Las palabras conjuraron la imagen de Diana —clara, brillante, espontánea—, con su cara enmarcada en alas diáfanas y el cuello pesadamente envuelto con plata y diamantes. Un único rubí en forma de lágrima se estremecía sobre su piel como una gota de sangre, anidado en el hueco entre las clavículas.
En la despensa, cuando el sol estaba saliendo, él le había prometido encontrar alguna manera de hacerle saber que Diana estaba a salvo.
—Gracias, Matthew. —Sarah besó el libro y la nota y los lanzó a la cavernosa chimenea. Pronunció las palabras para hacer aparecer un fuego candente. El papel se encendió rápidamente y los bordes del libro empezaron a rizarse.
Sarah miró el fuego que ardía durante unos momentos. Luego salió por la puerta principal, dejándola sin cerrojo, y no miró hacia atrás.
En cuanto se cerró la puerta, un desgastado ataúd de plata bajó por la chimenea para detenerse sobre el papel en llamas. Dos porciones de sangre y de mercurio, liberados de las cámaras huecas del interior de la
ampulla
por el calor del fuego, corrieron una detrás de la otra por la superficie del libro antes de caer en la rejilla. Allí se filtraron por entre la blanda y vieja argamasa de la chimenea para viajar hacia el corazón de la casa. Cuando llegaron a él, la casa suspiró aliviada y dejó escapar un olor olvidado y prohibido.
Sarah lo aspiró en el aire fresco de la noche al subir a la caravana. Sus sentidos no fueron lo suficientemente agudos como para percibir los olores de la canela, el espino, la madreselva y la manzanilla que danzaban en el aire.
—¿Todo bien? —preguntó Em con voz serena.
Sarah se apoyó sobre la jaula de transporte para gatos que albergaba a
Tabitha
y puso su mano sobre la rodilla de Em.
—Todo bien.
Faye giró la llave de contacto y partió por el sendero de la entrada hacia el camino que las llevaría hasta la carretera interestatal mientras se preguntaba por el mejor sitio para detenerse a desayunar.
Las cuatro brujas estaban demasiado lejos como para percibir el cambio en la atmósfera en torno a la casa cuando cientos de criaturas de la noche detectaron el poco habitual aroma mezclado de vampiros y brujas, y tampoco podían ver las pálidas fosforescencias verdes de los dos fantasmas en la ventana del salón principal.
Bridget Bishop y la abuela de Diana observaban cómo se alejaba el vehículo.
«¿Qué haremos ahora?», preguntó la abuela de Diana.
«Lo que siempre hemos hecho, Joanna —respondió Bridget—. Recordar el pasado… y aguardar el futuro».
Mantengo una enorme deuda con mis amigos y mi familia, que leyeron este libro, capítulo a capítulo, a medida que iba siendo escrito: Cara, Karen, Lisa, Margaret y mi madre, Olive. Peg y Lynn, como siempre, participaron con excelentes comidas, cálida compañía y prudentes consejos. Y me siento especialmente agradecida por el trabajo de edición que Lisa Halttunen realizó para preparar el manuscrito antes de presentarlo.
También agradezco a aquellos colegas que me facilitaron generosamente su experiencia cuando yo me alejaba de mi propia especialidad. Philippa Levine, Andrés Reséndez, Vanessa Schwartz y Patrick Wyman me pusieron en la dirección correcta cada vez que me equivocaba de rumbo. Cualquier error que pueda haber quedado es, por supuesto, mío.
Siempre le estaré agradecida a Sam Stoloff, de la Frances Goldin Literary Agency, por haber recibido, con gracia y buen humor, la noticia de que yo había escrito una novela, y no otro libro de historia. También leyó los primeros borradores con perspicaz mirada. ¡Un agradecimiento especial para Ellen Geiger, de la misma agencia, por su acertada elección de compañeros de almuerzo!
El equipo de Viking se ha convertido en una segunda familia para mí. Mi editora, Carole DeSanti, representa lo que todo escritor espera cuando está escribiendo un libro: alguien que no sólo puede apreciar lo que uno ha puesto en la página, sino que también puede imaginar qué historia podrían contar esas palabras con sólo unos pequeños retoques. Maureen Sugden, extraordinaria correctora de manuscritos, le dio brillo al libro en tiempo récord. Gracias también a Clare Ferraro, Christopher Russell, Leigh Butler, Hal Fessenden, Manisha Chakravarthy, Carolyn Coleburn, Nancy Sheppard, Rachelle Andujar y a todos los demás que ayudaron a convertir en libro el montón de folios que era este trabajo.
Dado que éste es
un libro sobre libros,
consulté una importante cantidad de textos mientras lo escribía. Los lectores curiosos pueden encontrar algunos de ellos consultando la traducción Douay-Rheims de la Biblia, la edición crítica y traducción del
Aurora Consurgens
de Marie-Louise von Franz (Pantheon Books, 1966) y la traducción de Paul Eugene Memmo de
Heroic Frenzies,
de Giordano Bruno (University of North Carolina Press, 1964). Aquellos lectores que decidan lanzarse a explorar deben saber que las traducciones que aparecen aquí son mías y por lo tanto tienen sus peculiaridades. Cualquier lector que quiera profundizar más en la mente de Charles Darwin tiene un punto ideal para empezar en
Charles Darwin: A Biography,
de Janet Browne (2 volúmenes, Alfred Knopf, 1995 y 2002). Y para una lúcida introducción al ADN mitocondrial y su aplicación a los problemas de la historia humana se puede consultar
The Seven Daughters,
de Brian Sykes (W. W. Norton, 2001).
[1]
Mateo 6, 34
[N. del T.].
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