«¿Tiene usted hijos?», le había preguntado Daniel Stone.
Mike apagó el televisor y se quedó unos minutos sentado en silencio. Luego fue hasta el único armario del apartamento y cogió una caja de cartón.
Dentro de la caja había una almohada de la cama de la hija de Mike, que había guardado dentro de una enorme bolsa de plástico de recogida de pruebas. Rompió el cierre de cremallera e inhaló profundamente. Ya casi no conservaba el olor a ella, a pesar del sumo cuidado que había tenido siempre.
De pronto
Ernestine
llegó corriendo. La cerdita resbaló en el suelo y subió con esfuerzo al futón, en el que Mike se había sentado. Asomó el hocico por la abertura de la bolsa de plástico de la almohada, y Mike se preguntó si el animal era capaz de oler algo que él no podía percibir. La cerdita levantó los ojos hacia Mike.
—Ya lo sé —dijo él—. Yo también la echo de menos.
Daniel estaba sentado en la cocina con una botella de jerez en la mesa. Aborrecía el jerez, pero era el único líquido con contenido alcohólico que había en esos momentos en la casa. Se había bebido ya media botella, y era una botella grande que a Laura le gustaba usar cuando hacía pollo frito. No estaba borracho, sin embargo; lo único que sentía era una sensación interior de algo malogrado.
La paternidad eran los cimientos sobre los que Daniel se había reinventado a sí mismo. Cuando pensaba en ser padre, veía la mano de mi bebé abierta como una estrella sobre su pecho. Veía la tirantez entre la cometa y la bobina de cuerda que la sostenía. Descubrir que había fracasado en su responsabilidad de proteger a su hija le hacía preguntarse en ese momento cómo podía haber llegado tan lejos en su autoengaño hasta el punto de creer que había cambiado de verdad.
La parte de sí mismo que creía haber exorcizado había resultado simplemente reposar en la superficial tumba donde se desechaban las personalidades anteriores. Ahora que el jerez le iluminaba el camino, Daniel lo veía con más claridad. Y podía sentir también la ira creciendo en su interior como un vapor en expansión.
El nuevo Daniel, Daniel el padre, había respondido a las preguntas del detective y había confiado en que la policía haría lo que debía hacer, porque era la mejor forma de garantizar la seguridad de su hija. Pero el Daniel de antes…, él jamás habría confiado en nadie para que realizara un trabajo que por derecho le pertenecía a él. Habría luchado por vengarse, habría pataleado y gritado.
De hecho lo había hecho a menudo.
Daniel se levantó de la silla y se puso la chaqueta, justo en el momento en que Laura entraba en la cocina. Ella miró la botella de jerez encima de la mesa y luego a él.
—Si tuno bebes…
Daniel la miró a los ojos.
—No bebía —la corrigió.
—¿Adónde vas?
No le contestó. No le debía ninguna explicación. No le debía nada a nadie. No era una cuestión de pago, sino de retribución.
Daniel abrió la puerta y se precipitó hacia su furgoneta. Jason Underhill estaría en la pista de hielo de la ciudad en esos momentos, cambiándose para el partido del sábado por la tarde.
Laura esperó a que Trixie se quedase dormida como le había pedido, Bajó a tiempo para ver marcharse a Daniel. No necesitaba que le explicara adónde iba. Es más, Laura no estaba segura de si lo habría detenido.
La justicia bíblica era algo anticuado, o al menos así se lo habían enseñado a ella. A un ladrón no se le puede castigar cortándole la mano, ni a los asesinos se les mata lapidándolos. Una sociedad avanzada repartía justicia desde la sala de un tribunal, algo que Laura defendía hasta cinco horas antes aproximadamente. Es posible que un juicio fuera más civilizado, pero desde un punto de vista emocional seguramente no proporcionaba tanta satisfacción.
Trató de imaginar lo que podría hacerle Daniel a Jason si lo encontraba, pero no pudo. Hacía tanto tiempo que Daniel era una persona tranquila y apacible que había olvidado por completo la sombra que en otros tiempos le había perseguido, tan oscura e imprevisible que ella tenía que acercarse para distinguirla bien. Laura se sentía como la Navidad anterior, cuando había colgado uno de los zapatitos de bebé de Trixie en el árbol como adorno: melancólica, consciente de que su hija había sido lo bastante pequeña para que su pie cupiera en ese zapato, pero incapaz de mantener esa imagen en su mente junto a la que tenía delante de los ojos: una Trixie adolescente bailando alrededor del abeto de Navidad con los pies desnudos, arrastrando un cordón de luces blancas a su paso.
Intentó sentarse a leer un libro, pero leyó la misma página cuatro veces. Encendió el televisor, pero fue incapaz de encontrarle la gracia a ninguna de sus bromas enlatadas.
Al cabo de un rato estaba sentada al ordenador, casi sin saber por qué, tecleando la palabra «violación» en la página de Google.
Había 10 900 000 resultados, e inmediatamente se sintió mejor. La fuerza de los números: no era la única madre que se había sentido de esa manera; Trixie no era la única víctima. Los sitios de Internet seguían la pista de esa horrenda palabra y de todas sus asfixiantes réplicas.
Comenzó a teclear. Una de cada seis mujeres estadounidenses había sido víctima en su vida de un intento de violación, consumado o no, lo que equivalía a 17,7 millones de personas.
El 66% de las víctimas de una violación conocían a su asaltante. El 48% habían sido violadas por un amigo.
El 20% de las violaciones tienen lugar en casa de un amigo, vecino o pariente.
Más de la mitad se producen en un radio de menos de dos kilómetros del domicilio de la víctima.
El 80% de las víctimas de violación tienen menos de treinta años. Las chicas de entre dieciséis y diecinueve años de edad tienen cuatro veces más posibilidades de ser víctimas de una agresión sexual que el resto de la población.
El 61% de las violaciones no se denuncian a la policía. Si se denuncia una violación, existe un 50,8% de posibilidades de que se realice una detención. Si se produce una detención, hay un 80% de posibilidades de que se siga un proceso. Si se va a los tribunales, hay un 58% de posibilidades de que se dictamine una condena por delito grave. Si se produce esa condena, hay un 69% de posibilidades de que el violador llegue efectivamente a pasar un período de tiempo en prisión. Del 39% de las violaciones que se denuncian a la policía, por lo tanto, sólo hay un 16,3% de posibilidades de que el violador acabe en prisión. Si se tiene en cuenta también el total de violaciones no denunciadas, el 94% de los violadores andan sueltos por la calle.
Laura miraba fijamente la pantalla, donde el cursor parpadeaba sobre uno de los múltiples signos de porcentaje. Trixie era ahora uno de esos números, uno de esos porcentajes. Se preguntaba cómo era posible que nunca antes se hubiera parado a examinar ese símbolo estadístico: una figura partida en dos, con un par de círculos vacíos a cada lado.
Daniel tuvo que aparcar bastante lejos de la entrada del pabellón municipal de hielo, lo cual no era sorprendente tratándose de un sábado por la tarde. Los partidos de hockey del instituto atraían en Bethel, Maine, multitudes similares a las de los partidos de fútbol americano de instituto en las comunidades del Medio Oeste. Había chicas en el vestíbulo pintándose los labios delante de las lunas de las puertas y ventanas, y niños que apenas andaban pasando entre el bosque de piernas adultas vestidas con pantalones téjanos. El hombre de cabello entrecano que vendía perritos calientes y nachos y que había fijado su residencia detrás de la cocinilla, estaba cantando canciones
motown
de los años sesenta mientras servía
sauerkraut
con cucharón en un bollo abierto.
Daniel pasó entre la multitud como si fuera invisible, observando a los orgullosos padres y a los animados estudiantes que habían acudido a vitorear a sus héroes locales. Se dejó llevar por la corriente humana a través de las puertas de doble batiente del vestíbulo que se abrían al interior de la pista de hielo. No tenía un plan preconcebido. Lo único que deseaba era sentir la carne de Jason Underhill bajo sus puños. Arrinconarle contra una pared y asustarle hasta que deseara arrepentirse.
Daniel estaba a punto de entrar en e] vestuario del equipo local cuando la puerta se abrió antes de tocarla. Se hizo a un lado pegándose a la pared justo a tiempo de ver al detective de policía Bartholemew sacando a Jason Underhill. El chico iba con la bolsa de deportes al hombro, en calcetines y con los patines en la mano. Tenía la cara roja y la vista en la alfombrilla de goma del suelo. El entrenador les seguía de cerca, gritando:
—¡Maldita sea! Si sólo tienen que hablar, ¿por qué no espera a que acabe el partido?
La gente que estaba en las gradas fue enterándose de manera gradual de la salida de Jason y guardaba silencio, sin saber muy bien qué era lo que estaban presenciando. Un hombre, presumiblemente el padre de Jason, bajó del graderío y se dirigió a toda prisa hacia su hijo.
Daniel se quedó inmóvil unos segundos, seguro de que Bartholemew no le había visto, hasta que el detective se volvió y lo miró directamente a los ojos. Para entonces la multitud se entregaba a las especulaciones. El aire en torno a los oídos de Daniel latía como un timbal, pero, durante un instante, ambos hombres se encontraron en un espacio vacío, diciéndose el uno al otro con el más leve asentimiento de cabeza y el más silencioso de los entendimientos que cada cual haría lo que tenía que hacer.
—Has ido a la pista de hielo, ¿no es verdad? —dijo Laura, tan pronto como vio aparecer a Daniel por la puerta.
Él asintió con la cabeza y se entretuvo bajándose la cremallera del abrigo, que colgó cuidadosamente en uno de los percheros del zaguán.
—¿Vas a decirme lo que ha pasado?
La venganza es algo divertido: quieres la satisfacción de saber que ha sucedido, pero no quieres escuchar las palabras en voz alta, porque entonces tendrías que reconocer que querías pruebas, y te sientes de algún modo inferior, menos civilizado, demasiado humano. Daniel se quedó mirando a Laura mientras se sentaba dejándose caer en un escalón.
—¿No debería ser yo el que te lo preguntara? —dijo con calma.
Se había convertido en una conversación diferente tan de prisa, como un tren que se sale de la vía. Laura retrocedió como si le hubiera dado un golpe, mientras sus mejillas se coloreaban de rubor.
—¿Cuánto hace que lo sabes?
Daniel se encogió de hombros.
—Desde hace un tiempo, supongo.
—¿Por qué no decías nada?
Él se había hecho esa misma pregunta cientos de veces durante los últimos días. Fingía no ver todos los retrasos nocturnos, las contradicciones, porque entonces se habría visto obligado a elegir: ¿puedes realmente seguir queriendo a alguien que es capaz de enamorarse de otra persona?
Era así de sencillo, si no podía perdonar a Laura, si permitía que eso le consumiera, estaría comportándose como el tipo de hombre que había sido en el pasado.
Pero le faltaban las palabras para expresar todo eso.
—Si hubiera dicho algo —dijo Daniel—, entonces tú me habrías dicho que era verdad.
—Se ha acabado, si sirve de algo.
Levantó los ojos hacia Laura y los entornó.
—¿Por lo de Trixie?
—Antes de eso. —Dio unos pasos en el suelo de ladrillo, con los brazos cruzados sobre el pecho, y se paró bajo un haz de luz difusa—. Rompí la relación la noche en que ella… en que Trixie… —La frase no encontró un final.
—¿Estabas jodiendo con él la noche en que violaban a nuestra hija?
—Por Dios, Daniel…
—¿Estabas o no? ¿Era por eso por lo que no contestabas al teléfono cuando quería contarte lo que le había pasado a Trixie? —Un músculo se tensó en la garganta de Daniel—. ¿Cómo se llama, Laura? Me parece que al menos me debes eso. Creo que merezco saber a quién deseabas cuando habías dejado de desearme a mí.
Laura se apartó de él.
—Quiero dejar esta conversación.
De pronto, Daniel estaba de pie, sujetando a Laura contra la pared. Su cuerpo era una fortaleza; su ira una corriente eléctrica. Cogió a Laura por los antebrazos y la sacudió con tal fuerza que la cabeza dio un chasquido al echarse hacia atrás, mientras abría los ojos de par en par, asustada. Él le arrojó sus propias palabras a la cara:
—Lo que tú quieres —dijo con voz ronca—. ¿Qué es lo que tú quieres?
Entonces Laura le dio un empujón, con más fuerza de la que él creía que tenía. Pasó junto a él rodeándolo, sin dejar de mirarlo, como un domador de leones que no quiere darle la espalda a la fiera. Bastó para hacer volver a Daniel a sus cabales. Se miró las manos, esas manos que acababa de ponerle encima, como si pertenecieran a otra persona.
En ese instante se vio de nuevo junto a la ciénaga que había detrás de la escuela de Akiak, cubierto de jirones de fango y sangre, con los puños en alto. Durante la pelea había roto dos costillas, había perdido un diente, se había abierto una brecha encima del ojo izquierdo. Se tambaleaba, pero no iba a ceder al dolor. «Quién más», les había retado Daniel, hasta que uno a uno bajaron las encendidas y turbias miradas al suelo, como piedras que caen.
Aturdido, Daniel trató de guardar de nuevo la violencia en el lugar del que se había desbordado, pero era como volver a guardar un paracaídas. Parte seguía presente entre él y Laura, como un recordatorio de que la siguiente vez que saltara al vacío desde esas alturas emocionales, quizá no saliera tan bien parado.
—No quería hacerte daño —murmuró—. Lo siento.
Laura agachó la cabeza, pero a él le dio tiempo a ver las lágrimas en sus ojos.
—Oh, Daniel —dijo—. Yo tampoco.
Trixie dormía mientras tenía lugar el interrogatorio oficioso de Jason Underhill en el vestíbulo del pabellón de hielo y cuando fue detenido de forma oficial poco después. Dormía mientras la secretaria del departamento de policía, durante su hora de descanso para comer, llamaba a su marido por teléfono para decirle a quién acababan de detener hacía menos de diez minutos. Dormía mientras ese hombre les decía a sus compañeros de trabajo de la fábrica de papel que era muy posible que al final Bethel no ganara el campeonato de hockey sobre hielo del estado de Maine, y por qué. Dormía aún cuando uno de los trabajadores de la fábrica de papel se paraba en el camino de vuelta a casa para tomarse una cerveza con su hermano, periodista del
Augusta Tribune
, quien, tras hacer unas llamadas por teléfono, averiguaba que, en efecto, se había expedido una orden de arresto esa misma mañana contra un menor por el cargo de agresión sexual grave. Dormía mientras ese mismo periodista llamó al departamento de policía de Bethel haciéndose pasar por el padre de la chica, que había estado allí ese día para prestar declaración, y preguntando si se había dejado el sombrero olvidado.