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Authors: Emilio Salgari

El Corsario Negro (15 page)

BOOK: El Corsario Negro
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Los filibusteros irrumpieron en el terraplén del reducto. Los primeros cayeron bajo la metralla, pero los que venían detrás alcanzaron las baterías y masacraron a los cañoneros sobre sus piezas.

Un hurra gigantesco anunció a las bandas del Olonés que el primero y más difícil de los obstáculos había sido vencido. Pero la alegría no iba a durar mucho rato. El Corsario Negro y el Vasco descubrieron en medio de un bosque la presencia de otra fortaleza.

—¿Qué hacemos? —preguntó el Vasco.

—No debemos retroceder.

—Hemos sufrido tremendas bajas y nuestros hombres están aniquilados.

—Mandemos a algunos hombres a reconocer el bosque —dijo el Corsario—. Ojalá tengamos suerte, Miguel.

Mientras la avanzada se alejaba sin pérdida de tiempo, el Corsario Negro y el Vasco hacían transportar los heridos al otro lado del pantano, previendo una posible retirada.

Muy pronto volvieron los exploradores y las noticias no eran buenas. Los españoles habían abandonado el bosque, pero en la llanura habían emplazado una batería con muchas bocas de fuego. No había noticias del Olonés.

—¡Adelante, hombres de mar! —ordenó el Corsario, empuñando su espada—. ¡Si hemos acallado la primera batería, no daremos la espalda a la segunda!

Los hombres no se hicieron repetir la orden y avanzaron resueltos a sorprender al enemigo. Pero al llegar a la llanura se detuvieron indecisos. La batería era imponente y el lugar, una verdadera fortaleza defendida por fosos, empalizadas y murallas a pique.

—Ya no podemos retroceder, Miguel. El Olonés debe estar llegando a la meta. Diría que hemos tenido miedo.

—Si tuviéramos un cañón.

—Los de la batería tomada están fijos. ¡Adelante!

El Corsario, sin mirar si lo seguían o no, se lanzó a la llanura blandiendo la espada. Los filibusteros dudaron, pero al ver que el Vasco, Carmaux, Wan Stiller y el africano lo seguían, corrieron tras ellos dando feroces gritos.

Los españoles los dejaron acercarse a mil pasos, y entonces dispararon. El efecto fue desastroso: barrieron la primera fila, mientras las otras retrocedían desordenadamente hasta el bosque.

El Corsario no había retrocedido. Reunió a su alrededor a diez o doce hombres, entre los que se encontraban Carmaux, Wan Stiller y el africano, y con ellos logró sobrepasar la línea de fuego y llegar al pie de la colina. En ese momento retumbaron los cañones de los dos fuertes de Gibraltar.

—¡Amigos míos!... —gritó—. El Olonés se prepara para entrar en la ciudad. ¡Adelante, mis valientes!

Aunque estaban deshechos, empezaron la ascensión de la colina, abriéndose paso fatigosamente entre zarzales y malezas. En lo alto, el cañón disparaba sin pausa y sus proyectiles destrozaban árboles seculares, que caían con estruendo.

El Corsario Negro y sus hombres corrían al encuentro del Olonés antes de que comenzara el asalto contra los dos fuertes. Descubrieron un sendero entre los árboles, y en menos de media hora llegaron a la cumbre. Allí se encontraron con la retaguardia del Olonés. El Corsario fue llevado hasta la vanguardia, donde se encontraba aquél con sus ayudantes.

—¡Por las arenas de Olón! Tu refuerzo llega en el mejor momento.

—Un refuerzo bastante pobre, Pedro —repuso el Corsario—. Te traigo sólo doce hombres.

—¿Doce? ¿Y los otros? —exclamó el filibustero, poniéndose pálido.

—Se vieron obligados a retroceder hasta el pantano, después de sufrir grandes pérdidas.

—¡Mil rayos¡...¡Contaba con ellos!

—Quizás hayan vuelto a intentar el ataque de la segunda batería.

—No importa. Comenzaremos el ataque al fuerte más importante.

—¿Cómo treparemos? No tienes escalas, Pedro.

—Simularemos una fuga precipitada. Mis hombres están avisados.

Los filibusteros lanzaron su característico grito de guerra y las bandas, hasta entonces ocultas, se lanzaron sobre la explanada. Los españoles del fuerte, que era el más cercano y el mejor pertrechado, al verlos aparecer arrasaron la explanada con la metralla, pero ya era demasiado tarde. Muchos corsarios cayeron, pero quienes los seguían llegaron a los muros de las torres. Fue entonces cuando se oyó la voz de trueno del Olonés.

—¡Hombres de mar!... ¡En retirada!

Los corsarios, que sabían que era imposible subir a las murallas, pues no tenían escaleras y los españoles presentaban una dura resistencia, huyeron en desorden a refugiarse en el bosque cercano.

Los defensores del fuerte creyeron que era el momento de exterminarlos fácilmente. Dejaron los cañones, bajaron los puentes levadizos, y salieron imprudentemente a aniquilarlos por la espalda. Era justamente lo que había esperado el Olonés. Los corsarios se dieron vuelta y cargaron con furia contra el enemigo.

Los españoles no esperaban un cambio de frente. Retrocedieron sorprendidos y en desorden. Ambos se empeñaron en una sangrienta batalla. Corsarios y españoles luchaban con igual valor a estocadas y tiros; los pocos que aún permanecían en el fuerte ametrallaban, hiriendo y matando a amigos y enemigos.

Fue la llegada de Miguel, el Vasco, la que decidió el combate y permitió a las fuerzas corsarias entrar en el fuerte. Pero los españoles estaban dispuestos a morir antes que rendir su estandarte. El Corsario acababa de librarse de un capitán de arcabuceros, que expiraba a sus pies, cuando oyó una voz:

—¡Cuidado, caballero, que voy a matarle!

—¡Usted, Conde!

—¡Defiéndase, señor; la amistad ya no existe entre nosotros. Usted combate por la filibustería, yo me bato por la bandera de Castilla.

—¡Conde, se lo ruego!... No me obligue a cruzar mi espada con la suya. Yo le debo la vida.

—Estamos mano a mano. Mientras quede un español vivo, nuestra bandera no será arriada —dijo el Conde y se lanzó con violencia contra el Corsario.

—¡Por favor, señor Conde!... —gritó el Corsario, retrocediendo unos pasos—. ¡No me obligue a matarle!

—¡A nosotros, señor de Ventimiglia! —exclamó el Conde, sonriendo.

Mientras alrededor de ambos la lucha se desarrollaba con creciente furia, los dos hombres comenzaron su duelo, dispuestos a morir o a matar.

El Conde atacaba con energía, redoblando sus estocadas y cubriendo al Corsario con rápidos golpes que éste paraba. Además de la espada, ambos usaban el puñal para parar los golpes.

El Corsario, que por motivo alguno quería matar al noble castellano, con una estocada en diagonal, y luego con semicírculo, hizo saltar la espada del Conde. Pero éste, velozmente, arrebató la espada al capitán de arcabuceros agonizante y se lanzó nuevamente contra su adversario. Entretanto, un soldado español acudió en su ayuda.

El Corsario no tuvo alternativa. Con una estocada mortal derribó al soldado y se lanzó a fondo contra el Conde, que no esperaba tal arremetida. La espada le atravesó el pecho y le salió por la espalda.

—¡Conde! —exclamó el Corsario, sujetándole con sus brazos—. ¡Qué triste victoria! ¡Usted la ha querido!

—Era... el destino... caballero... —murmuró el Conde, tratando de esbozar una sonrisa.

—¡Carmaux!... ¡Wan Stiller!... ¡A mí! —gritó el Corsario.

—Me... muero... adiós... amigo... no... —alcanzó apenas a decir el Conde.

Un golpe de sangre le cortó la frase y cerró los ojos.

El Corsario, más emocionado de lo que hubiera creído, depositó suavemente el cadáver del noble en el suelo, le besó la frente aún tibia y, recogiendo la espada ensangrentada, se lanzó a la lucha con voz destrozada:

—¡A mí, hombres del mar!

La sangrienta batalla duró una hora. Casi todos los defensores cayeron rodeando la bandera de su lejana patria. Ninguno aceptó rendirse.

La terrible lucha, que había empezado por la mañana, concluyó a las dos de la tarde. En el campo de batalla quedaban cuatrocientos españoles y ciento veinte filibusteros.

12 - La caída de Gibraltar

Ahora la ciudad estaba indefensa. Los filibusteros, como un río humano, se abalanzaron sobre ella ávidos, dispuestos a impedir que la población huyera a los bosques. Entretanto, el Corsario Negro, Wan Stiller, Carmaux y el africano buscaban entre los cadáveres del fuerte el de Wan Guld, el odiado gobernador de Maracaibo.

Por todas partes se veían horribles escenas. Cuerpos despedazados, heridos gemebundos, charcos de sangre que despedían un acre olor, agonizantes que pedían agua.

—¡Por mil tiburones! —exclamó Carmaux, deteniéndose ante un montón de cadáveres—. Yo conozco esa voz.

—Yo también —dijo Wan Stiller.

—Parece la de mi compatriota Darlas.

—¡Agua, caballeros!... ¡Agua!... —se oía suplicar entre unos cadáveres.

—¡Truenos de Hamburgo! ¡Es la voz del catalán!

Removieron de prisa los cadáveres y apareció una cabeza ensangrentada, y luego un cuerpo flaquísimo lleno de sangre y vísceras.

—¡Caray! —exclamó el catalán—. No esperaba tener tanta suerte.

—¡Catalán de mi alma! —gritaba Carmaux.

—¿Dónde estás herido? —preguntó el Corsario, ayudándole a incorporarse.

—En un hombro y en la cabeza. Pero mis heridas no son graves, señor. ¡Denme de beber, se lo suplico!

—Toma, compadre —Carmaux le pasó un frasco de aguardiente.

El catalán, agobiado por la fiebre, bebió con avidez. Después se dirigió al Corsario Negro:

—Estaba buscando al gobernador de Maracaibo, ¿verdad, señor?

—Sí, ¿lo has visto?

—Ha perdido la oportunidad de colgarlo. Y yo de cobrarle mis veinticinco azotes: ¡el canalla no puso los pies aquí!

—Pero, ¿adónde ha ido?

—A Puerto Cabello, donde tiene familia y bienes.

—¿Estás seguro de lo que dices?

—Segurísimo, señor. Escapó de la persecución de las naves de ustedes haciéndose llevar a la costa oriental del lago, donde embarcaría en un velero español.

—¡Maldición y muerte! —aulló el Corsario—. ¡Puede irse al infierno, que allí lo iré a buscar! Llegaré a Honduras. ¡Lo juro por Dios!

—Yo le acompañaré, señor —dijo el catalán—, si no es molestia.

—Vendrás, ya que ambos le odiamos. ¿Crees que es posible seguirlo?

—A estas horas debe estar llegando a Nicaragua.

—Volveré a La Tortuga y desde allí organizaré una expedición sin rival, en el Golfo de México. Debo ver al Olonés.

El Corsario abandonó el fuerte y bajó a la ciudad. Ésta ofrecía un espectáculo tan desolador como el del interior del fuerte. Todas las casas habían sido saqueadas. De todos lados surgían gritos masculinos, llantos de mujeres, sollozos de niños, blasfemias y disparos. Grupos de ciudadanos huían por las calles tratando de salvar algunos objetos de valor. A cada rato estallaban sangrientas luchas entre saqueadores y saqueados. Los filibusteros no se detenían ante nada, con tal de obtener oro.

Dejando atrás algunas casas incendiadas, el Corsario llegó a la plaza central. El Olonés pesaba el oro que sus hombres seguían acumulando y que traían de diversas partes.

—¡Por las arenas de Olón! —exclamó el filibustero al verlo—. ¡Creí que ya habías partido a Gibraltar para ir a colgar a Wan Guld!

—A estas horas Wan Guld está navegando hacia las costas de Nicaragua.

—¿Se te ha vuelto a escapar...? Ese individuo es el diablo mismo. ¿Qué piensas hacer?

—Vuelvo a La Tortuga para preparar una expedición.

—¿Sin mí?... ¡No, caballero!...

—¿Vendrás?

—Te lo prometo. Iremos juntos a sacar de su cueva a ese viejo bribón.

—Gracias, Pedro. Sabía que contaba contigo.

Después de tres días, los filibusteros pusieron fin al saqueo y abandonaron la ciudad rumbo a Maracaibo. Llevaban doscientos prisioneros, por los que pensaban obtener cuantiosos rescates, y gran cantidad de víveres, mercadería y oro por valor de doscientas mil piastras.

El Corsario Negro y sus compañeros embarcaron en el navío del Olonés.
El Rayo
había quedado en la entrada del Golfo, para impedir una sorpresa de la flota española.

Carmaux y Wan Stiller transportaban al catalán, cuyas heridas estaban cicatrizando.

Exactamente como los filibusteros creían, los habitantes de Maracaibo habían vuelto a la ciudad pensando que los ladrones del mar no la visitarían por segunda vez. Imposibilitados para oponer resistencia, se vieron obligados de hacer un nuevo pago de treinta mil piastras bajo la amenaza de que les incendiarían la ciudad entera. Pero no contentos con esta extorsión, los filibusteros aprovecharon su segunda visita para saquear las iglesias, llevándose los objetos de arte y de valor. Todo ello serviría, se excusaron, para construir una capilla en La Tortuga.

Aquella misma tarde, la escuadra corsaria abandonó definitivamente Maracaibo y puso proa hacia la salida del golfo. El tiempo presagiaba tormenta y tenían apuro por alejarse de tan peligrosas costas.

A las ocho de la noche, el mar estaba embravecido, los relámpagos iluminaban el horizonte y el mar se había puesto fosforescente. Pronto la escuadra avistó el barco del Corsario Negro, frente a la punta Espada.

Un cohete lanzado desde la nave del Olonés indicó a
El Rayo
que abarloara, pues el Corsario Negro y sus acompañantes iban a abordarlo.

Morgan obedeció la señal. En cuatro bordadas la rápida nave del Corsario llegó junto a la chalupa que se acercaba y embarcó a su comandante.

Apenas estuvo sobre el puente, un inmenso grito lo acogió:

—¡Viva nuestro comandante!

—El Corsario, seguido de Carmaux y Wan Stiller, que transportaban al catalán, cruzaron por entre una doble fila de marineros y se dirigieron al encuentro de una blanca silueta que acababa de aparecer por la escalera de los camarotes.

—¡Usted, Honorata! —saludó el Corsario, alegre.

—Yo, caballero —repuso la joven flamenca yendo a su encuentro—. ¡Qué felicidad volver a verle!

En ese mismo momento, un relámpago enceguecedor iluminó la oscuridad del mar y el rostro de la duquesa.

—¡La hija de Wan Guld aquí!... —exclamó, asombrado, el catalán—. ¡Dios mío!

El Corsario, que iba al encuentro de la joven, se detuvo y, volviendo sobre sus pasos con ojos desorbitados, gritó al catalán:

—¿Qué has dicho?... ¡Habla... o te mato!

El catalán no contestó. Miraba asombrado a la joven flamenca que retrocedía paso a paso, trastabillando, como si hubiera recibido una puñalada en el pecho.

En el puente, los ciento veinte tripulantes no respiraban, concentrados en la joven, que seguía retrocediendo, y en el puño del Corsario, que amenazaba al catalán.

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