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Authors: László Passuth

Tags: #Histórico

El dios de la lluvia llora sobre Méjico (61 page)

BOOK: El dios de la lluvia llora sobre Méjico
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—Las tres somos hermanas en sangre. El Señor del Ayuno derramó la sangre de su hijo que corre por tus venas y el rostro de
Muñeca de Esmeralda
vio al rey Molch alterado de miedo. Yo lo digo y Papan te lo dice. Pinta tu rostro con los colores de la humildad, ve a tu señor y ruégale que estudie los signos y no se arroje hacia su destino como hace la pieza de caza en la espesura. No debe olvidar que Tenochtitlán está seriamente en peligro y ha de volver a ser salvada, no por el verdugo, sino por el médico. Dile que estudie los signos y busque la paz, si así se lo indican. Ese es el mensaje que yo le envío, ya que todos nosotros somos de la estirpe de Tlaloc.

—Tú crees en él…, ¿crees también en las dos caras del dios?

—La lluvia es el pulque de la tierra; la refresca y la embriaga y entonces el mundo misterioso de las semillas dormidas germina y se asoma de nuevo a la superficie. Tlaloc lleva una vasija sobre la cabeza; en una de sus manos lleva el relámpago y un hacha de piedra; y sus dientes rechinan cuando olfatea la caza. Entonces arroja serpientes por la cabeza y le cruzan su rostro; las pone ante sus ojos para poder ver lejos, muy lejos. Las cabezas de ambas serpientes se encuentran frente a sus labios… y cuando llegan a tocarse, truena el cielo y caen los rayos que surgen de su boca… Así es nuestro dios y antepasado Tlaloc. La lamparilla osciló y la mirada de puma del dios de la lluvia pareció hundirse en la negra nada. La anciana echó una cucharada de copal en el braserillo. Abrió los brazos, como si ya nada la atara a la realidad que la rodeaba, y comenzó a orar en voz baja… o tal vez recitaba un verso.

Quinta parte

El dios de la lluvia llora sobre Méjico

1

Acariciaba los árboles con la mirada y parecía saborear la savias Los rayos del sol penetraban por el follaje hasta llegar a los troncos del bosque húmedo, formando manchas de luz. El hacha, con sus golpes resonantes, causaba heridas jugosas en las líneas. López, el carpintero, iba delante; le seguía Yáñez. Un indio tlascalteca llevaba pintura blanca y con ella marcaba los árboles que se iban escogiendo. La vara resbalaba sobre el tronco para medir su altura, y la cinta métrica rodeaba su perímetro. El carpintero afirmó con un gesto. Ese era un árbol de madera laborable. El tlascalteca miró a su alrededor y preguntó con voz de falsete:

—¿Cómo quieres, señor, talar todos esos árboles? El árbol es como una caza noble… Necesitará mucho tiempo. Deberán salir a trabajar todos los hombres de una aldea; los cuchillos y hachas cortan lentamente. Durará seguramente desde una fiesta a la otra. Todo el tiempo entre una luna llena a otra luna llena será preciso hasta haber podido cortar uno de esos gruesos árboles hasta las raíces. ¿Cómo puedes pretender, señor, luchar contra tantos árboles como has señalado? Eres demasiado débil para ello… aunque desciendas de dioses.

Cortés estaba con Duero observando el trabajo. Oyó resonar el hacha de Martín López que silbaba en el aire y se hundía en las encinas. Estaban ya en la espesura; sus gritos llegaban lejanos y apagados. Imaginaba ya listos los buques, sus velas izadas; la gente corriendo ya por la cubierta; los estandartes ondeaban con el viento y de nuevo se ponía todo en movimiento como si fuera una fatalidad…, hacia Tenochtitlán. Se levantó un soplo de brisa y acarició los rostros. El otoño estaba a punto de llegar. La mujer blanca notaba ya su aliento helado y su capa delgada y sin forrar daba poco calor. Todo era tan cruelmente inútil; el ir y venir, el trabajo de las hachas, los árboles gigantes, los buques, los combates, los insectos, los escarabajos, los gusanos que se arrastraban sobre la madre tierra; nada había fuera de eso. Estaba solo con su capa cruzada; sus escasas huestes, a su alrededor. Algunos estaban en Vera Cruz. Se sentía en manos de Satán, que le arrastraba hacia la condenación. Se santiguó.

—¿Habéis visto a algún fantasma, don Hernando?

—Cuando se levanta la niebla tengo fiebre y escalofríos. Llevo en mí la malaria que contraje en la costa de Tabasca hace años.

¿Por qué no regresamos a Cuba? También podríamos dirigirnos a Jamaica… Vuestra merced se está desgastando aquí y se incomoda con su gente. De día en día estamos más sin fuerzas. La hidra levanta la cabeza. La gente no trabaja; los he oído por la noche en sus tiendas. Hasta los tlascaltecas comienzan ya a estar hartos de su hospitalidad; flaquea ya su fe en nosotros y se venden por algunos puñados de sal a
Aguila-que-se-abate.

—Mientras yo viva, no regresaré. ¿Comprendéis, don Andrés, cuál es mi sentimiento? Tenía un imperio en mis manos, su emperador en mi poder; provincias y Estados dejaban caer sus chorros de oro ante mí, me prestaban homenaje, Venían los príncipes; venían los caciques. Necesitaba tanto papel, que tuve que hacer preparar hojas de agave para inscribir en ellas las largas listas de homenajes y tributos. Mis capitanes eran príncipes; sacábamos oro de los arroyos; determinábamos dónde debían ser levantadas nuestras ciudades; el pueblo se acostumbraba a nuestra presencia y nos mostraba su amistad. Las princesas se casaban con oficiales míos; reinaba la paz. Bajo el pendón de Castilla, podía recorrer sin ser molestado todas las provincias de un extremo a otro un simple fraile franciscano, solo y sin armas… Yo estaba en Tenochtitlán; contaba los tributos, dirigía los ejercicios de los soldados y esperaba el mensaje bondadoso de mi señor Don Carlos, que se podía colocar sobre las sienes la corona de oro del Imperio de Nueva España. Y luego, de pronto, todo se derrumbó. Cuando hube reunido casi mil quinientos españoles, un ejército, con caballos, cañones, muchos más de los que jamás hubo en la Isabela…, ochenta caballos…, si sacáis la cuenta de todo eso en oro… Tenía buques, bergantines en el lago. Y todo se desplomó en un solo día, como si un encantador hubiera soplado a mi alrededor, como en un juego máximo. Volvemos a ser ahora cuatrocientos cincuenta españoles mal contados, sin cañones ni pólvora; veinte caballos… Eso es todo lo que tengo; y tuve además que ver cómo las llamas se elevaban de mis buques aquella noche y lo devoraban todo.

—Aquella noche vuestra merced, como todos nosotros, envejeció. La desgracia hace prudentes.

—Yo no vuelvo a Cuba. Aunque todo se perdiera, quedaría en Vera Cruz, donde puedo encerrarme y morir. Ahora tenemos exactamente la misma fuerza que teníamos al partir de Cuba. Mi gente está compuesta en general de veteranos. Su Católica Majestad no tiene soldados mejores. Con un bocado de pan de maíz en el estómago son capaces de atacar al mismo diablo. Entienden ya el lenguaje de los árboles y de las hierbas tan bien como los indios. Con españoles como éstos, volveré a Tenochtitlán.

—¿Tenéis oro todavía?

Una tercera parte de él pudo pasar el dique. Y ése lo conservo todavía.

Haced traer caballos y armas de Cuba.

—Es el espíritu, don Andrés. A menudo me siento tan viejo y cansado que me doy por vencido. Pero después hablo al Crucificado y le digo: "Señor, quisiera obrar según tu bondad. Aumenté tu reino y por eso hay tanta sangre en mi mano. Di mi propia sangre y derramé un mar de ajena; pero yo creía que eso sucedía a tu mayor gloria, porque yo quería ensanchar tu Reino y salvar las almas de aquellos que desde el principio de los tiempos andaban perdidos en la oscuridad… ¿No corrí a todas partes donde debían ser sacrificados hombres?"

—A causa de una víctima cebada en su jaula, hicisteis a veces atravesar a lanzazos a cien personas.

—Hicieron resistencia. No creyeron que yo quería su salvación. Quiero un reino para Carlos…, para mí…

—¿Qué esperáis para vos mismo, don Hernando? Conocéis la historia de las capitulaciones del gran almirante. Sabéis que hasta él fue engañado, a pesar de ser el primero que se atrevió a atravesar los océanos.

—Colón era un gran hombre. Un poseso, como decía de él su hijo, mi señor, en Santo Domingo. Yo no le llego. Soy hombre dé espada, si es preciso dirijo la pluma y mi voz es oída. Pero yo no soy navegante; no trazo planes que den miedo a los franceses y a los portugueses. No sé hacerme obedecer del océano ni ordenarle dónde debe ofrecer nuevos continentes. Soy un sencillo capitán de Su Majestad. Le pongo reinos a sus pies y me arrodillo esperando que él me ordene levantar. Entretanto, reúno algún oro para que mis hijos y los hijos de mis hijos puedan tener alguna fortuna y no tengan que avergonzarse de que su padre se llamó Hernán Cortés. Pero si me comparáis con Colón, yo no soy más que un puñado de polvo.

—Vuestra fe es poderosa, pero no quiero ocultarlo: tengo miedo y me pregunto si no será más prudente regresar. No sería ya ni más héroe ni más navegante; volvería a mi escritorio como los demás licenciados, llenaría pliegos enteros con mis garabatos y cuando llegara a viejo contaría cosas de vuestra merced. Los nietos me sonreirían y no creerían en absoluto que hubiese habido españoles que con una fuerza de cuatrocientos hombres conquistaran reinos enteros y arrojaran a los dioses extranjeros a sangre y fuego. Tal vez fuera eso más prudente que estar tras de vos, escuchar el ruido de los árboles que se desploman, esos árboles que dentro de poco se habrán convertido en bergantines… Y cuando estén dispuestos, ¿cuántos podremos plantarnos ante las puertas de Méjico, débiles como somos, para batirnos de nuevo…? Todo eso me lo pregunto a mí mismo, señor; pues ya sé que vos no podríais contestar a mis preguntas. Aquellos hechiceros que son quemados en las plazas de las ciudades de Europa y que solamente gozan libertad en las provincias alemanas del Santo Reino Católico, limitan el poder divino al decir que el destino de los hombres no puede ser variado ni aun por Nuestro Señor Dios. Tampoco vos podríais apartaros de vuestro camino, ni por la sangre, ni por la fatiga, ni por las desgracias del destino. Estamos aquí en medio del bosque, cual si fuéramos santos o locos; los árboles son talados y de ellos hacemos tablones; esos tablones se convierten en buques que un día navegarán quizá por un gran lago y atracaremos, por escaso que sea nuestro número, por batidos y pobres que estemos. Sí, de todas maneras nos lanzaremos y entonces…

—¿No tenéis fe en mí, don Andrés?

—Si no tuviera fe en vos, estaría hoy a la cabeza de los amotinados. Lo que sucede es que si vuestros planes no son puestos en el platillo de la balanza de la buena lógica, se necesita una gran dosis de optimismo para pesarlos… Pero después, cuando oigo vuestras palabras y siento el contacto de vuestra mano, inclino la cabeza ante vos. En tanto viva, no os abandonaré, don Hernando.

Un grupo de españoles aparecieron en el calvero, acompañados de indios. Martín López señaló un gigantesco árbol que se alzaba aislado. Todos se quitaron las gorras y miraron por algún tiempo pensativos. Brillaron las hachas. Los indios se pusieron en semicírculo con ojos muy abiertos. El viento se llevaba el ruido de los golpes. Un instrumento fue manejado y en amplio arco silbaron media docena de poderosas hachas. Luego la gente se apartó de pronto; el gran árbol se tambaleaba como un gigante herido y se desplomó con un gran crujido, que pareció un grito de dolor, un suspiro…

Cortés lo miró con sus ojos de visionario; estaba quieto y rígido. Cuando los carpinteros se abalanzaron sobre el árbol caído, murmuró para sí Cortés:

—Tendré Tenochtitlán de nuevo en mi puño.

2

El comerciante abrió los brazos y exclamó:

—Señor; habéis de pensar en mis intereses… No quiero hablar ahora de la travesía, del peligro de los piratas. No desembarqué ni una sola vez en La Española, sino que vine directamente aquí, a vuestra ciudad. Luego hice ese viaje desde la costa, sobre las espaldas de esos sucios indios. Por ninguna parte pude encontrar un caballo; por ninguna parte hay caminos. La comida está averiada; no hay vino; siempre carne de ganso y además ese pan de maíz. No regateéis, señor; ya lo sé que vos mismo padecéis privaciones; pero tenéis oro en abundancia… Y yo llevo una gran riqueza de género, de los mejores géneros de Sevilla. Los mosquetes están construidos en Oviedo, según los últimos adelantos. Llegan más lejos que la vista… Los tendones de las ballestas no se rompen nunca y podéis ver una novedad: una ballesta de doble juego, con la que es posible disparar a un mismo tiempo dos flechas… Y además tengo otra cosa que no habéis visto todavía; esa arma de las personas nobles, que se llama pistola; un arma para caballeros. Los mosquetes son para los soldados; pero esas pistolas, magníficamente trabajadas, son para vos y vuestros capitanes. Y podéis pagarme en oro amonedado, en polvo de oro, en piedras preciosas… También os cedería mis cañones y la pólvora; yo volvería sin protección a España. Debiérais ver mis doce caballos de Vera Cruz…, sencillamente magníficos, nobles brutos, con guarniciones preciosas.

Regatearon. Era el primer buque que llegaba al puerto de Vera Cruz, el primer comerciante que lo visitaba. Una palabra se hizo escuchar:

—¿No habéis echado anclas ante las islas?

—No, señor. Pasé a lo largo de la costa de Jamaica.

—¿Cómo sabíais, pues, que yo estaba aquí? ¿Cómo podíais tener noticias de estas tierras, si no estuvisteis en la isla?

—Soy de Cádiz. Allí se contó y comentó la llegada a la corte de dos caballeros que de estas tierras procedían. Hasta nosotros, pobres armadores, llegó una noticia… envuelta en toda clase de historias, que no son para repetirlas… He embarcado con todos mis bienes, he encomendado mi alma a Dios… y a vosotros llegué. Vos no tenéis todavía derechos de aduana ni peaje; no me tomaréis prisionero ni confiscaréis la fortuna entera de un pobre armador… Vuestra merced no estima demasiado el oro. Os inclináis y tomáis un pedazo de la tierra misma; laváis las arenas de un arroyo y encontráis oro… Y en los fosos tenéis plata, según se dice… ¿Para qué necesitáis el oro? Os traigo cañones, caballos, vino y hierro.

—¿También marineros?

—Señor, todos están inflamados de deseo de unirse a vos para poderos demostrar lo que valen. Si por ventura necesitarais buque, tengo un excelente carpintero…

Cortés se le quedó mirando fijamente. Después hizo un gesto: "Que se le pague."

—Desarmaremos vuestros buques; también os compro eso; os compro igualmente la gente y todo el cargamento. Si queréis, venid vos también conmigo. No os acostaréis sobre lechos de rosas, ciertamente, y muy posiblemente tendréis que blandir la espada; mas entonces podréis comprobar si verdaderamente es de Toledo. Si venís conmigo, entraréis en parte. ¿Conformes?

—Vuestros ojos, señor… ¿Quién podría resistir a vuestras palabras? ¡Viva Cortés!

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