos en la canoa dispuestos a llegar a las Tortugas. Eso es todo, comandante.

—Todavía estará colgando de la horca —dijo el Corsario, con una calma terrible.

—Durante tres días, señor.

—¿Y después lo arrojarán a cualquier basural?

—Seguramente, comandante.

—¿Tienes miedo? —le preguntó el Corsario, con extraña voz.

—¡No!

—Entonces me seguirás.

—¿Adónde?

—Esta noche iremos a Maracaibo y asaltaremos esa ciudad. Iremos nosotros dos y tu compañero.

—¿Pero, qué quiere usted hacer?

—Recuperar el cadáver de mi hermano —repuso el Corsario.

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