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Authors: Charlaine Harris

El Día Del Juicio Mortal (34 page)

BOOK: El Día Del Juicio Mortal
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Creo que no sabía que fui un gran amigo de su abuelo Fintan. Conocí a su abuela, aunque no muy bien. De hecho, conocí a su padre y a su hermana, y a su hermano Jason, aunque seguramente no me recordará, ya que era muy pequeño. Igual que usted, la primera vez que nos vimos. Todos han sido decepciones, menos usted.

Creo que ha debido de encontrar el cluviel dor, ya que capté ese término en la mente de la señorita Amelia cuando nos vimos en su tienda. No sabía dónde lo había escondido su abuela, sólo que tenía uno, ya que fui yo quien se lo dio. Si lo ha encontrado, le recomiendo que sea muy cautelosa con su uso. Piénselo una y dos y tres veces antes de gastar su energía. El poder de cambiar el mundo está en sus manos, ¿sabe? Cualquier sucesión de acontecimientos que altere mediante la magia puede conllevar repercusiones inesperadas en la Historia. Volveré aponerme en contacto con usted en cuanto me sea posible, y quizá pueda pasar por su casa y explicarme con más detalle. Le deseo lo mejor para su supervivencia.

Desmond Cataliades, abogado, su benefactor

Como diría Pam: «Fóllate a un zombi». Así que el señor Cataliades era mi benefactor, el oscuro extraño que visitaba a mi abuela. ¿Qué significaba eso? Y decía que había leído la mente de Amelia. ¿Acaso era también un telépata? ¿No era eso una coincidencia demasiado llamativa? Tenía la sensación de que me quedaban muchas cosas por saber, y si bien sólo me había advertido sobre Sandra Pelt y el uso del
cluviel dor
, tuve la firme sensación de que estaba preparando el camino hacia una verdadera Charla Amarga. Releí el mensaje un par de veces para sonsacar alguna información más sólida acerca del
cluviel dor
, pero me quedé como estaba.

Abrí el correo de Amelia, no sin una profunda sensación de recelo y cierta indignación residual. Su mente era de las que lo decían todo, por lo visto. Tenía mucha información en su cabeza sobre mí y mis quehaceres. Si bien no era estrictamente culpa suya, decidí no compartir con ella ningún secreto más.

Sookie,

Lamento mucho todo lo que ha pasado. Ya sabes que nunca pienso antes de actuar; y esta vez no ha sido menos. Sólo deseaba que fueses tan feliz como lo soy yo con Bob, supongo, y no me paré a pensar cómo te sentirías. He intentado organizarte la vida. Una vez más, te pido disculpas.

Al volver a casa, hice un poco más de investigación y encontré algo sobre el cluviel dor. Creo que uno de tus familiares ha estado hablando de esto. No ha habido uno en el mundo en siglos. Son símbolos del amor feérico, y hace falta un año como poco para confeccionar uno. El cluviel dor concede a la persona amada un deseo, por eso es tan romántico, supongo. El deseo ha de ser personal. No puede ser para que haya paz en el mundo o para paliar el hambre; nada colectivo. Pero, desde el punto de vista personal, esta magia es tan poderosa que podría cambiarle la vida a una persona de manera drástica. El regalo de este objeto es un gesto muy serio. No tiene nada que ver con unas flores o una caja de bombones. Va más en consonancia con un collar de diamantes o un yate, si es que la joya o el barco tuvieran propiedades mágicas. No sé por qué necesitas saber nada sobre símbolos románticos feéricos, pero si has visto uno, has visto algo asombroso. Creo que las hadas ya ni siquiera saben confeccionarlos.

Espero que algún día me perdones, y puede que entonces me cuentes la historia.

Amelia

Acaricié con un dedo la tersa superficie de ese peligroso objeto que tenía en mi poder y me estremecí.

Peligro, peligro y un poco más de peligro.

Me quedé sentada en el escritorio unos cuantos minutos más, perdida en mis pensamientos. Cuanto más sabía de la naturaleza de las hadas, menos confiaba en ellas. Punto. Incluidos Claude y Dermot (y especialmente Niall, mi bisabuelo; al parecer siempre estaba cerca de recordar algo de él, algo realmente truculento). Sacudí la cabeza con impaciencia. No era momento de preocuparse de eso.

Si bien había pospuesto el momento de afrontar hechos molestos durante demasiado tiempo, había llegado el momento de hacerlo. A pesar de su amistad con mi abuelo natural, el señor Cataliades había tenido más que ver conmigo de lo que jamás hubiera imaginado, y sólo me lo revelaba ahora por razones que no era capaz de sondear. Cuando vi al abogado demonio por primera vez, no le pestañeó ningún ojo en muestra de reconocimiento.

De alguna manera, todo estaba relacionado y no hacía sino añadir recelo hacia mi parentesco con las hadas. Creía que Claude, Dermot, Fintan y Niall me querían con todo su ser (poco, en el caso de Claude, porque se quería a sí mismo por encima de todas las cosas). Pero no sentía que fuese un amor integral. Si bien ese pensamiento me hizo recordar un anuncio de pan de molde, arrugué el gesto, era la única palabra que se me ocurrió.

A modo de corolario a mi comprensión sobre la naturaleza feérica, ya no dudaba de la palabra de la abuela. Es más, creía que Fintan había amado a mi abuela Adele más de lo que ella jamás creyó; de hecho, más allá de los vínculos de la imaginación humana. Había estado con ella muchas más veces de las que se había imaginado, en ocasiones adoptando la apariencia de su marido para estar en su presencia. Se había hecho fotos familiares con ella; había sido testigo de su quehacer diario; probablemente había practicado sexo con ella (¡agh!) adoptando la apariencia de Mitchell. ¿Dónde había estado mi auténtico abuelo mientras ocurría todo eso? ¿Seguiría presente en cuerpo, pero inconsciente? Esperaba que no, pero nunca lo sabría. Tampoco estaba segura de querer saberlo.

La devoción de Fintan había hecho que le regalase un
cluviel dor
a mi abuela. Quizá le hubiese podido salvar la vida, pero no creía que se le hubiese pasado nunca por la cabeza usarlo. Quizá sus creencias no le habían permitido creer sinceramente en los poderes de un objeto mágico.

La abuela había escondido su carta de confesión y el propio
cluviel dor
en un compartimento secreto años atrás para mantenerlos alejados de los ojos curiosos de los dos nietos que estaba criando. Estoy segura de que, después de esconder los objetos que le hacían sentir tan culpable, casi se había olvidado de ellos. Me imaginé que su alivio al deshacerse de tal carga sería tan grande que el recuerdo dejaría de atormentarla. Quizá sonase estrambótico en contraste con las dificultades de ser una viuda al cuidado de dos nietos.

Quizá, conjeturé, alguna que otra vez hubiese pensado que debía contármelo todo, pero claro, seguro que también esperaba contar con más tiempo. Nos pasa a todos.

Bajé la mirada para contemplar el suave objeto que tenía en las manos. Traté de imaginar las cosas que podría hacer con él. Se suponía que otorgaba un deseo, un deseo para alguien a quien amabas. Como amaba a Eric, lo lógico hubiese sido desear la muerte de Victor, lo cual sin duda beneficiaría a mi amado. Me parecía horrible usar un símbolo de amor para matar a alguien, beneficiase o no a Eric. Se me ocurrió una idea que me hizo abrir mucho los ojos. ¡Podría librar a Hunter de su telepatía! ¡Podría crecer como un niño normal! Podría contrarrestar la involuntaria carga en forma de don que Hadley había legado a su hijo abandonado.

Me parecía una idea fabulosa. Me deleité con ella durante treinta segundos. Luego, por supuesto, surgió la duda. ¿Estaba bien cambiar la vida de otra persona tan drásticamente sencillamente porque podía? Por otra parte, ¿estaba bien que Hunter tuviese que sufrir con una infancia tan difícil?

Podría cambiarme a mí misma.

Era una idea tan impactante que casi perdí el sentido. No podía pensar en ello en ese momento. Tenía que prepararme para la Operación Victor.

Media hora después, ya estaba lista.

Conduje hacia el Fangtasia intentando mantener la mente vacía y el espíritu vigoroso. Vaciar la mente fue quizá demasiado fácil. Había averiguado tantas cosas en los últimos días que prácticamente ya no sabía ni quién era.

Y eso me puso de mal humor, así lo del espíritu vigoroso tampoco me costó demasiado. Canté por el camino cada canción que sonaba por la radio. Menos mal que estaba sola; tengo una voz horrible. Pam tampoco sabe cantar. Pensé mucho en ella mientras conducía, preguntándome si Miriam estaría viva o muerta, apenándome por mi mejor amiga vampira. Pam era tan fuerte, tan dura y tan despiadada que nunca me había parado a pensar en sus emociones más delicadas hasta esos últimos días. Quizá por eso Eric la escogió como vampira convertida; había sentido que eran espíritus afines.

No dudaba del amor de Eric hacia mí, igual que sabía que Pam quería a su enfermiza Miriam. Pero no sabía si me quería lo suficiente como para desafiar todas las disposiciones de su creador, lo suficiente como para renunciar al salto de poder, posición e ingresos que le granjearía convirtiéndose en el consorte de la reina de Oklahoma. ¿Disfrutaría con el doble juego? Mientras recorría las calles de Shreveport, me pregunté si los vampiros de Oklahoma usaban botas de vaquero y conocían todas las canciones del musical. Me pregunté por qué le estaba dando vueltas a cosas tan absurdas cuando lo que debería hacer era prepararme para una noche muy amarga, una a la que quizá no sobreviviera.

A juzgar por el aparcamiento, el Fangtasia estaba hasta la bandera. Me dirigía hacia la entrada de los empleados y llamé a la puerta con la clave especial. Fue Maxwell quien la abrió, derrochando sofisticación con su maravilloso traje veraniego color café. Los vampiros negros sufren un cambio interesante pocas décadas después de su transformación. Si en vida eran muy morenos, acababan con un tono marrón claro, como el chocolate con leche. Los de tez más clara adoptaban un beige más cremoso. Maxwell Lee no llevaba tanto tiempo como para haber llegado a ese punto. Aun así, era uno de los hombres más negros que había conocido, del color del ébano, y su bigote era tan preciso como si le lo hubiese trazado con una regla. Nunca nos habíamos caído especialmente bien, pero esa noche su sonrisa parecía casi la de un maníaco, tal era su felicidad.

—Señorita Stackhouse, nos alegra mucho que haya venido esta noche —dijo para que nos oyera todo el mundo—. Eric se alegrará mucho de ver que tiene un aspecto tan…, tan sabroso.

Acepto un cumplido en la medida en que me sea posible, pero «sabroso» tampoco estaba tan mal en referencia a mi aspecto. Llevaba un vestido sin tirantes azul cielo con un cinturón ancho blanco y sandalias a juego con éste (ya sé que supuestamente el calzado blanco hace que los pies parezcan más grandes, pero los míos no lo son, así que no me importa). Había optado por dejarme el pelo suelto. Me sentía condenadamente bien. Adelanté un pie para que Maxwell pudiera admirar la pedicura que yo misma me había hecho. Rosa picante.

—Fresca como una margarita —admiró Maxwell. Se abrió un poco la chaqueta para mostrarme que llevaba una pistola. Abrí mucho los ojos admirada. Llevar armas de fuego no era muy normal entre los vampiros, y sí ciertamente algo inesperado. Colton y Audrina llegaron pisándome los talones. Audrina se había recogido el pelo con lo que parecían palillos de comida china y llevaba un bolso muy grande, casi tanto como el mío. Colton también iba armado, porque vestía una chaqueta, y en una noche tan tórrida como aquélla ningún humano iba a ponerse una si podía evitarlo. Les presenté a Maxwell, y tras un educado intercambio de saludos, atravesaron el pasillo para acceder al club.

Encontré a Eric en su despacho, sentado detrás de su escritorio. Pam estaba sentada encima, y Thalia había tomado el sofá. ¡Madre mía! Mi confianza se redobló cuando vi a la vampira de la antigua Grecia. La habían convertido hacía tanto tiempo que se le había borrado todo vestigio de humanidad. Se había reducido a una fría máquina de matar. Se había unido a regañadientes a los vampiros que optaron por darse a conocer al mundo, pero detestaba a los humanos con tal rotundidad y ferocidad que la habían acabado convirtiendo en una especie de figura de culto. Una página web había llegado a ofrecer cinco mil dólares a quien consiguiera sacarle una fotografía sonriendo. Nadie había cobrado el premio, pero bien podrían intentarlo esa noche. En ese momento estaba sonriendo. Un panorama escalofriante como pocos.

—Ha aceptado la invitación —anunció Eric sin preámbulos —. Estaba incómodo, pero no se ha podido resistir. Le dije que podía traerse a tantos de los suyos como quisiera para que compartiesen con él la experiencia.

—Era la única forma de conseguirlo —apunté.

—Creo que tienes razón —intervino Pam—. Creo que sólo se traerá a unos pocos. Querrá mostrarnos lo confiado que está en su poder.

Mustafá Khan llamó al marco de la puerta. Eric le hizo un gesto para que entrara.

—Bill y Bubba están haciendo una parada en un callejón a dos manzanas de aquí —informó, apenas mirándonos al resto.

—¿Para qué? —se sorprendió Eric.

—Eh… algo sobre gatos.

Todos apartamos la mirada, azorados. La perversión de Bubba era algo de lo que ningún vampiro se sentía cómodo hablando.

—Pero ¿está contento, de buen humor?

—Sí, Eric. Está tan contento como un pastor en el Sábado de Pascua. Bill se lo llevó a dar una vuelta en un coche de época, luego a montar a caballo y después al callejón. Deberían estar aquí a tiempo. Le dije a Bill que le llamaría cuando llegase Víctor.

Pero entonces el Fangtasia estaría cerrado al público. Si bien la feliz muchedumbre de la pista de baile no lo sabía, el rey del Rock iba a volver a cantar esta noche para el regente de Luisiana. ¿Quién podría resistirse a un acontecimiento de ese calibre?

No un fan como Víctor, eso seguro. La figura de cartón del Beso del Vampiro había supuesto una gran pista. Por supuesto, Victor había intentado llevar a Bubba a su club, pero yo sabía que Bubba nunca aceptó poner un pie en el Beso del Vampiro. Bubba quería estar con Bill, y Bill decía que el Fangtasia era el mejor sitio, y ésa sería la insistencia de Bubba.

Nos sentamos en silencio, aunque el Fangtasia nunca calla del todo. Se oía la música de la zona de baile y el zumbido de las voces. Era casi como si los clientes pudiesen sentir que esta noche iba a ser especial, como si tuviesen algo que celebrar… o un último festejo antes de perecer.

Aunque pensaba que era como llamar a las puertas del infierno, había llevado conmigo el
cluviel dor
. Estaba escondido en mi cinturón, detrás de la gran hebilla. Me presionaba la carne insistentemente.

Mustafá Khan se había apoyado en la pared. Esa noche había decidido homenajear como nunca su emulación de
Blade
, con sus gafas de sol, la gabardina de cuero y un corte de pelo muy imaginativo. Me preguntaba dónde estaría su colega Warren. Finalmente, inspirada por una desesperada necesidad de conversación, se lo pregunté.

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