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Authors: Charlaine Harris

El Día Del Juicio Mortal (29 page)

BOOK: El Día Del Juicio Mortal
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—Descuida.

Y salió de la despensa. No apagó la luz. ¡Maldito capullo derrochador! Estaba claro que a Hod le importaba un pimiento que Bill supiese que alguien había estado allí. Era un idiota integral.

Y Bill se despertó. Esta vez estaba un poco más alerta. En cuanto noté que se movía, salté sobre él y le puse una mano en la boca. Sus músculos se tensaron y no tuve tiempo de pensar siquiera: «¡Oh, no!» antes de que me oliera y me reconociera.

—¿Sookie? —dijo en voz baja.

—¿Has oído algo? —preguntó Hod sobre mi cabeza.

Se produjo un largo instante de atenta escucha.

—Shhh —susurré al oído de Bill.

Una fría mano recorrió mi pierna. Casi pude sentir la sorpresa de Bill —otra vez— al darse cuenta de que estaba desnuda… otra vez. Y también supe que, en cuanto escuchó la voz sobre nuestras cabezas, todos sus sentidos se pusieron alerta.

Bill estaba atando los cabos. No sabía a qué conclusión estaba llegando, pero sabía que teníamos un problema. También sabía que había una mujer medio desnuda encima de él y se le crispó otra cosa. Exasperada a la par que divertida, tuve que apretar los labios para no dejar escapar una risita. ¡Irrelevante!

Y entonces, Bill volvió a dormirse.

¿Es que el maldito sol no pensaba ocultarse nunca? Sus idas y vueltas me estaban poniendo de los nervios. Era como salir con alguien con la memoria de un pez.

Y se me había olvidado escuchar con atención y seguir con mi miedo.

—No, no oigo nada —dijo Kelvin al fin.

Recostada sobre mi involuntario anfitrión era como hacerlo sobre un frío cojín de pelo.

Y una erección. Por lo que parecía ser la décima vez, Bill se había despertado.

Resoplé en silencio. Bill estaba completamente despierto. Me rodeó con sus brazos, pero con el caballeroso tino de no explorar mi cuerpo, al menos de momento. Ambos escuchábamos; él oyó a Kelvin hablar.

Finalmente, dos conjuntos de pisadas cruzaron el suelo de madera y oímos cómo se abría y se cerraba la puerta principal. Me desplomé de alivio. Bill me cogió con más fuerza entre sus brazos y rodó para colocarse sobre mí.

—¿Es Navidad? —preguntó, apretándose contra mí—. ¿Eres un regalo de anticipo?

Reí, pero no acabé de responder.

—Lamento la intrusión, Bill —dije en voz muy baja—. Pero me estaban persiguiendo. —Le expliqué lo acontecido muy resumidamente, contándole dónde había dejado mi ropa y por qué. Noté que su pecho se agitaba ligeramente y supe que reía en silencio—. Estoy muy preocupada por Dermot —dije. Hablaba prácticamente en un susurro, lo que, sumado al ambiente oscuro, propiciaba una atmósfera íntima, por no decir nada de la amplia superficie de piel que teníamos en contacto.

—Hace un rato que estás aquí abajo —señaló Bill, con la voz normal.

—Sí.

—Voy a salir para asegurarme de que se han ido, ya que no me vas a dejar «abrir» antes —anunció. Tardé un momento en comprender. Me sorprendí sonriendo en la oscuridad. Bill se apartó dulcemente de mí y vi su pálida silueta moverse en silencio a través de la oscuridad. Tras escuchar un segundo, abrió la escotilla. Una intensa luz eléctrica inundó el hueco. Fue tal el contraste que me vi obligada a cerrar los ojos para acostumbrarme. Cuando lo conseguí, Bill ya se había deslizado en la casa.

No oí nada, por mucho que fuera el empeño que puse en escuchar. Me cansé de esperar (sentía que llevaba una eternidad escondida), así que salí por la escotilla con mucha menos gracia y más ruido que Bill. Apagué las luces que Hod y Kelvin habían dejado encendidas, al menos porque la luminosidad me hacía sentir el doble de desnuda. Oteé cuidadosamente por la ventana del comedor. Era difícil asegurar nada con esa oscuridad, pero tenía la sensación de que los árboles ya no se agitaban al viento. Seguía lloviendo con la misma fuerza. Vi un relámpago al norte, pero nada de secuestradores o cuerpos que no tuviesen nada que ver con el terreno anegado.

No parecía que Bill tuviera prisa alguna en volver para decirme lo que estaba pasando. La vieja mesa del comedor estaba cubierta por una especie de mantel con flecos. Decidí usarlo para taparme. Esperaba que no fuese ninguna reliquia familiar de los Compton. Tenía agujeros y un generoso patrón floral, así que tampoco me inquietaba demasiado.

—Sookie —dijo Bill a mi espalda. Me volví con un respingo.

—¿Te importaría no hacer eso? —lo recriminé—. Ya he tenido bastantes malas sorpresas por hoy.

—Lo siento —contestó. Tenía un trapo de cocina en la mano y se estaba secando el pelo—. He entrado por la puerta de atrás. — Aún estaba desnudo, pero sentí que sería ridículo hacer ninguna observación al respecto. Lo había visto así muchas veces. Me miraba de arriba abajo con cierta expresión de perplejidad en la cara.

—Sookie, ¿llevas puesta la mantilla española de mi tía Edwina? —preguntó.

—Oh, lo siento —me disculpé—. De veras, Bill. Es que estaba ahí y yo tenía frío y estaba mojada y necesitaba cubrirme con algo. Lo siento mucho. —Pensé que quizá debería desprenderme de la mantilla y devolvérsela, pero me lo pensé mejor.

—Te sienta mejor a ti que a la mesa —dijo—. Además, tiene agujeros. ¿Lista para volver a tu casa y ver qué ha sido de tu tío abuelo? ¿Y dónde está tu ropa? Espero… ¿Te la han quitado esos hombres? ¿Te han hecho daño?

—No, no —me apresuré a decir—. Ya te conté que tuve que esconderla para que no siguiesen el rastro de la humedad.

Está delante, escondida entre los arbustos. No podía dejarla a la vista, como comprenderás.

—Bien —aceptó Bill. Estaba muy pensativo —. Si no te conociera, pensaría, y disculpa si te ofendo, que habrías montado todo esto para meterte en la cama conmigo otra vez.

—Oh. ¿Quieres decir que no te parecería descabellado que montase todo esto para tener una excusa para aparecer desnuda, necesitada de auxilio, la damisela en apuros, en busca del vampiro poderoso e igualmente desnudo Bill, para que me rescate de mis secuestradores?

Asintió, algo azorado.

—Ojalá me sobrase el tiempo libre para dar con ideas como ésa. — Admiraba una mente capaz de concebir una forma tan aviesa de obtener lo que deseaba—. Creo que para obtener ese resultado me hubiese bastado con llamar a tu puerta y poner aspecto de sentirme sola. O podría haber dicho: «¿Cómo estás, hombretón?». No creo que haga falta que venga desnuda y en peligro para que te excites, ¿verdad?

—Tienes toda la razón —respondió con una leve sonrisa—. Pero si un día te apetece jugar a ese juego, estaré encantado de desempeñar mi papel. ¿Quieres que me disculpe otra vez?

Le devolví la sonrisa.

—No es necesario. No tendrás un chubasquero, ¿verdad?

Claro que no, pero sí tenía un paraguas. No tardó en rescatar mi ropa de entre los arbustos. Mientras la metía en la secadora, corrió escaleras arriba, hacia el dormitorio en el que nunca dormía, en busca de unos vaqueros y una camiseta (cosa seria) para él.

Haría falta tiempo para que se secase mi ropa, así que, ataviada con la mantilla española de su tía y su paraguas azul, me metí en su coche. Condujo hasta Hummingbird Road y luego hacia mi casa. Tras aparcar el coche, se bajó para apartar el tronco del camino con la misma facilidad que si se hubiese tratado de un mondadientes. Reanudamos la marcha hacia mi casa, haciendo una pausa a la altura de mi pobre coche, que aún tenía la puerta del conductor abierta bajo la lluvia. El interior estaba empapado, pero mis pretendidos secuestradores no parecían haberle hecho nada. La llave aún pendía del contacto y el bolso seguía en el asiento del copiloto, junto con el resto de las compras.

Bill echó una mirada a la botella de plástico de leche rota mientras yo me preguntaba a quién habría dado, a Hod o a Kelvin.

Nos acercamos a la puerta trasera, pero mientras aún me estaba haciendo con la bolsa de la compra y mi bolso, Bill fue directamente hacia la casa. Tuve un segundo de preocupación inspirada por cómo iba a secar mi coche antes de centrarme de nuevo en la crisis que nos aquejaba. Pensé en lo que le había pasado al hada Cait, y los problemas del tapizado de mi coche se evaporaron de mi cabeza a toda velocidad.

Entré en casa con torpeza. Me costaba lidiar con mi prenda improvisada, el paraguas, la bolsa, el bolso con las botellas de sangre y mis pies descalzos. Oía los movimientos de Bill mientras registraba la casa y supe cuándo encontró algo, porque dijo:

—¡Sookie! —Su tono era de urgencia.

Dermot estaba inconsciente en el desván, junto a la lijadora que había alquilado, que estaba tirada de lado y apagada. Había caído al suelo de cara, así que deduje que le estaba dando la espalda a la puerta, lijadora en mano, cuando entraron en la casa. Cuando se dio cuenta de que no estaba solo y apagó la herramienta, ya era demasiado tarde. Tenía el pelo empapado de sangre y la herida tenía un aspecto horrible. Debían de llevar al menos un arma.

Bill estaba rígidamente encorvado sobre la figura inerte. Sin volverse a mí, dijo:

—No puedo darle mi sangre. —Como si se lo hubiese pedido.

—Lo sé —afirmó, sorprendida—. Es un hada. —Lo rodeé y me arrodillé al otro lado. Estaba en posición para ver la cara de Bill—. Aparta —dije — . Vete. Vete abajo, ahora. —El olor de la sangre feérica, tóxica para un vampiro, debía de sentirse por todo el ático para Bill.

—Podría lamerla para limpiarla —se ofreció, los ojos fijos en la herida, anhelantes.

—No. No pararías. ¡Apártate, Bill! ¡Vete! —Pero se inclinó más, la cara más cerca de la herida de Dermot. Le propiné una bofetada con todas mis fuerzas—. Tienes que irte —le pedí, aunque las ganas de disculparme casi me hacían temblar. La mirada de Bill era terrible. Ira, anhelo, la pugna por el autocontrol.

—Estoy hambriento —susurró, tragándome con su mirada—. Aliméntame, Sookie.

Por un momento estuve segura de que tenía que escoger entre una mala opción y otra peor. La peor hubiese sido dejarle que mordiera a Dermot, y no sé si la siguiente peor habría sido dejar que me mordiera a mí, ya que con todo ese olor a hada en el ambiente no tenía muy claro que pudiese dejar de chupar a tiempo. Mientras todas estas dudas rondaban mi cabeza, Bill seguía luchando por controlarse. Lo consiguió…, pero por los pelos.

—Voy a comprobar que se hayan marchado —dijo, forzándose a enfilar las escaleras. Hasta su cuerpo se había sublevado contra su voluntad. Estaba claro; su instinto le inducía a beber sangre de cualquier manera, a cualquier precio, de los dos suculentos recipientes que dejaba atrás, mientras su mente le obligaba a alejarse de allí antes de que ocurriera algo horrible. Si hubiese tenido a otra persona cerca, no estoy segura de que no se la hubiera arrojado a Bill. Me daba mucha pena.

Pero consiguió bajar las escaleras y oí cómo daba un portazo al salir. Por si perdía el control, corrí a echar el pestillo de ambas puertas traseras, al menos para contar con un poco de tiempo en caso de que cediera a sus impulsos. Miré rápidamente el salón para comprobar que la delantera estaba cerrada, como la había dejado. Sí. Antes de subir de nuevo con Dermot, fui a por mí escopeta, en el armario principal.

Seguía en su sitio. Me permití saborear el momento de alivio. Menos mal que esos dos tipos no la habían robado. Su registro debía de haber sido muy superficial. Estoy segura de que habrían dado con algo tan valioso como una escopeta si no hubiesen estado buscando algo más grande: yo.

Con la Benelli en la mano me sentía mucho mejor.

Cogí el botiquín que tenía más cerca y me lo llevé para arriba. Subí a toda prisa las escaleras para arrodillarme de nuevo junto a mi tío abuelo. Empezaba a estar harta de la mantilla, que parecía insistir en desatarse en los momentos más inoportunos. Me pregunté fugazmente cómo se las arreglarían las mujeres indias, pero no me podía permitir el tiempo de vestirme hasta auxiliar a Dermot.

Con un montón de gasas estériles limpié la sangre de la cabeza para examinar la herida. Tenía mal aspecto, pero eso ya me lo esperaba; las heridas en la cabeza son siempre muy feas. Al menos ésta ya había dejado de sangrar. Mientras estaba atareada con la cabeza de Dermot, se estaba produciendo en mi interior un intenso debate sobre si llamar a una ambulancia o no. No estaba muy segura de que los sanitarios pudieran llegar sin la interferencia de Hod y Kelvin. No, eso no sería un problema. Bill y yo habíamos llegado sin problemas.

Lo más importante: no estaba segura de la compatibilidad de la fisiología feérica con las técnicas médicas humanas. Vale que ambas especies podían mestizar, lo que avalaba la compatibilidad de los primeros auxilios humanos, pero aun así… Dermot emitió un quejido y rodó para ponerse de espaldas. Puse una toalla bajo su cabeza justo a tiempo.

—Sookie —dijo—. ¿Por qué llevas puesto un mantel?

Capítulo
12

—Tienes las dos orejas —le aseguré, sintiendo una oleada de alivio que casi me caigo. Le toqué las puntas suavemente para que estuviese seguro.

—¿Y por qué no iba a tenerlas? — Dermot estaba confuso, y a tenor de la pérdida de sangre que había sufrido, era de lo más comprensible—. ¿Quién me atacó?

Lo miré hacia abajo, incapaz de decidir qué hacer. Tuve que hacer de tripas corazón. Llamé a Claude.

—Teléfono de Claude —dijo una voz profunda que atribuí a Bellenos, el elfo.

—Bellenos, soy Sookie. No sé si me recuerdas, pero estuve allí el otro día con mi amigo Sam.

—Sí —contestó.

—Mira, alguien ha atacado a Dermot y está herido. Necesito saber si debo o no debo hacer algo a un hada herida. Cosas al margen de lo que se haga con humanos normales.

—¿Quién le ha hecho eso? —la voz de Bellenos era más agresiva.

—Dos humanos que irrumpieron en la casa buscándome a mí. Yo no estaba, pero Dermot sí. Estaba con una lijadora y no los oyó llegar. Al parecer, lo han golpeado en la cabeza, pero no sé con qué.

—¿Se ha detenido la hemorragia? —preguntó. Podía oír la voz de Claude de fondo.

—Sí, la sangre está seca.

Se produjo un zumbido de voces al otro lado, mientras Bellenos consultaba con varias personas, o al menos eso parecía.

—Voy para allá —anunció Bellenos al fin—. Claude me ha dicho que en este momento no es bienvenido en tu casa, así que iré en su lugar. Será agradable salir un poco de este sitio. ¿No hay más humanos aparte de ti? No podría pasar.

—Nadie más, al menos por ahora.

—Llegaré pronto.

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