El cuento de la criada (33 page)

Read El cuento de la criada Online

Authors: Elsa Mateo,Margaret Atwood

Tags: #Autoayuda, Ciencia Ficción

BOOK: El cuento de la criada
12.4Mb size Format: txt, pdf, ePub

»Cuando todo terminó, me hicieron ver una película. ¿Sabes sobre qué? Sobre la vida en las Colonias. En las Colonias se pasaban el tiempo limpiando. En estos tiempos les preocupa mucho la limpieza. A veces sólo se trata de cadáveres, después de una batalla. Lo peor de todo es lo que ocurre en los guetos urbanos, porque los dejan tirados mucho tiempo y se descomponen. A esta gente no le gusta que los cadáveres queden tirados porque tienen miedo de que haya una epidemia, o algo por el estilo. Así que las mujeres de las Colonias se ocupan de quemarlos. De todos modos, las otras Colonias son peores a causa del vertido de sustancias tóxicas y de la expansión de la radiación. Calculan que como máximo se puede sobrevivir tres años a todo esto, antes de que se te caiga la nariz a pedazos y que la piel te quede arrancada como si te quitaras un par de guantes de goma. No se molestan en alimentarlas mucho ni en darles ropa protectora ni nada de eso, resulta más barato no hacerlo. Además, se trata en su mayor parte de gente de la cual quieren deshacerse. Dicen que hay otras Colonias, no tan terribles, en las que se dedican a la agricultura: algodón, tomates y todo eso. Pero no fueron ésas las que aparecían en la película que me mostraron.

»Son mujeres mayores, apuesto a que te has estado preguntando por qué ya no se ven mujeres mayores por ahí; y Criadas que han echado a perder sus tres oportunidades, o incorregibles como yo. Todas las que somos consideradas desechos. Son estériles, por supuesto. Y si no lo eran al principio, lo son después de pasar allí un tiempo. Cuando no están seguros, te hacen una pequeña operación para que no haya ningún error. También calculo que en las Colonias la cuarta parte son hombres. No todos los que ellos llaman Traidores al Género terminan sus días en el Muro.

»Todos llevan vestidos largos, como los del Centro, pero grises. Las mujeres, y los hombres también, a juzgar por las tomas de la película. Supongo que el hecho de que hagan llevar vestido a los hombres es para degradarlos. Mierda, a mí me desmoraliza bastante. ¿Y tú cómo lo soportas? Pensándolo bien, prefiero este traje.

»Después de eso me dijeron que era demasiado peligroso concederme el privilegio de regresar al Centro Rojo. Dijeron que yo sería una influencia corruptora. Podía escoger: esto, o las Colonias. Bueno, mierda, sólo una tonta elegiría las Colonias. Quiero decir que no soy ninguna mártir. Ya me había hecho ligar las trompas hacía años, así que ni siquiera necesitaba la operación. Además, aquí nadie tiene ovarios fértiles, imagínate el tipo de problemas que eso podría provocar.

»Y aquí estoy. Hasta te proporcionan crema para la cara. Tendrías que encontrar la manera de venir aquí. Estarías bien dos o tres años hasta que se pasara tu oportunidad y te enviaran a la fosa común. La comida no es mala y si te apetece te dan bebida y drogas, y sólo trabajamos por las noches.

—Moira —me asombro—. No hablas en serio —empieza a asustarme porque lo que percibo en su voz es indiferencia, falta de voluntad. ¿Realmente le han hecho esto a ella, quitarle algo —¿qué?— que solía ser tan primordial para ella? ¿Cómo puedo pretender que lo logre, que aún responda a mi idea de ella como una persona valiente, que sobreviva, si yo misma no soy capaz de hacerlo?

No quiero que sea como yo: que se dé por vencida, que se resigne, que salve el pellejo. A eso quedamos reducidas. Pero de ella espero valor, bravuconería, heroísmo, autosuficiencia: todo aquello de lo que yo carezco.

—No te preocupes por mí —me tranquiliza. Debe de imaginarse lo que pienso—. Aún estoy aquí, ya ves que soy yo. De todos modos, considéralo así: no es tan malo, estoy rodeada de un montón de mujeres. Podríamos llamarle el paraíso perdido.

Ahora está bromeando, demostrándome que le quedan energías, y me siento mejor.

—¿Os lo permiten? —le pregunto.

—¿Si nos lo permiten? Demonios, nos incitan. ¿Sabes cómo llaman ellos a este sitio? Jezebel’s. Las Tías suponen que de cualquier manera estamos condenadas, nos han dejado por imposibles, así que no importa el tipo de vicio que cojamos, y a los Comandantes les importa un cuerno lo que hacemos en nuestro tiempo libre. Además, parece que ver a una mujer con otra los excita.

—¿Y las otras? —pregunto.

—Digamos —responde— que no son muy aficionadas a los hombres. —Vuelve a encogerse de hombros. Debe de ser resignación.

Esto es lo que me gustaría contar. Me gustaría contar cómo Moira se escapó, esta vez con éxito. Y si no puedo contar eso, me gustaría decir que hizo explotar Jezebel’s, con cincuenta Comandantes dentro. Me gustaría que ella terminara con algo atrevido y espectacular, algún atentado, algo apropiado a ella. Pero, por lo que sé, nada de eso ocurrió. No sé cómo terminó, ni siquiera si terminó de algún modo, porque no volví a verla más.

CAPÍTULO 39

El Comandante tiene la llave de una habitación. La cogió del escritorio de enfrente, mientras yo esperaba en el sofá floreado. Me la muestra con gesto tímido. Se supone que debo entender.

Subimos en el medio huevo de cristal del ascensor y pasamos junto a los balcones adornados con enredaderas. También debo entender que estoy en exposición.

Abre la puerta de la habitación con la llave. Todo está igual, exactamente igual que hace siglos. Las cortinas son las mismas, las más gruesas con un estampado de flores —amapolas de color naranja sobre fondo azul— a juego con el cubrecama, y las finas de color blanco para tamizar la luz del sol; la cómoda y las mesillas de noche tipo rinconeras, impersonales; las lámparas y los cuadros de las paredes: un bol con fruta, manzanas estilizadas, flores en un florero, ranúnculos y gladiolos a tono con las cortinas. Todo sigue igual.

Le digo al Comandante que espere un minuto y entro en el lavabo. Me zumban los oídos por culpa del cigarrillo y la ginebra me ha relajado completamente. Humedezco una toallita y me la pongo en la frente. Un momento después compruebo si hay alguna pastilla pequeña de jabón con envoltura individual. Sí, hay, y son de aquellas que vienen de España, con el dibujo de una gitana.

Aspiro el olor del jabón, un olor desinfectante, y me quedo en el lavabo, escuchando los sonidos distantes del agua que corre, de las cadenas de los retretes. Es extraño, pero me siento cómoda, como en casa. Hay algo tranquilizador en los lavabos. Al menos las funciones físicas aún son democráticas. Todo el mundo caga, diría Moira.

Me siento en el borde de la bañera y observo las toallas blancas. Alguna vez me habían resultado excitantes. Representaban las secuelas del amor.

Vi a tu madre, me dijo Moira.

¿Dónde?, le pregunté. Sentí que me estremecía y me di cuenta de que había estado pensando en ella como si estuviera muerta.

No en persona, sino en la película que me mostraron sobre las Colonias. Había un primer plano en el que aparecía ella. Estaba envuelta en una de esas cosas grises, pero sé que era ella.

Gracias a Dios, dije.

¿Gracias a Dios por qué?, se extrañó Moira.

Pensé que estaba muerta.

Sería mejor que lo estuviera, afirmó Moira. Es lo que deberías desearle.

No puedo recordar cuándo fue la última vez que la vi. Se me mezcla con todas las otras; fue alguna ocasión sin importancia. Ella debió de dejarse caer por mi casa; solía hacerlo, entraba y salía despreocupadamente de mi casa como si yo fuera la madre y ella la hija. Aún conservaba toda su viveza. A veces, mientras se mudaba de un apartamento a otro, solía traer su ropa sucia para lavarla en mi lavadora-secadora. Tal vez pasó por casa para pedirme algo prestado: una olla, el secador del pelo. Ésta también era una costumbre suya.

No sabía que sería la última vez que nos veríamos; de lo contrario la habría recordado mejor. Ni siquiera recuerdo lo que dijimos.

Una semana después, dos semanas, tres, cuando de repente las cosas empeoraron aún más, intenté llamarla. Pero no obtuve respuesta, y más tarde, cuando volví a intentarlo, tampoco.

No me había dicho que pensara ir a algún sitio, pero tal vez se había ido sin avisarme; no siempre lo hacía. Tenía su propio coche, y no era demasiado mayor para conducir.

Finalmente logré hablar por teléfono con el vigilante del edificio. Dijo que últimamente no la había visto.

Yo estaba preocupada. Pensé que tal vez había tenido un ataque cardíaco o de apoplejía, aunque no era probable porque, por lo que yo sabía, no había estado enferma. Siempre gozaba de muy buena salud. Aún trabajaba en Nautilus e iba a nadar cada dos semanas. Yo solía decirles a mis amigos que ella estaba más sana que yo, y tal vez era verdad.

Luke y yo fuimos en coche a la ciudad y Luke obligó al vigilante a abrir el apartamento. Ella podría estar tendida en el suelo, muerta, insistió Luke. Cuanto más tiempo la deje, peor será. ¿Se imagina el olor? El vigilante dijo algo acerca de que era necesario un permiso, pero Luke supo ser persuasivo. Le aclaró que no pensábamos esperar ni irnos. Yo empecé a llorar. Quizá esto fue lo que terminó de convencerlo.

Cuando el hombre abrió la puerta, lo que encontramos fue un verdadero caos. Había muebles puestos patas arriba, el colchón estaba desgarrado, los cajones de la cómoda tirados en el suelo, boca abajo, y el contenido de éstos desparramado y amontonado. Pero mi madre no estaba.

Voy a llamar a la policía, dije. Había dejado de llorar; sentía que un escalofrío me recorría el cuerpo de pies a cabeza y me castañeteaban los dientes.

No lo hagas, me aconsejó Luke.

¿Por qué no?, le pregunté mirándolo fijamente; ahora estaba furiosa. Él se quedó de pie en medio de los restos de la sala y se limitó a mirarme. Se metió las manos en los bolsillos, en uno de esos gestos inintencionados que la gente adopta cuando no sabe qué hacer.

Simplemente no lo hagas, dijo.

Tu madre es muy limpia, me dijo Moira cuando íbamos a la universidad. Tiempo después: es una descarada. Más tarde aún: es astuta.

No es astuta, respondí. Es mi madre.

Ja, se rió Moira, tendrías que ver a la mía.

Pienso en mi madre recogiendo toxinas letales; así solían acabar sus días las ancianas en Rusia, barriendo mugre. Sólo que esta mugre la matará. No puedo creerlo. Seguramente su descaro, su optimismo y energía, su astucia, harán que se libre de ello. Se le ocurrirá algo.

Pero sé que esto no es verdad. Simplemente es echarle el muerto, como hacen los niños con las madres.

Ya he llorado su muerte. Pero volveré a hacerlo, una y otra vez.

Retorno al presente, al hotel. Aquí es donde necesito estar. Me echo una mirada en este enorme espejo, bajo la luz blanca.

Me miro detenida y penetrantemente. Estoy hecha una ruina. El maquillaje se me ha vuelto a correr a pesar de los retoques de Moira, el lápiz labial purpurino se ha desteñido y tengo el pelo revuelto. Las plumas rosadas se ven chillonas como las de una muñeca de carnaval y algunas de las lentejuelas en forma de estrella se han caído. Probablemente faltaban desde el principio, y yo no lo noté. Parezco un travestí mal maquillado y con las ropas de otra persona.

Me gustaría tener un cepillo de dientes.

Podría quedarme aquí, pensando en todo esto, pero el tiempo pasa.

Debo estar de vuelta en la casa antes de medianoche; de lo contrario, me convertiré en una calabaza... ¿O eso es lo que le pasaba al carruaje? Según el calendario, mañana se celebra la Ceremonia, así que Serena quiere que yo esta noche sea montada, y si no estoy allí descubrirá el motivo, ¿y entonces qué?

Y el Comandante está esperando, para variar; lo oigo pasearse en la habitación principal. Ahora se detiene al otro lado de la puerta del cuarto de baño y se aclara la garganta con un teatral
ejem.
Abro el grifo del agua caliente para dar a entender que estoy lista, o algo parecido. Tengo que acabar con esto. Me lavo las manos. Tengo que cuidarme de la inercia.

Cuando salgo lo encuentro tendido en la enorme cama y noto que se ha quitado los zapatos. Me tiendo junto a él, no tiene que decírmelo. Preferiría no hacerlo, pero es bueno estirarse, estoy muy cansada.

Al fin solos, pienso. La cuestión es que no quiero estar a solas con él, no sobre la cama. Preferiría que también Serena estuviese presente. Preferiría jugar al Intelect.

Pero mi silencio no lo desanima.

—Es mañana, ¿verdad? —pregunta en tono suave—. Pensé que podríamos adelantarnos —se vuelve hacia mí.

—¿Por qué me ha traído aquí? —le digo fríamente.

Ahora me acaricia el cuerpo; de proa a popa, como solían decir, con caricias gatunas a lo largo del costado izquierdo, bajando por la pierna izquierda. Se detiene al llegar al pie y me rodea el tobillo con los dedos, brevemente, como un brazalete, donde está el tatuaje, como si leyera el sistema Braille, como si fuera una marca del ganado. Significa propiedad.

Me recuerdo a mí misma que no es un hombre desagradable; que, en otras circunstancias, incluso me gustaría.

Sus manos se detienen.

—Pensé que podía gustarte un cambio —sabe que eso no es suficiente—. Supuse que era una especie de experimento —eso tampoco es suficiente. Dijiste que querías saber.

Se incorpora y empieza a desabotonarse la ropa. ¿Será peor verlo despojado del poder que le confiere la ropa? Se ha quitado la camisa, y debajo de ella aparece una triste y pequeña barriga. Y unos mechones de pelo.

Me baja uno de los tirantes y desliza la otra mano entre las plumas; pero no sirve de nada, allí me quedo como un pájaro muerto. Él no es un monstruo, pienso. No puedo permitirme el lujo de sentir orgullo o aversión, hay muchas cosas a las que se debe renunciar bajo determinadas circunstancias.

—Quizá sería mejor si apagara la luz —dice el Comandante, consternado y, sin duda alguna, defraudado. Antes de que apague la luz, lo veo. Sin el uniforme parece más pequeño, más viejo, como si empezara a secarse. El problema es que no puedo comportarme con él de una manera distinta a la habitual. Y habitualmente me muestro inerte. Seguramente aquí hay algo más para nosotros, algo que no sea esta futilidad y sensiblería.

Finge, me grito mentalmente. Debes recordar cómo hacerlo. Acaba con esto de una vez o te pasarás aquí toda la noche. Muévete. Respira pesadamente Es lo menos que puedes hacer.

XIII
LA NOCHE
CAPÍTULO 40

Por la noche, el calor es peor que durante el día. A pesar de que el ventilador está encendido, todo permanece inmóvil; las paredes acumulan calor y lo despiden como si fueran un horno encendido. Seguramente lloverá pronto. ¿Por qué lo deseo? Sólo significará que habrá más humedad. A lo lejos se ve un relámpago, pero no se oye el trueno. Puedo verlo desde la ventana, una luz trémula —como la fosforescencia que se percibe en un mar agitado— detrás del cielo nublado, muy bajo y de un color gris infrarrojo apagado. Los reflectores están apagados, cosa que no es habitual. Un fallo en la corriente eléctrica. O Serena Joy lo habrá dispuesto así.

Other books

This is For Real by James Hadley Chase
Joe's Black T-Shirt by Joe Schwartz
Retribution by Sherrilyn Kenyon
Was by Geoff Ryman
Dessert by Lily Harlem
Intensity by Dean Koontz
Never Say Die by Tess Gerritsen
La hojarasca by Gabriel García Márquez